ALAN, EL NIÑO NAVEGANTE

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ALAN, EL NIÑO NAVEGANTE

Los días en el Kraal pasaban lentos.

Alan aprendió a ordeñar las cabras del corral y a reconocerlas por su nombre, a cortar leña para la hoguera sagrada y a beber chuy mientras cuidaba de ella. Se construyó un arco de bambú y unas flechas, y aprendió a lanzarlas y a competir con otros niños hasta convertirse en uno de los más hábiles arqueros del Kraal. Los adultos lo invitaron a acompañarlos con las vacas a los abrevaderosAbrevaderos Sitio al aire libre donde va a beber el ganado o la caballería. y, de paso, cazar algún animal salvaje para alimentar a la comunidad. Entonces observó cómo los animales reconocían a su dueño por el silbo e iban a su encuentro si estaban dispersos.

Por si fuera poco, Timba le había confeccionado un carcajCarcaj Caja tubular utilizada para guardar las flechas, que se llevaba colgada del hombro. de cuero para guardar el arco y las flechas, y los ancianos, un cuchillo elaborado con una piedra afilada. Se acostumbró a llevar el cuchillo a la cintura —acompañado de las gafas— y el carcaj con el arco y las flechas a la espalda. Con todo esto, Alan se sentía satisfecho. Le agradaba tener amigos que lo protegieran y pocas cosas por las que atemorizarse.

No obstante, guardaba un secreto: cuando oía la voz de alguno de sus padres, se quitaba las gafas, desaparecía de inmediato del Kraal y se transportaba de nuevo a su habitación con el carcaj de cuero a la espalda, el arco de bambú y las flechas, que, sin saber por qué, nunca desaparecían y que él guardaba rápidamente bajo la cama para ocultárselo a la familia.

Un día Timba le preguntó:

—Alan, ¿en tus tierras hay vacas?

La pregunta le sorprendió y respondió precipitadamente:

—Sí, claro que hay vacas, aunque son más pequeñas que las de tu aldea. ¿Por qué lo preguntas?

—Porque siempre desapareces cuando le tienes que echar de comer a las vacas. ¿Tus tierras son muy grandes?

—Bueno, sí… Llegan hasta donde el sol desaparece de la vista —contestó.

—Ahhh… ¿Puedo ir contigo a verlas?

—A lo mejor algún día —mintió.

Mientras hacía un dibujo en la arena con el dedo y sin levantar la cabeza, Timba preguntó:

—Dicen los ancianos que eres el hijo del dios Aruna. Que puedes traer la lluvia a la aldea y hacer crecer los pastos. Te llaman el niño navegante. ¿Es cierto eso? ¿Eres el hijo de Aruna?

—Yo no soy el hijo de ningún dios, no puedo traer la lluvia, ni tampoco soy un navegante. Solo soy un niño de otras tierras.

—¿Y por qué puedes desaparecer cuando quieres?

Alan inventó una respuesta improvisada.

—Yo no desaparezco de ningún lugar. Me gusta caminar por las dunas cuando estoy solo y nadie me ve —sabía que no convencería a Timba y evitó el tema—. Mira, voy a darle el pasto a las cabras, que deben de estar desesperadas por comer.

Y salió hacia el corral para esquivar las insistentes preguntas de su amiga.

—Alan, ¿cómo quieres que te lo diga? Sal de una vez de la habitación y acompaña al tío Tranqui a pasear al perro —la voz autoritaria de su madre le gritaba desde el salón.

Alan dejó de alimentar a las cabras, se puso las gafas y bajó a toda velocidad hacia el jardín de su casa. Rufo se abalanzó sobre él, lo olisqueó y movió el rabo como si hubiera pasado años sin verlo.

—Alan, ¿te vienes a dar un paseo conmigo? —le preguntó el tío Tranqui, sentado en el jardín.

—Vale, vamos. ¡Rufo, coge la pelota!

Se la tiró tan lejos que Rufo corrió tras la pelota como si se le escapara un tesoro.

—Caramba, Alan, déjame mirarte… —y le tocó los músculos del brazo para bajar a la barriga y hacerle cosquillas mientras exclamaba—: ¡Pero, muchacho, qué fuerte te has puesto!

Alan, huyendo de las cosquillas, salió corriendo y lo esperó más adelante.

Cuando estuvo de nuevo a su lado, el tío Tranquilino le confesó:

—Me voy la semana que viene. ¿Te lo ha dicho tu madre? El cole empieza pronto y yo tengo responsabilidades que atender. Ya es hora de que me marche.

El corazón le dio un vuelco en el pecho. ¡No se lo esperaba! Todas las cosas buenas que le habían pasado aquel verano habían ocurrido desde que Tranqui llegó a la casa. Temió volver a ser el chico tímido y cobarde de antes al que le llamaban AlanBrito en el recreo.