LA DESPEDIDA DEL TÍO TRANQUILINO

14

LA DESPEDIDA DEL TÍO TRANQUILINO

Ya en la habitación, se vistió con una sudadera y los vaqueros. Entró en el baño y se limpió la arena de la cara. Al mirarse en el espejo, comprobó que tenía la cara quemada por el sol. Eso le preocupaba. ¿Cómo lo iba a justificar ante su padre con lo pálido que él era? Evitó pasar por la cocina para no encontrase con su madre y su hermana, que estarían haciendo los canapésCanapés Pequeña rebanada de pan sobre la que se extienden o colocan otros alimentos. para la cena, y corrió hacia el jardín. Rufo lo recibió con generosos lametazos en la cara.

Su padre, que estaba con unos filetes en el asador, lo miró con cara de pocos amigos y le dijo:

—Alan, ven para acá, tú y yo tenemos que hablar seriamente —Alan se acercó y su padre bajó el tono de voz—. ¿No quedamos en que me ibas a ayudar con la carne? —lo miró atentamente y se fijó en el bronceado de su cara—. ¿Y se puede saber de dónde vienes tan colorado?

El tío Tranqui, que los había oído desde la tumbona del jardín, sonrió y salió en defensa de Alan.

—Joaquín, deja al chico tranquilo que fue a hacerme unos recados. Y, de paso, le di unos euros de más para que se comprara un helado y se lo tomara en la playa.

—¿Y eso le ha llevado todo el día? Tendrán que ser muchos los recados, digo yo… —afirmó su padre, suspicaz.

—Pues sí, señor. Son unos regalitos que el chico me ha comprado para ustedes —dijo con determinación.

Alan lo miró agradecido. No esperaba ese gesto de complicidad en su tío, pero eso lo llevó a pensar de nuevo que el tío Tranqui estaba al tanto de su secreto. Cómo y cuándo había descubierto el poder de las gafas era todo un misterio para él.

Degustaron los canapés que su madre había dispuesto en la mesa, la carne con verduras que su padre había asado y bebieron hasta caer la noche, atentos a las historias que contaba el tío Tranqui sobre los indígenas más ocultos del Amazonas, sobre los indomables elefantes del desierto —que Alan conocía muy bien, aunque no se diera por enterado—, o sobre las leyendas del río Nilo, que cada año se desbordaba y hacía crecer el papiroPapiro Lámina sacada del tallo de esta planta que se usaba para escribir en ella. a sus orillas, tan importante en los manuscritos de los antiguos egipcios.

Todos lo oían embobados —era un excelente narrador—, hasta que pareció cansarse de tantas batallas, bostezó y dijo con una sonrisa:

—Bueno, ya está bien de cuentos. Ahora quiero darles unos regalitos antes de irnos a dormir.

Al oír esas dos palabras, Laura comenzó a dar saltos de alegría, mirando para todos lados:

—Unos regalitos, ¡unos regalitos! —gritó aplaudiendo—. ¿Y dónde están?

Su madre, con cierto pudor, puntualizó:

—Ay, por dios, Tranquilino, no hacía falta que nos compraras nada. Conque vengas a visitarnos más a menudo, nos contentamos.

—No, si no ha sido ninguna molestia. Ha sido Alan quien me ha ayudado a comprarlos. Es un chico estupendo, ¿verdad? —dijo dándole unas palmaditas cariñosas en la espalda.

El padre, la madre, Laura, hasta Rufo miraron para Alan sorprendidos. El muchacho hizo una reverencia para disimular la turbaciónTurbación Alteración o desorden que se produce en una cosa. que sentía ante la mentira de su tío.

Empujado por el entusiasmo, subió corriendo a la habitación, pilló los petardos que estaban bajo la cama, volvió al jardín y, con el permiso de su padre, los estalló apuntando al cielo, iluminando la noche. Todos aplaudieron la ocurrencia de Alan, excepto Rufo, que, atemorizado por las detonaciones, corrió de inmediato a ocultarse en la caseta. Odiaba los voladores.

—Bueno, Alan, ahora ayúdame a traer los regalos —le pidió el tío Tranqui.

Alan lo siguió hasta el salón y recogió los paquetes sin tener la menor idea del contenido de cada uno. Aunque no tardó demasiado tiempo en enterarse, porque Laura los fue abriendo apresuradamente, con ansiedad. Para su padre, un reloj de buceo que medía la profundidad de inmersión, unas gafas de sol para su madre, un disfraz de pirata para Laura y unas zapatillas de deporte rojas para él.

Cuando le tocó a Alan abrir su regalo, el tío se le acercó y le susurró al oído:

—Esto es para que dejes de ponerte esas sandalias de cuero.

Al oír sus palabras, el corazón le dio un vuelco. Lo miró con una sonrisa tímida y enseguida sintió el rubor en el rostro. ¡Cómo no se había dado cuenta antes! Las gafas mágicas eran del tío Tranquilino.

Después de los regalos, recogieron los platos y los vasos de la mesa, y se fueron a dormir. Tenían que madrugar para llevar al tío al aeropuerto.

Antes de dormir, Alan se aseguró de que las gafas continuaban en el cajón de su mesilla. Sin embargo, tenía un mal presentimiento y le estaba costando conciliar el sueño.

Intentaba retroceder en el tiempo y recordar el momento en que el tío había entrado en la habitación para dejar las gafas, pero no recordaba el día ni el momento. Sería cuando él no estaba.