Capítulo 11

11

El Dris apareció a la puerta de la chavola. Le acompañaba un sargento español. Un gallego bajito pero atlético. En un principio, pensamos que era la hora del rancho. Pero El Dris avanzó hasta el centro de la tienda repartiendo fustazos arbitrariamente entre los cuerpos tendidos.

–Al drogo, al drogo… –iba diciendo a cada golpe.
Entendimos que nos convenía levantarnos inmediatamente.
–Quiere decir: «Al trabajo» –tradujo el gallego, que parecía divertirse con la situación.
Supuse que sacarían a todos los demás. Pero no. Cuando nos hicieron formar ante las tiendas, comprobé que solo estábamos los de la número 2: el Poeta, los Antonios, los Illada, Layo, Nicolás y yo. Además de los sargentos, nos custodiaba un pelotón. Nos llevaron al extremo sur del campo y nos repartieron palas y picos. Allí, junto a la alambrada, alguien había trazado con cal un gran rectángulo, de al menos diez metros de largo. Una vez ante él, El Dris volvió a repartir empujones y fustazos.
–¡Al drogo!
Esta vez no necesitamos traducción. Comenzamos a cavar. Al mirar de reojo, comprobé lo que ya sospechaba. A nuestras espaldas, el pelotón moro había formado y los hombres ya no llevaban la tercerola al hombro. Ahora las empuñaban a la altura de la cadera apuntándonos.
A todos se nos cruzó por la cabeza la misma idea: cuando hubiéramos acabado, nos fusilarían allí mismo.

–Dios santo –dijo Pedro sin dejar de cavar.
Lucio, que estaba a mi lado, comenzó también a hablar con las frases entrecortadas por cada golpe de pico.
–¿Sabes… qué te digo, Tigre? Que… si estos piensan… que voy a cavar mi propia tumba… van listos…
De pronto dejó de cavar, se volvió y se quedó mirando firmemente a los del pelotón. Pensé que estaba haciendo una locura. Pero se me ocurrió que ya nada importaba y que, al menos, era mejor morir como un hombre y no como un ratón. Así que le secundé.

Los sargentos estaban algo más allá, charlando. Fueron los soldados quienes gritaron: «¡Drogo! ¡Drogo!», montando las tercerolasTercerolas Arma de fuego usada por la caballería, que es un tercio más corta que la carabina. y apoyando las culatas en el hombro, dispuestos a disparar.
Los sargentos se percataron de la situación y vinieron a ver qué pasaba. Manuel Illada y los Antonios también se habían sumado a la silenciosa protesta.
El Dris recorrió la fila gritando su frase favorita, fustigándonos el pecho y los rostros, pero permanecimos impasibles. Ahora ya todos los demás habían parado también de trabajar. El gallego observaba la situación como quien contempla un espectáculo de variedades. Pero cuando vio que El Dris sacaba su pistola, decidió intervenir. Se dirigió a Lucio.
–A ver… ¿Qué es lo que pasa?
–No puedo evitar que me maten como a un perro. Pero no voy a ahorrarle trabajo al sepulturero.
Siguieron unos segundos de denso silencio. Después, el gallego intercambió unas palabras con El Dris. Y, de pronto, los dos estallaron en carcajadas. Sin dejar de reírse, El Dris repetía «Zanja para bur… Zanja para bur…».
Cuando se fueron apagando sus risas, el sargento gallego dijo:

–Les será útil saber que en la lengua de esta gente, bur significa orinar.
Algunos comenzaron a comprender. El sargento volvió a doblarse de risa.
–Las letrinas, idiotas –decía–. Es una zanja para las letrinas.
Una risa histérica se extendió por la fila de ocho hombres que se volvieron y comenzaron a cavar sin necesidad de más órdenes. «¡Al drogo!», volvía a gritar El Dris. Pero ya no nos pesaba tener que hacerlo. Antonio, el Albañil, comenzó de pronto a marcar el ritmo de las paladas. «Un, dos… Un, dos…» y en unos segundos todos habíamos cogido el mismo compás.