EL TÍO TRANQUILINO, UN EXPLORADOR SIN PRISMÁTICOS

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EL TÍO TRANQUILINO, UN EXPLORADOR SIN PRISMÁTICOS

Alan llevaba mucho, pero mucho tiempo sin ver al tío Tranquilino, el hermano de su padre. Desde los cuatro años. Ahora que les había prometido venir de África y visitarlos en verano, no sabía si lo reconocería.

Recordaba pocas cosas de él. Que era alto y fuerte —o a lo mejor no tan alto ni fuerte, pero a él le parecía un gigante de cuento—, que llevaba el pelo recogido en una coleta y que le pellizcaba el cachete cada vez que lo veía. Y es que el tío Tranqui, como lo llamaba su padre, nunca mandaba fotos por correo. Prefería enviar postales de viajes con selvas y monos, con camellos en un desierto y, en ocasiones, con dibujos en cuevas que parecían hechos por niños. Era un viajero incansable y, según su familia, un gran coleccionista de cosas antiguas.

Así que, cuando llegó del aeropuerto en un día soleado de agosto y entró por la puerta con su hermana Laura de la mano, Alan no supo qué decir. Se quedó rojo como un tomate y corrió a esconderse detrás del sofá como un conejo acobardado. Lo que temía: no reconocía a ese hombre.

Se lo había imaginado con un chaleco de bolsillos, como el de los exploradores, y unos prismáticos colgados al cuello. Sin embargo, no tenía nada que ver con lo que había imaginado. Era un señor barrigudo —sin pelo largo ni coleta; al contrario, con una cabeza calva como un balón de fútbol—, vestido con una camisa de flores, unas sandalias desgastadas y riñonera a la cadera. Y, sobre todo, con una mirada que taladraba, como la de los hechiceros africanos que había visto en la tele.

Al ver a Alan, el tío Tranqui se acercó al sofá y lo observó con atención.

—Vaya, vaya, vaya…, pero mira cómo ha crecido mi sobrinito —dijo con acento extranjero, pellizcándole el cachete—. ¿Te acuerdas de mí?

Alan lo miró con cara de perro extraviado. Después desvió la vista hacia sus padres, que no le quitaban ojo esperando una respuesta. No le quedó otra que asentir, colorado de nuevo, para salir disparado hacia el jardín como si alguien le pinchara en el trasero.

—Es un niño muy tímido —dijo su padre, alzando los hombros—. Ya cogerá confianza.

Al día siguiente, Alan intentó evitar al tío Tranqui de todas las maneras posibles sin éxito. Se lo encontraba al entrar al baño, desayunando en la cocina, en el cuarto de la tele o en el jardín jugando con Rufo. Y aunque evitara mirarlo, él le sonreía y le pasaba la mermelada, el pan o la mantequilla como si fueran grandes amigos.

Más aun, descubrió con el paso de los días algunas de sus extrañas costumbres. Que dormía en una hamaca de hilos que le habían regalado los kawakawa en la selva del Amazonas, aunque tuviera una estupenda cama en una buhardillaBuhardilla Parte más alta de una casa, inmediata al tejado con el techo inclinado. cercana al cielo. Que entraba y salía de la casa por la ventana del jardín y no por la puerta principal como haría cualquier persona normal. «Es que una ventana es la forma más segura de salir de una casa», comentaba sin dar más explicaciones.

Era un tipo muy, pero que muy raro. Y cuando terminaba de comer, ante los espantados ojos de Alan y de Laura, soltaba un ruidoso eructo en la mesa. Según él, era un gesto de agradecimiento por la comida ofrecida que había aprendido de su amigo El-Saladin, príncipe de un emirato árabe en el que había vivido durante años.