Capítulo 3

Miro mi reloj cuando se acaba la lista de reproducciónLista de reproducción Una lista de reproducción, del inglés playlist, es una lista de canciones, lo que popularmente siempre se conoció en el mundo hispanohablante como cancionero o repertorio, también puede utilizarse los términos catálogo musical.. Me he dormido. Fue tras la tercera canción y la música siguió sonando dentro mi cabeza. Al tenerla apoyada en el sillón, lo primero que puedo ver es un paisaje a velocidad constante que combina extensos campos verdes y largas filas de bonitas casas adosadas con pequeñas gasolineras y farolas urbanas junto a cada una de las viviendas.

Vuelvo la cabeza hacia la parte delantera y recuerdo que comparto el taxi cuando veo su silueta. Acerco la cabeza cautelosamente para intentar analizarlo sin que se dé cuenta. Está utilizando su móvil, así que procuro darme prisa y examinar los rasgos más superficiales. Ahora sí creo confirmar que debe tener mi edad o unos pocos más. Su cara se refleja en el retrovisor. Reparo primero en su pelo negro y despeinado que, a plena luz, complementan pequeños destellos rojizos. El respaldo y el incidente de antes lo hacen parecer más alto que yo. No distingo el color de sus ojos puestos sobre el teléfono, así que, bajo la vista hacia sus imperceptibles y diminutas pecas. Se ríe dejándome examinar sus dientes casi perfectos. Me centro de nuevo en el retrovisor mientras tarareo levemente la canción que estoy escuchando.

De repente, apaga el móvil y sus ojos atrapan los míos a través del espejo. No puedo describir su expresión, aunque tampoco puedo explicar por qué no he rehuido su mirada. La melodía de una nueva canción comienza a sonar en mi cabeza. Nos quedamos unos minutos así, yo hipnotizada por querer descubrir el color de su iris, hasta que el bostezo del taxista interrumpe la conexión y la respuesta del desconocido es sonreírme antes de admirar el paisaje a través de su ventana. Esa sonrisa otra vez. No muestra los dientes, como la primera vez, pero consigue mi completa atención.

El resto del viaje me quedo observando su nuca, solo por tener un punto de referencia, aunque no quiero acosarlo desde detrás. Me concentro en pensar en los próximos meses; planificar todo en mi cabeza es algo fundamental para enfocarme en mi objetivo: comenzar de cero en un lugar a más de cincuenta kilómetros de distancia.

El taxista se aburre en un punto del viaje y pronto la melodía se ve afectada por el sonido de la radio local. Cambia tres veces la sintonía hasta que se da por vencido y el silencio vuelve al interior. Alza la cabeza para seguir conduciendo durante unos minutos antes de hablar:

—¿Tienen algún motivo para alejarse tanto de la ciudad?

Me quedo callada. Espero paciente a que mi acompañante responda primero; sin embargo, su respuesta no llega.

—Voy a pasar las vacaciones en el pueblo —explico muy brevemente—. Mis tíos viven allí —añado.

—Conozco el sitio y quiero cambiar de aires —dice el chico.

—¿Falta mucho?

—No. Aquella salida a la derecha —contesta a la vez que señala con la mano libre.

—Genial.

Llegamos a la entrada del pueblo tal y como había dicho el conductor. Al bajar, ambos cumplimos lo pactado y nos dividimos el coste. Nos despedimos del taxista y este da media vuelta y se aleja. Avanzamos unos metros hasta encontrarnos en la parte más alta del pueblo. Es un pueblo muy bonito. Desde mi punto de referencia, las casas coloridas y restauradas, organizadas en callejuelas, se van concentrando en forma de anfiteatro alrededor de una gran plaza que desemboca en una playa. La luz del cercano atardecer, que me da directamente en los ojos, no me permite disfrutar totalmente de la hermosa vista del pueblo, pero es uno de los panoramas que más me han cautivado hasta ahora.

Seguimos caminando por el sendero principal de piedras grisáceas. Ambos nos movemos en silencio y puedo escuchar los sonidos de nuestro entorno. Pasamos por delante de las primeras casas. Ahora que lo menciono, no recuerdo que me hayan dicho dónde está la casa, por lo que parece que estamos dando un paseo, arrastrando equipaje sin destino alguno. Me vuelvo hacia el chico del que aún no sé su nombre. Ya estoy un poco harta de eso e intento aprovechar la situación para intentar desvelar dos incógnitas momentáneas:

—Una aclaración —empiezo con la timidez que me caracteriza y capto su atención en cuestión de segundos—: le dijiste al conductor que conocías el pueblo, ¿no?

—Sí.

—¿Podrías…?

—¿Sabes dónde viven tus tíos? —interrumpe colgándose la mochila al hombro.

—No es que no sepa, es que se les ha olvidado decírmelo cuando me llamaron.

—Eso es un no.

—Bueno, ¿te importaría acompañarme?

—No, claro que no me importa. Pero hay un inconveniente: no sabes donde viven.

—Déjame que haga una llamada y nos vamos.

—No hay problema.

—Luego podrás irte y… —anticipo con el móvil en la mano y la intención de justificarme.

—Ve a hacer la llamada. —Señala un lugar no muy apartado y asiento.

A cierta distancia marco el número de mi tía y espero a que conteste.

—Alexia, ¿ya estás aquí? —Ella y mi tío son los únicos que saben a dónde me he marchado debido a mis impulsos de marcharme en el último momento.

—Sí. Estamos entrando al pueblo.

—Perfecto. Tu tío está en casa y yo voy saliendo de la peluquería.

—A propósito de eso, en ningún momento me indicaron cuál de todas estas casas es la tuya.

—¿Tu madre no te escribió un papel con la dirección? —pregunta extrañada.

—Sí, pero solo salía el nombre del pueblo.

—Estoy segura de que se lo dije —reafirma ella—. Bueno, en todo caso, nuestra casa está pintada de color celeste, tiene balcones con azaleas rosas y blancas y dos casas más abajo hay un supermercado. Lo verás mejor si vienes desde la parte superior; es decir, de la entrada del pueblo. ¿Sabe que estás aquí?

—No. De acuerdo. Gracias.

—Avisa cuando llegues.

Cuelgo el teléfono y cojo la maleta del suelo junto al pelinegro, que sigue en la misma posición.

—¿Ya sabes dónde viven, niña perdida?

—Sí, y no me llames así. Es la primera vez que me pasa.

Eso no es del todo cierto, pero tampoco es una mentira. No obstante, no tiene porqué enterarse.

—Y viven en… —se burla de mi desconcentración.

—¡Ay!, un momento… – utilizo los dedos para enumerar los datos —. Es una casa celeste con un balcón con flores y cerca hay un supermercado, ¿te sirve?

—Creo que me ubico. Solo hay dos supermercados en el pueblo: uno en la zona de viviendas, donde estará la casa de tus tíos, y otro junto a la plaza, que siempre está llena de turistas.

—En ese caso, muéstrame el camino.

Intercambiamos escasas palabras durante el trayecto, la mayoría eran datos puntuales y superficiales sobre el pueblo. La noche ya ha caído y las luces de las farolas se encienden a la vez. Me estampo con una de estas por no mirar hacia delante, él se burla, pero no tarda en sucederle lo mismo.

—Por reírte —espeto tocándome la frente a causa del golpe.

A partir de ahí, nos sumimos en un silencio agradable.