La noticia

Capítulo uno

La noticia

El timbre sonó con insistencia. Los niños entraron en la casa alborotados y rompieron el silencio. Su padre, que venía con ellos, cerró la puerta. Marta le dio la mochila a su madre y corrió al baño. Volvió momentos después y se colgó al cuello de Tomás, que aún estaba en el vestíbulo. Le hizo prometer que volvería pronto a buscarlos y los llevaría al cine. Lucas se tiró en el sofá a jugar con su playstation. Observaba por el rabillo del ojo cómo su padre se despedía, pero no se levantó.

–No has ido a decirle adiós a papá, ¿eh? –le dijo la madre removiéndole el pelo–. No seas así. Sabes que te quiere mucho.

Lucas le retiró la mano.

–¡Pues que esté más tiempo conmigo! Quiero que viva con nosotros, como antes.

¿Ya olvidaste lo que hablamos cuando se marchó…? Tanto él como yo seguimos siendo tus padres. Los dos te queremos, eso nunca va a cambiar, pero hemos acordado vivir separados. Tu hermana, tú y yo viviremos juntos en esta casa y tu padre vendrá con frecuencia a vernos.

–«Nunca será igual, pensó el niño. Soy el último mono de esta casa, nadie me hace caso. No voy a decir nada más ¿para qué…? ¡Lo que yo diga no cuenta!»

Desde que sus padres se separaron, Lucas ya no era el mismo. No comprendía por qué ocurrían esas cosas que tanto le dolían. Recordaba cómo su padre y él se divertían antes, cómo se reían cuando se tomaban el pelo. Era como un niño grande jugando con él. Después de estudiar, salían a estirar las piernas. Jugaban a la pelota en el parque o montaban en bicicleta. Ese ratito que pasaban juntos cada día era único, sagrado para él, y también para Tomás.

Sonó el teléfono. Elsa corrió a contestar y habló en voz baja. A Lucas se le estiraron las orejas como a los burros. Quería saber por qué su madre había bajado tanto la voz.

–Creo que será una buena idea –Lograba escuchar–, tendré que hablar con los dos. Sobre todo con mi hijo, necesita un cambio. Siempre está ausente, se enfada por todo y Marta es la que paga los platos rotos –se hizo el silencio y de nuevo la voz de su madre–.Estoy preparando los papeles. Ya lo tengo decidido. Vendrá a final de mes, cuando lleguen las vacaciones.

¿Qué les tenía que decir su madre…? ¿De qué papeles hablaba? ¿Quizás su padre pensaba volver y darles una sorpresa? ¿Vendría a final de mes cuando estuvieran de vacaciones? –el corazón de Lucas empezó a correr como un caballo. Primero, al trote; luego, más aprisa; y al final, galopaba.

La idea de que en verano volviera para siempre le empezó a acariciar el alma. Se levantó del sofá. Soltó la play y se quedó detrás de la puerta, donde su madre todavía hablaba por teléfono. En ese momento la oyó decir:

–Bueno, Luisa, ya te contaré… Veremos si todo sale bien –Escuchó el golpe del auricular cuando colgó. Entró y le preguntó que con quién hablaba.–Con tía Luisa, ¿por qué, mi niño?

–Oí que nos ibas a decir algo –Agrandó los ojos– ¿Qué es, má?

–Sí, es una gran noticia que les tengo que dar a ti y a Marta, pero cuando sea seguro. Estoy arreglando las cosas.

Parecía que las palabras de su madre habían tocado el resorte que puso en marcha su imaginación. Los ojos le destellaban de contento. Esperaba que los papeles a los que su madre se había referido fueran los que él pensaba y que pronto estuviera toda la familia reunida.

A partir de aquel momento, estuvo más alegre y amable con los demás. Con frecuencia observaba a su madre, necesitaba descubrir cosas. Una tarde en la que ella le ayudaba a hacer los deberes, dejó el bolígrafo sobre la mesa y dijo:

–Dentro de dos semanas empiezan las vacaciones.

–Sí, ya queda muy poquito. Lo vas a pasar muy bien este verano, ya verás…

–Mamá –Miró a otro lado aparentando estar distraído–, ¿ya tienes todo arreglado para las vacaciones?

–Bueno…, hay cosas que están listas, pero no todas.

–Pero dijiste que ibas a hablar con Marta y conmigo y no lo has hecho. No puedo esperar más… –se removió en el asiento.

–¡Ah! Se trata de lo que te dije el otro día… Pues sí. Ya está todo, hijo. En cuanto llegue tu hermana de ballet, hablaré con los dos.

–Es algo bueno, ¿verdad? –la miró con expresión traviesa.

–Estoy segura de que te va a hacer muy feliz. Marta y tú van a tener un verano estupendo, distinto, habrá cambios.

A los pocos minutos se oyeron los ladridos de don Pancho avisando de que el timbre iba a sonar. Era Marta que volvía de clase con Lucía, la vecina.

Elsa abrió la puerta y le dio las gracias a Lucía por traer a su hija a casa. Le dijo a Marta que se lavara, se cambiara y viniera al salón. Poco después, volvió en pijama y se arrellanó en el sofá, mientras Lucas se sentaba y miraba a su madre expectante.

–Bien, niños –comenzó con la mejor de sus sonrisas–, dentro de unos días vendrá

una persona muy especial a vivir a nuestra casa.

Los ojos de Lucas se iluminaron a la espera de la gran noticia.

–Es alguien con quien van a jugar y compartir todo –continuó–, a quien tendrán que respetar. Nunca ha tenido lo que ustedes tienen. Viene de una tierra muy pobre. Ni siquiera tienen suficiente comida como nosotros.

Lucas cambió de color. La sonrisa se le heló. No podía entender de qué hablaba su madre. ¿Les estaba tomando el pelo? ¿Cómo iba a venir su padre de una tierra como esa…? O se había vuelto loca, o él soñaba. Abrió la boca para preguntar, pero su madre le puso el dedo índice en los labios y siguió:

–De donde viene no hay luz, ni agua, ni carreteras…

–¿Quién es, mamá, ¿de dónde viene? –preguntó Marta sentándose en la falda de Elsa.

–Se llama Omar. Tiene diez años y es un niño que vive en el desierto.

–¿En el desierto…? –Lucas, encendido, se levantó del sofá.

–Sí, hijo, en el desierto. En Tinduf, Argelia. Es un niño saharaui.

Lucas se quedó atónito. Era como si le cayera un balde de agua fría en todo el cuerpo. No podía creer que en lugar de su padre fuera un niño de nosedónde quien viniera a pasar el verano en su casa. Se había hecho la ilusión de que «aquellos papeles» servirían para que sus padres volvieran a vivir juntos. ¡Qué chasco! ¡Cuánta tristeza volvió a su corazón! «Papa, cómo te echo de menos…», pensó.

–Es papá quien tiene que volver a casa, no ese imbécil –gritó Lucas levantándose de golpe–. ¡No me dijiste la verdad! Creí que era él quien volvía. ¡No quiero a ningún niño como ese aquí! ¡Y a mí qué me importa que no tenga nada…!

Cogió uno de sus libros y lo lanzó al suelo. Salió del salón y se encerró en su dormitorio. Marta y Elsa se miraron sorprendidas, pero guardaron silencio.


El viaje en avión

Capítulo dos

El viaje en avión

En otro lugar del planeta, el sol se levantó muy temprano y azotó sin piedad el árido territorio. Las numerosas tiendas de lona que había alrededor de la daira se despertaron también. En el interior, las sombras de sus habitantes se dejaban entrever. Transitaban de un lado a otro, pero sin prisas.

Dentro de su jaima, Omar comprobaba si faltaba alguna cosa que poner en su equipaje. Su madre y sus hermanas le esperaban para desayunar. Los pinchos de carne de camello y el oloroso té estaban listos. En ese momento Nashim pedía permiso para entrar en la tienda. Llevaba la maleta de su padre en la mano y parecía nervioso. La madre de Omar le invitó a comer con ellos, pero a Nashim no le entraba nada. Tenía el estómago agarrotado porque iba a viajar por primera vez en un avión.

Omar y Nashim se unieron al grupo de niños saharauis que aquel mismo día comenzaba su aventura. Todos iban a vivir con diferentes familias de acogida, aunque pasarían un día a la semana juntos para sentirse como en casa. Cuando llegaron al aeropuerto, algunos estaban blancos como el papel. No sabían qué les esperaba al otro lado del mar, y más de uno deseó encontrarse de nuevo en su jaima.

Omar ocupó un asiento al lado de la ventanilla, junto a Hana. Se abrochó el cinturón de seguridad como le ordenaron y miró alrededor en busca de sus amigos.

En pocos instantes el pájaro gigante desplegó sus alas y los subió cerca del cielo para llevarlos lejos de sus hogares.

Omar se acomodó en su asiento. Miró a Hana, que todavía tenía los ojos cerrados.

–Vamos, Hana –le dijo sin soltarle la mano, que se había agarrado a la suya desde que despegó el avión–, no tengas miedo, mira las nubes qué bonitas…

Hana lo miró con sus ojos negros, inmensos. Le soltó la mano y sonrió.

–Cuánto me gustas, Hana –dijo Omar para sí, devolviéndole la sonrisa. Luego, se metió en sus pensamientos–. ¿Cómo serán? Uno tiene diez años, como yo. Tiene una hermana más chica. ¿Les gustará que sea su amigo? ¡Guau! ¡Cómo se mueve este cacharro! Da un poco de miedo, es que nunca he montado en un avión. Me gusta. Uno no se marea, ni nada. No sé si les molestará que vaya a su casa. Mamá se puso pesada para que viniera… Fatiha dice que son gente buena y que voy a aprender mucho. Tendrán juguetes, espero…. ¡Ojalá tuvieran una bici! Vaya, ¡estamos dentro de las nubes! Son como algodones. Algunas pintadas de rosa. Es por el sol, seguro. Aquella de allí está como rota y mira, el mar se ve abajo. Nunca lo había visto de verdad, ¡qué grande! ¿Y si el avión se cae? Nos vamos a ahogar todos. Fatiha dice que estos aviones son muy buenos, y no se caen. Mamá va a llorar mucho si me ahogo. Está contenta de que venga. Dice que es bueno para mí y que aprenderé muy bien el español. ¡Qué tontería! Si soy el mejor de la clase, hablo español casi igual que el hassaniya. ¡Qué bien! Seguro que me prestan la bici. Cuando me monté en la de mi tío Mustafá me estampé. ¡Qué risa! Me raspé todas las rodillas y me partí un diente. Dolía un montón cuando mamá me curaba con trapos mojados en agua hirviendo y me sacaba la pus. Pero me dio igual. ¿Cuándo llegaremos? Estoy cansado. Nashim estará cagándose de miedo, ni me mira, y Hana parece dormida. ¡Guau! ¡Las montañas se están acercando al avión! Espero que no choquen con nosotros. Prefiero chocar contra las montañas a caernos en tanta agua. Fatiha tiene razón. Sólo pienso en bobadas. El avión no se va a caer, es muy seguro. ¿Y quiénes estarán esperándonos? ¡Uy! Me duele la barriga. Este pájaro está bajando. Da saltos de cigarra. No me voy a abrochar el cinturón, ¿para qué? Je, je, si no me lo desabroché. Me sudan las manos. Nashim está blanco como la sal. Y Hana me mira con cara de miedo. Me ha cogido la mano otra vez. ¡Qué bueno! No quiero mirar. ¡Uff! Hemos tocado tierra. ¡Cómo corre! ¡Frena ya, tío, que nos vas a matar!


La llegada a la isla

Capítulo tres

La llegada a la isla

El avión aterrizó puntualmente. Las familias de acogida esperaban ansiosas. Marta apretaba la mano de su madre, impaciente. Le preguntó cuál de los pequeños pasajeros que empezaban a aparecer por la puerta de llegada era Omar.

–No lo sé, hija, estate quieta, por favor. Vamos a esperar a que entre el grupo y se reúna con los monitores. Todos estamos un poco despistados.

A medida que los viajeros entraban, la sala de espera se transformaba en una selva humana donde las personas se movían en todas las direcciones.

Marta se fijó en un chico moreno que pasaba a su lado. Llevaba una bolsa de deportes como equipaje. Era un chico muy guapo. Su cara era como el ámbar y los ojos, del color de la arena. Tenía un hoyuelo en la barbilla. Le sonrió mostrándole una boca sin paletas. El niño le devolvió la sonrisa. Tenía unos dientes muy blancos y el pelo negro y brillante.

–¡Mamá, seguro que ese es Omar! –le tiró de la rebeca.

El grupo de recién llegados se arremolinaba en torno al comité de bienvenida. Saludaban a los niños y les entregaban una bolsa con regalos y algunas explicaciones. Elsa tomó a su hija de la mano y se encaminaron al extremo de la sala. Los niños del Sahara escuchaban con atención las explicaciones de los coordinadores, que les hablaban en hassaniya. Después de esperar un buen rato, Elsa y Marta conocieron a Omar.

***

Los niños iban sentados en el asiento de atrás. Elsa conducía y hablaba con el niño, que parecía cansado.

–Te lo dije, má –insistió Marta–. Lo reconocí enseguida. Sabía que era él.

–¿Dónde está el niño? ¿No vino? –Omar se removió en el asiento y miró por la ventanilla.

–No quiso venir –respondió Marta–. Siempre está enfadado.

–Marta, no hables así de tu hermano. Lucas se quedó con don Pancho.

–¿Don Pancho? ¿Quién es? ¿Tu padre? –preguntó Omar, con curiosidad.

–No, es nuestro perro –Marta soltó una carcajada–. Es muy simpático y cariñoso. Es un perro mágico.

–¿Mágico? –Omar abrió los ojos como platos–. Nunca he conocido a un perro mágico. ¿Qué sabe hacer?

–Tiene luces en los ojos –contestó la niña bajando la voz, como si fuera un secreto–. Cuando alguien le cae bien, se le encienden.

Omar miró a la niña con la boca abierta. No sabía si se reía de él o si en verdad, los perros de otros lugares eran distintos.

–Es un mataperros –continuó Marta–, siempre está haciendo mataperrerías.

Cuando llegaron a la casa, Lucas los recibió con frialdad. Jugaba a la play station y no se movió del sillón. Volvió la cabeza y saludó con un hola indiferente. Le pareció que el invitado tenía las orejas abanadas. Lo comparó con Dumbo y se rió para sus adentros. Sin embargo, Omar se acercó y le dio la mano. Esperaba que llegaran a ser buenos amigos. Elsa lo llamó para mostrarle el dormitorio que iba a compartir con Lucas. Marta le enseñó el resto de la casa. Lo llevó a la terraza y a Omar le pareció un parque de ciudad. Preguntó si vivían en un palacio. Marta pensó que bromeaba. Volvieron al salón y se sentaron a ver jugar a Lucas.

–¿Dónde está el perro mágico?–preguntó Omar–. Me gustaría verlo.

–Salió a dar un paseo –contestó Lucas sin levantar la vista de lo que hacía–. No tardará en volver.

A Omar no le pareció raro que el perro saliera a dar un paseo. En su tierra, los perros estaban siempre paseando en busca de comida. Quizás también éste había ido a revolver en la basura.

–¿Tienes bicicleta? –le preguntó Omar con voz queda.

–¡Claro! –contestó sin dejar el juego–. Me la regaló mi padre en mi cumple.

–Me gusta mucho montar en bici… –Omar buscó los ojos de Lucas.

En ese momento sonó el timbre y Marta saltó del sillón.

–¡Es él! –corrió a abrir la puerta–. ¡Ven, Omar! don Pancho quiere conocerte.

El perro fue hacia él, lo olisqueó y le plantó las patas sobre el pecho. El niño le frotó la cabeza, con cierto temor, y el perro le ladró de contento.

–Vaya, le has caído bien –dijo Marta dando palmaditas en el lomo del bulldog. Don Pancho se hacía un ovillo, jugando con ella, en el suelo. Entre gritos y ladridos, Elsa los mandó callar desde la cocina. Omar no sabía cómo un perro podía tocar el timbre para entrar en la casa. Pensó que en verdad era especial, además parecía muy fuerte y gordo. Nunca había visto un perro tan bonito. Tenía el pelo blanco como alguna de las nubes que vio desde el avión. Se agachó para acariciarlo y don Pancho le lamió las manos.




 

Finde con los scouts

Capítulo cuatro

Finde con los scouts

Omar se había despertado mucho antes de que Elsa tocara a la puerta para que se levantaran. Se sentó en la cama y encendió la lamparilla. Sobre la silla descansaban dos mochilas iguales. La ropa de explorador colgada de una percha parecía gritarle: ¡Pruébame ya! Se enfundó las zapatillas y se aproximó a la cama de Lucas para recordarle que su madre ya había llamado.

Poco después, los niños estaban vestidos y desayunados. Elsa los llevó hasta el lugar donde esperaba la guagua. A Omar el corazón le golpeaba de contento. ¡Qué bonito uniforme llevaba! Ojalá se lo dejaran llevar a su pueblo para enseñárselo a sus amigos.

Elsa le había dicho que ahora sería un lobato más de la manada de lobos, como Lucas y Marta. Le explicó que existía un cuento llamado El Libro de la Selva, en el que un niño, Mowgli, era criado por los lobos con la ayuda de otros animales, como el oso Baloo y la pantera Bagheera. Añadió que en esa historia se relataban los juegos y las enseñanzas de los pequeños scouts, llamados lobatos. Omar pensó que sería una bonita historia para contar en su pueblo.

***

El transporte se puso en marcha y Marta, sentada junto a Omar, agitó la mano para decir adiós a su madre. Lucas hablaba con otro chico en un asiento más atrás.

–Ya verás qué bien lo vamos a pasar en la acampada –Marta le gritó a Omar como si fuese sordo–. Mira, aquella es Akela, es la jefa de tropa, y es más buena… Hay que hacerle caso a lo que diga, si no, se enfada mucho. Yo la quiero un montón.

–¿Qué cosas hacen en el campamento? –preguntó Omar.

–¡Bueno…! Muchas, muchas cosas… Juegos, salimos de caminata, por la noche hacemos una hoguera grande y nos sentamos alrededor, cantamos, contamos chistes… Muchas cosas divertidas.

–Es como una aventura, ¿no?

–Sí, eso. Es como una aventura. Exploras tú solo, si quieres. Primero tienes que pedir permiso y no te puedes alejar. A veces te acompaña un ranger.

–¿Tú lo has hecho alguna vez? –preguntó Omar al tiempo que se fijaba en una niña que desde hacía rato no dejaba de mirarlos.

–¡Claro! Fue una noche y el barranco estaba encantado.

–¿Encantado?

–Sí, vinimos de acampada aquí y nos escapamos. No se lo digas a nadie, ni siquiera a Lucas. Es nuestro secreto. Mi hermano y unos cuantos más fuimos a explorar por los alrededores. ¡No te lo vas a imaginar! Un árbol empezó a hacer ruidos extraños. Lucas dijo que era el sonido del viento agitando las ramas. Pasé un montón de miedo. El árbol parecía un gigante con los pelos todos alborotados. Nos acercamos. ¡Casi me muero! El árbol se sacudió y empezó a caminar hacia nosotros. Salimos corriendo como si nos persiguiera un fantasma.

–No te creo. Los árboles no caminan…

–Pero hacen ruido, ¿no? Cuando hace mucho viento y las ramas se chocan, ¿o no es verdad? Pues esa noche hacía tanto, que el árbol caminó.

–Me parece que tienes muchos pájaros en la cabeza –dijo Omar incrédulo, y decidió no darle importancia a lo que decía. ¿Cómo iban a caminar los árboles? Seguro que había oído algún cuento parecido en la manada y se lo inventó. La niña que los observaba le sonreía, y le pareció más interesante preguntarle a Marta quién era.

–Esa es Ely, la novia de Lucas… Bueno, eso dice él. Le gusta mucho y siempre le escribe cosas bonitas.

–¿Cómo lo sabes…?

–¿Cómo va a ser, tonto? Revuelvo en sus cajones. Tiene un corazón pintado con una flecha. Pone Lucas y al lado Ely. ¡Qué risa cuando lo vi! –se agarró la barriga y soltó una carcajada.

–Se va a enfadar contigo si se entera.

–¡Bah! Y qué si se enfada. Una vez le sacó un ojo a mi muñeca y le pintó la cara con rotulador verde. Y eso no se lo perdono.

***

Las tiendas estaban montadas y los monitores reunieron a la manada. Los lobatos y lobatas escuchaban calladitos. Se nombró a los ayudantes de cocina. A Marta le tocó ayudar a pelar papas. Se organizaron los juegos de la mañana. Por la noche, Akela contaría cómo Mowgli, el cachorro humano, fue adoptado por una manada de lobos de la selva.

Por la mañana estaba programado aprender a hacer cometas. Eso sí sabía hacerlo muy bien Omar, pero no quiso parecer un listillo y escuchó las explicaciones. Los lobatos se pusieron manos a la obra. En poco tiempo iban apareciendo preciosas cometas. Pronto empezarían a volar y el cielo se llenaría de colores. Ely se acercó a mirar la de Omar y dijo:

–¡Es la cometa más guapa que he visto en la vida!

–Es una estrella y va a volar muy alto –Omar se puso colorado mirando a los ojos color caramelo de la niña–. Me llamo Omar –dijo muy bajo–, tú eres Ely, ¿verdad?

–Sí. Estoy segura de que tu cometa va a ganar. Mira, la mía es horrible.

–A mí me gusta. Tiene algunos defectos. Si quieres, te ayudo a arreglarlos.

–Yo la ayudaré –Lucas se acercó, le arrebató la cometa y se alejó con ella en las manos-. No hace falta que vengas aquí a enseñarnos cómo hacer una cometa, idiota. Ven, Ely.

–¡Omar! –oyó a Marta. Volvió la vista y la vio correr con otra niña–. Ya terminamos en la cocina. Déjame ver tu cometa.

La enseñó orgulloso, mientras comprobaba los puntos de fijación y colocaba el rabo.

¡Mola! –dijo Beatriz, acariciando el papel de color azul–. Vamos, que van a echarlas a volar.

Por encima de las copas de los pinos comenzaron a asomarse las cometas, presumiendo de belleza multicolor. Subían cada vez más alto. Lucas soltaba el hilo del carrete  haciendo que la suya sobresaliera por encima de las demás.

Pronto la estrella de Omar fue cogiendo altura y las rebasó a todas. Voló tan arriba que parecía una estrella de verdad colgada del cielo. Lucas hacía lo que podía y más para ganarle, pero Omar manejaba mejor la cometa porque sabía jugar con el viento. Los lobatos acordaron que la estrella era la mejor.

A Omar le brillaban los ojos cuando el monitor Baloo le entregó el premio: una bolsa de chuches y un diploma de ganador.

Le dieron palmaditas en la espalda y Marta y Beatriz le plantaron un beso. Luego fue Ely quien lo besó en la mejilla. A Omar se le puso la cara roja como un tomate y no supo qué decir, recogió la cometa y se alejó con ella avergonzado. Lucas, sin disimular el malhumor, arrojó la suya al suelo y desapareció.

Por la noche, los lobatos formaron un círculo alrededor de la hoguera. Escuchaban ensimismados la historia de Mowgli y cómo la serpiente Kaa, enroscada en un árbol, trataba de hipnotizar al niño.

Más tarde, dentro del saco, Omar no podía dormir. Demasiadas emociones en un solo día. Lucas tampoco dormía, pensaba en Ely. Ojalá le hubiese dado aquel beso a él. Ely pensaba en Lucas. Mientras tanto, la pequeña Marta dormía tranquila y feliz, soñando con castillos encantados.

Junto a la hoguera casi apagada, Baloo tocaba la armónica. Las suaves notas se perdían por los árboles. La luz de la luna iluminaba el campamento que, poco después, quedó en silencio.

***

Al toque de diana, los chicos se asearon y desayunaron. Les esperaba un día movidito. Akela les había dicho la noche anterior que llevaran bañadores y toallas. Esa mañana tenían prevista una marcha por el barranco. Seguirían el curso del riachuelo, al que habían bautizado con el nombre de Waigunga, hasta llegar a los Caideros del Agua. Allí se formaban unas estupendas charcas. Todo caminante que pasara por aquel lugar aceptaría la invitación de remojarse como Dios lo echó al mundo.

El grupo, con gorros y fulares, se adentró en el frondoso bosque del barranco. Muchas veces tenían que apartar las cañas para poder pasar. En tramos estrechos, los zarzales amenazaban con rasguñarlos. El canto de los pájaros y el zumbido de los insectos hacían eco. En una rama, dos curiosos mirlos se mecían y observaban cómo pasaba la expedición. Escuchaban el crujir de la hierba seca bajo las pisadas de los caminantes. Omar caminaba delante de Lucas. Detrás venían Marta y Beatriz.

–¡Omar! –gritó Marta para que la oyera bien–, ¿sabes por qué el libro de Matemáticas está tan triste?

–¿Un qué…? –preguntó antes de caer al suelo sin saber por qué motivo.

–¿Qué te pasó? –Lucas se acercó a ayudarlo con expresión de sorpresa.

Omar se levantó sin decir nada. Tenía la cara llena de polvo. Clavó su mirada en la de Lucas esperando una disculpa que no llegó. Akela se acercó y preguntó qué había ocurrido. Lucas empezó a sudar y Omar simplemente contestó que se había caído. Luego le limpió las heridas de las rodillas con desinfectante, le puso unas tiritas y le dijo que caminara junto a ella (en rojo porque afecta a la traducción).

–¿Por qué lo has hecho, Lucas? –Beatriz le regañó–. ¿No te da vergüenza?

–Yo no he hecho nada –dijo subiendo los hombros y abriendo los brazos–. Ya oíste lo que dijo: se cayó.

–Eres un mentiroso –protestó Marta, rabiosa–, te vi cómo le echaste el traspié, por eso se cayó. Se lo voy a decir a mamá.

–Ni se te ocurra, lengüina. Si se lo dices, yo también sé lo que le voy a contar, así que ojito… Se lo merecía por imbécil –Lucas siguió caminando tan campante, aunque en el fondo esperaba que no se hubiese hecho mucho daño. Marta se quedó atrás y le gritó:

–¡El imbécil eres tú! –Corrió hacia Omar.

–¿Te duele? –le preguntó y lo cogió de la mano.

–No, no mucho. Estoy acostumbrado. Mira cómo tengo las rodillas y los codos. Siempre me caigo –se rió.

–No te caíste. Dosculos y yo lo vimos. Mi hermano te echó un traspié.

–¿Quién es Dosculos?

–Mi amiga Beatriz… Bueno, a veces la llamo así porque está gorda y tiene un culo que parece dos –bajó la voz y se puso la mano en la boca–, pero tú no se lo digas porque se enfada. No me dijiste por qué el libro de Matemáticas está siempre triste.

–No lo sé…

–¡Porque tiene muchos problemas! –Marta se tronchó de risa porque Omar no se enteraba de nada.

Estaban llegando. Escuchaban el sonido de la cascada saltando sobre las rocas. A medida que el grupo avanzaba, el agua los pulverizaba.

En menos que canta un gallo, los lobatos se quedaron en bañador y se lanzaron al agua, que parecía un enorme cristal rompiéndose en pedacitos. Los rayos del sol se filtraban y llegaban hasta el mismo fondo lleno de piedras de colores. Omar, sentado en el tronco de un árbol, observaba cómo sus compañeros se metían dentro de aquellos jacuzzis naturales, se hundían y subían a la superficie. «Ojalá me mantuviera a flote», deseó.

Después del almuerzo, los campistas empezaron a recoger las tiendas y a organizar el viaje de regreso. El tiempo había volado como las cometas, y ya era hora de volver a casa.


Cuentos en un día de lluvia

Capítulo cinco

Cuentos en un día de lluvia

Lucas se levantó temprano. Tomás vendría a buscarlo para ir de pesca como todos los sábados. No hizo ruido para no despertar a Omar. Si seguía durmiendo, no vendría con ellos. Prefería que no lo hiciera, así podría estar a solas con su padre.

Se asomó a la puerta entornada de la habitación de su madre. Todavía dormía. No importaba, se vestiría y así estaría preparado a tiempo. Marta prefirió quedarse en casa porque Beatriz y Ely iban a venir a almorzar y jugar con ella.
La casa estaba en silencio. Lucas salió del baño y abrió los cajones de la cómoda con mucho cuidado para no despertarlas. Sacó una camiseta, unos pantalones cortos y se vistió. Se calzó las playeras y bajó al sótano a buscar la caña y la caja de la pesca. Dejó las cosas en el vestíbulo. Un olor a café le llegó desde la cocina.

–Buenos días, Lucas –lo saludó Elsa, que se había levantado–. ¿Ya estás vestido? Y con el pelo engominado… ¡Qué guapo!

–¿A qué hora viene papá? –abrió la nevera, sacó la jarra de zumo y llenó un vaso.

–Dentro de un rato. Llama a Omar, dile que se vista para que tu padre no espere.

–Él…, él no quiere venir. No le interesa la pesca para nada –dio un mordisco a la tostada que Elsa le había puesto en la mesa y continuó–. Pero no se lo digas, porfa, dice que le da vergüenza que lo invitemos y después no aparecer.

–¡Qué raro! Parecía tan ilusionado… Bueno, está bien, bébete la leche que se enfría.

Lucas no se dio cuenta de que Omar, descalzo, detrás de la puerta, había escuchado aquella mentira.

A decir verdad, le encantaría ir, pero decidió quedarse si no era bienvenido.

Salió a la terraza. El viento empujaba las nubes, que corrían como locas por un cielo resplandeciente. Escuchó un trueno a lo lejos, luego otro, y otro más y empezaron a caer gotas de lluvia gordas como garbanzos. Entró en el salón y observó por los cristales: el agua caía a cántaros. Marta se había levantado y estaba a su lado. Llamaba a su madre y a su hermano para que vieran cómo llovía. En ese momento sonó el teléfono.

Lucas prestaba más atención a su madre que a su hermana, que correteaba en calcetines por la terraza mojándose toda mientras don Pancho saltaba junto a ella. Elsa le hizo una advertencia con la mano para que entrara, o se ganaría una buena torta en el culo. Cuando colgó el auricular, Lucas se le acercó.

–¿Era papá?

–Sí, era él –Elsa trató de decirle con la mayor delicadeza que no vendría a buscarlo–. Verás, hijo, va a estar lloviendo todo el día y lo mejor será dejarlo para otro momento.

–Lo sabía, lo sabía. ¡Siempre pasa algo! –refunfuñó apartando la mano de su madre, que intentó acariciarlo–. Por lo menos podía hablar conmigo. Jo, estoy despierto desde la seis de la mañana para nada…

–Bueno, no te lo tomes así. Sabes que no está el día para ir de pesca… Luego vendrán Bea y Ely, la niña que te gusta. También está Omar y lo pasaremos bien en casa. ¿Qué te parece si a la tarde preparo chocolate y nos sentamos a contar cuentos?

–¿Cuentos? ¡Mamá…!, ya soy mayor para cuentos. Yo me quedo en mi habitación viendo la tele –sus ojos estaban húmedos.

El día estuvo oscuro y frío, por lo que hubo que encender las luces del salón. Elsa se había sentado en la alfombra con Omar, Beatriz, Marta y Ely a su alrededor. Lucas entró sin hacer ruido y se sentó aparte en un sillón.

–Vamos a ver, chicos ¿quién va a ser el primero en contar un cuento?–preguntó Elsa mirándolos uno por uno–. Ven, Lucas, siéntate aquí con nosotros.

–¡Omar es el primero! –Marta lo miró–. Tú sabes un montón de cuentos, ¿a que sí? ¿Quieres empezar tú?

–Ahora no me acuerdo… No sé…, bueno, les voy a contar uno de mi tío Mustafá. Por las noches viene a nuestra jaima y nos cuenta historias. Le gustan un montón los cuentos árabes como este.

–¡Estupendo! Pues empieza tú con el cuento –Elsa se colocó un cojín en el trasero y prestó atención.

–Bien, allá voy –Omar fijó la mirada en Lucas, que se había unido al grupo, aunque parecía no interesarle nada de lo que Omar decía.

–Hace mucho, mucho tiempo que Dios empezó a hacer el mundo. Primero, fabricó el cielo lleno de estrellas, el sol y la luna. Más tarde, quiso hacer a la gente, pero la hizo sin alma. Dios tenía un ayudante. Era un ángel. El ángel le pidió a Dios que hiciera un alma a todos los hombres y mujeres. Pasaron mucho tiempo haciendo almas en el taller de Dios: las hicieron con flores, piedras preciosas, rayos de sol… Eran muy bonitas y brillaban como las estrellas. Entonces, Dios y su ayudante bajaron a la Tierra y le pusieron un alma a cada persona. Aquel día llovía, como hoy. Algunas almas se mojaron y se estropearon. Por ese motivo, los dueños de estas almas imperfectas empezaron a decir mentiras. Cuando Dios se enteró, bajó otra vez a la Tierra y les dijo:

–No es bueno mentir. Cada vez que digan una mentira, dejaré caer un grano de arena en la Tierra como castigo.

La gente pensó que un grano de arena no importaba porque la Tierra era muy verde y grande, así que no le hicieron caso y siguieron mintiendo. Cayeron sacos de arena en la Tierra. Ya no era tan verde. Muchos lugares se llenaron, formándose los desiertos. Donde había gente buena que no mentía, nacieron los oasis.

–Mi tío dice –Concluyó Omar, terminando su cuento– que si la gente no para de decir mentiras, la Tierra se convertirá en un enorme desierto.

–Muy bien, Omar –Elsa aplaudió entusiasmada. Se levantó y le dio un beso–, es un cuento precioso.

–Mamá, ¿Dios me hizo el alma con todas esas cosas que dijo Omar? –preguntó Marta muy seria.

–Claro que sí, cielo –contestó su madre–. A veces, cuando te voy a dar las buenas noches, brillas en la oscuridad.

–¿Vas a traer los bocadillos y el chocolate, Elsa? –preguntó Bea mirando hacia la cocina.

Lucas se levantó, abrió la puerta de la terraza y observó el suelo.

–¡Uff! Menos mal que no ha caído arena –se tranquilizó.


Un día en la playa

Un día en la playa

La familia desayunaba en la terraza. Elsa se había esforzado en poner gran variedad de frutas que Omar nunca había probado. Hizo una enorme jarra de naranjada y tostadas con mermelada de fresas. Los ojos del niño se abrieron como lunas ante aquel banquete.

–Tienes que probar de todo –Marta le guiñó un ojo–. Mamá nunca pone tantas cosas para desayunar. Debe de ser porque estás tú aquí.

–Nosotros desayunamos pinchos de carne de camello. Mi madre amasa el pan desde que termina las oraciones. Sabe buenísimo. Y prepara el té con mucho aroma. Me gustan sus desayunos. Me lo tengo que comer todo, pero como siempre tengo hambre…

–Venga, come lo que quieras, Omar –dijo Marta acercándole la bandeja de la fruta–, pero no tomes mucho zumo porque te orinarás todo.

Elsa los apuró para que terminaran y no hablaran tanto. Quería llegar pronto a la playa para coger un buen sitio en donde don Pancho no molestara a la gente. Lucas ya había desayunado y jugaba con el perro.

Bea tocó en la puerta. Le abrió Lucas y fueron hasta la terraza. Elsa le preguntó si quería tomar algo y sin dudarlo se sirvió un poco de todo en un plato. Omar la miró con la boca abierta.

Minutos más tarde subieron al coche y pasaron a recoger a  Ely.  Finalmente, se pusieron en camino hacia la playa. Bea sabía una adivinanza y les preguntó:

–¿Quién sabe qué es silencioso y huele a gusano? –se miraron unos a otros sin saber la respuesta.

–¡El pedo de un pájaro! –se quedaron pensando y rompieron a reír.

–Yo me sé otra –gritó Marta–. A ver si la adivinan. ¿Cuál es la planta que no tiene raíces, ni tallos ni flores? –de nuevo nadie sabía qué contestar–. La planta de los pies, tontos… –dijo Marta triunfante.

–¿Sabes tú alguna adivinanza, Lucas? –le preguntó  Ely con una sonrisa.

Se alegró de que se lo preguntara. Afirmó con la cabeza y dijo:

–A ver quién adivina esta. No es fácil. Nos persigue a todas partes y de noche no se ve. ¿Qué es?

–¡Yo lo sé! ¡La sombra! –contestó rápidamente Bea con un chupa-chups en la boca. Es la sombra, lo adiviné.

Lucas la miró con fastidio.

–Vaya, Doscu, dejaste a mi hermano más rascado que un piojo –Marta le quitó el Chupa Chups y se lo tiró por la ventanilla–. Anda, Lucas, pregunta otra cosa.

–Vamos, chicos –dijo Elsa mientras aparcaba–, hemos llegado. Que cada uno coja un bolso del portabultos. Yo llevo la nevera.

Saltaron del coche. Omar iba descalzo. Se había dejado los zapatos porque no estaba acostumbrado a usarlos. Lucas señaló los pies desnudos riéndose. Omar se sintió tan ridículo que los colores le subieron a las mejillas, pero terminó riéndose como los demás.

***

Las olas se estrellaban en la orilla y llegaban hasta Omar llenas de espumas. Todo le sorprendía: la inmensa playa, los niños en las tablas cogiendo olas, los que se bañaban con colchonetas, las sombrillas multicolores… Sentado en la arena, miraba cómo sus amigos jugaban en el agua. No sabía nadar y solo se adentraba hasta que el agua le llegara a la cintura. Incluso don Pancho chapoteaba donde él no se atrevía. ¡Qué pena no poder flotar!, pensó.  Ely regresó a nado y se sentó en la orilla con él. El sol los acariciaba con suavidad.

–¿No te aburres sentado aquí solo? –le preguntó mientras hacía un hoyo en la arena para llenarlo de agua.

–No, no me aburro. La playa es genial. Estoy esperando a que salgan del agua. Vamos a subir a las dunas, ¿no?

–No lo sé…, supongo que sí. Omar, ¿qué haces los domingos en tu pueblo? – Ely formaba una bola con la arena que sacaba del hoyo.

–Lo mismo que los lunes, los martes y todos los días –Omar miraba cómo don Pancho jugaba en el agua y evitaba las olas. Lo encontraba muy gracioso–. Voy a la escuela, acarreo agua hasta la jaima… Por las tardes, juego a la pelota con mis vecinos… A veces se pasa Mustafá, mi tío. Contamos cuentos y nos divertimos hasta la hora de dormir.

–Lucas me dijo que vives en una caseta y que no tienes agua ni luz, ¿es verdad…?

–Sí. Es una tienda de lona grande. Se llama jaima. No tenemos agua, los camiones la traen y la dejan en unos depósitos. A veces me toca ir a buscarla para llevarla a casa.

–¿A la jaima?

–Sí, claro. La jaima es mi casa y la de mi familia –respondió orgulloso.

Don Pancho salió del agua y se tiró sobre Omar para jugar.  Ely fue hasta la sombrilla a buscar un balde. Le hizo señas a Omar para que la acompañara a coger caracolas y cangrejos. El perro los siguió meneando el rabo. Lucas los miraba desde el agua con el ceño fruncido. No solo se iba con su chica, sino que además se llevaba a su perro. Algo tenía que hacer para pararle los pies al Dumbo aquel.

Por la tarde, mucha gente ya se había ido de la playa. La marea estaba baja y a Omar le pareció un lago gigante. Entonces se metió en el agua y no salió hasta que don Pancho le ladró desde la orilla. Tenía la piel arrugada. Se tapó con una toalla y miró al cielo, todavía lleno de sol.  Le pareció que la playa entera se había encendido.

Cuando regresaron, ya era de noche. Había sido un día maravilloso y se acordó de Ilham y Tala, sus hermanas pequeñas. Luego se quedó dormido de cansancio. Elsa lo despertó suavemente cuando aparcó en el garaje.


Fantasma en la madrugada

Capítulo siete

Fantasmas en la madrugada

Aquella noche hacía calor y Omar no podía coger el sueño. Se levantó y fue a la terraza. Cerró la puerta corredera y se recostó en una tumbona bajo la pérgola de buganvillas. Miró al cielo y pensó que aquel no era su cielo. Al menos no era el cielo que él conocía. Las estrellas casi ni se veían y no eran tan brillantes. ¡Qué pena!, pensó. Me gusta tanto verlas… ¡Qué raro es Lucas! No es como Marta… Tal vez le haya hecho algo malo. Con la de cosas que tiene…, esta casa tan bonita. Jo, no les falta de nada. Bueno…, no es cierto, no tienen estrellas tan lindas como las de mi pueblo. Eso vale más…, me parece.

En ese momento escuchó voces. Pensó que era su imaginación, así que se concentró en los sonidos de la noche sin hacer el menor ruido. Percibió susurros cálidos y cercanos. Alguien hablaba muy bajo, como si contara un secreto, pero no se veía nada. La terraza estaba totalmente a oscuras.

Se incorporó y prestó atención. Le pareció que era la voz de Marta, pero no estaba seguro. ¿Cómo iba a estar levantada a esas horas? Bueno, se dijo, lo mismo que lo estoy yo.

De la oscuridad salió una luz muy tenue, que casi se arrastraba por el suelo. Al instante, cambió de dirección. Omar estaba algo desconfiado, pero cuando reconoció la voz de su amiga, se envalentonó. Se acercó y escuchó algo muy confuso. No parecía una voz humana. Después oyó a Marta:

–Te he dicho que no. ¿Quieres que me penen?

–¡Anda ya! Sabes cómo se enfadó mamá aquella vez.

–Que no seas pesado… Solo me dejan traerte huesos.

Omar caminó hacia allí. De pronto, se quedó todo oscuro y las voces se perdieron. Se aproximó más. No había nadie.

–Será mejor que me vaya a la cama –se convenció–. Creo que sueño despierto –Sin embargo, se extrañó de que la puerta que había cerrado estuviera ahora abierta.

Pasó por delante del dormitorio de Marta. Estaba abierto. La niña dormía en su cama. Esto le extrañó todavía más. Sacudió la cabeza y se fue a su habitación.

Lucas roncaba ligeramente. Se escurrió entre las sábanas que olían a lavanda. Sintió una sensación agradable. Luego se durmió y soñó con la daira. Unos camellos se habían vuelto locos y le acosaban por la Hammada. Corría delante de ellos topándose con las cabras que merodeaban por allí, pisando sus cagarrutas. Tenía que dar saltos de canguro para esquivarlas. Quería dejarlos atrás, pero iban tan rápido que parecían camellos de carrera. Al llegar a una playa de aguas turquesas con un arrecife de corales, miró hacia atrás y buscó a sus perseguidores. Estaban en la montaña y pateaban furiosos la arena. Escupían y gruñían mientras empezaban a bajar, y le enseñaban sus dientes largos y afilados. Empezó a temblar. No sabía por qué los camellos le perseguían. Lo único que podía hacer era lanzarse al mar.

Se alejó nadando a toda velocidad y cuando se dio cuenta de que no hacía pie, empezó a flotar. ¡Flotaba! Se emocionó al ver que era capaz de nadar y llegó hasta el arrecife. Cansado, se sentó sobre una roca. Desde allí volvió a mirar a los camellos que habían llegado a la orilla y le miraban amenazadores con sus enormes ojos de dobles hileras de pestañas. Ahora no les temía. Estaba a salvo sobre el arrecife y podía volver a la orilla cuando quisiera, así que se empezó a burlar de ellos con todas sus fuerzas. Entonces, los camellos desaparecieron como fantasmas y la playa se quedó desierta. En su sueño creyó que había sido un espejismo, o quizás cosa de Alá para que aprendiera a nadar. Nunca lo sabría…


En la piscina

Capítulo ocho

En la piscina

Omar estaba en la terraza tumbado en una hamaca. Llevaba las gafas de sol que Elsa le había comprado y con ellas leía Robinson Crusoe. Marta le había prestado el libro y se sentía el niño más feliz del mundo. Le gustaba mucho la lectura. En su pueblo apenas se conseguían libros y los pocos que había tenían que compartirlos. Por eso, la costumbre era que la familia se reuniera para leer cuentos. ¡Qué gozada, un libro para él solo! Devoraba las páginas y apuntaba las palabras que no conocía.

Marta había salido de compras con su madre, don Pancho daba su paseo mañanero y Lucas aún roncaba en la cama. A Omar le parecía que todo lo que le rodeaba formaba parte de un cuento en el que él era protagonista. Temía que de pronto desapareciera todo, como cuando despertaba de un bonito sueño y volvía a la realidad.

Se acordaba de su familia. ¿Cómo lo estarían pasando con las temperaturas a más de cincuenta grados? Estarían achicharrados dentro de la jaima. Con tan poco agua, que un buen baño era un lujo. No le importaría cambiarse por sus hermanas para que disfrutaran un poquito del clima de la isla, de las comidas, de las playas y de los campos. Las echaba de menos. Ojalá pudieran estar con él, les contaría la historia del libro que estaba leyendo.

Sintió abrirse la puerta corredera. Lucas, con bañador y una toalla en la mano, salió a la terraza. No saludó a Omar, aunque le preguntó qué leía.

Robinson Crusoe –contestó Omar–. Mola mucho. ¿Te vas a bañar?

–Claro, ¿para qué te crees que llevo el bañador? Escúchame, cuando quieras un libro me lo pides, no lo cojas. Son mis cosas, ¿vale?

–Vale –contestó Omar–, pero no lo cogí. Me lo prestó Marta. No sabía que era tuyo. ¿Puedo pedirte, entonces, que me dejes la bici un día? –aprovechó la ocasión.

–Sí, puedes pedírmelo –Lucas fue hasta la piscina. Lo pensó mejor y volvió atrás–. ¿Por qué viniste? Estábamos mejor sin ti.

–Supongo que sí…, pero hay veces que ella es la que decide y yo no puedo hacer nada.

–¿Quién es ella?

–Mi madre, claro. Quiere todo lo mejor para mí, por eso me mandó aquí.

–¿Tú querías venir?

–Sí. Mis amigos me decían que esto era como el paraíso. Yo quería conocerlo –se incorporó y cerró el libro–. Me gustan las aventuras, ¿y a ti?

–A veces. Lo paso bien con los scouts. Hacemos salidas como la del otro día.

–¿Por qué pareces estar siempre molesto?

–Creo que es por mi padre –contestó Lucas suspirando-. Tiene otra mujer y otra familia. Se ha olvidado de nosotros.

–¿Por qué lo dices?

–Casi no viene a buscarnos, ni a mi hermana ni a mí –le dio una patada a un monopatín que saltó por los aires y aterrizó en el mismo sitio–. ¡No tiene tiempo para nosotros!

–A lo mejor es verdad… Hay padres muy ocupados. El mío nunca está en casa. Está en el frente. Pero yo no me enfado.

–Pues yo sí. Por eso no quiero que vengan a mi casa, y menos que se queden en mi habitación –puso cara de fastidio y corrió a la piscina. Se lanzó al agua y nadó de un lado a otro como si un tiburón lo persiguiera.

Omar se levantó y caminó despacio. Bajó la escalerilla y se quedó pegado a la pared de la piscina. El agua le llegaba a la cintura. Se agachó hasta que le llegó al cuello y agitó los brazos como si nadara. Lucas apareció y se apoyó a su lado.

–Espero que no te hayas meado –le dijo riéndose al verlo chapotear como un pato.

–Claro que no –afirmó Omar–. Nos dijeron que no nos meáramos en las piscinas. ¿Tú lo has hecho?

–Sí. La piscina es mía…

Era la segunda vez en aquel día que Lucas daba una patada de camello a su orgullo, así que salió del agua diciéndole: ‹‹¡idiota!››. Lucas se quedó pasmado, lo miró y se fue nadando.

Omar se sentó en la hamaca enfadado. Don Pancho pasó corriendo y desapareció. Jo, pensó, ¿y a este quién le abrió la puerta? No he oído el timbre. ¿Tendrá también una llave mágica? En fin, mejor sigo con el libro para ver qué pasó con Viernes.

Un olor a tabaco le llegaba de algún lado, pero no le dio importancia y siguió leyendo. Estará fumando el dueño de la piscina, supuso. No, ahí está, presumiendo de nadador. Observó cómo unos aros de humo salían de la esquina. Se puso en pie y fue hacia allí. Tendido detrás de un arbusto, el orondo bulldog tomaba el sol con gafas oscuras. Omar se sorprendió y se echó a reír, pero no vio ningún cigarro.

Don Pancho se puso de cuatro patas y babeó las piernas de Omar. El chico echó a correr y el perro lo persiguió sin dejar de ladrar.

Desde la piscina, Lucas los miraba y le gritaba al perro:

–Grandullón, tírate al agua. ¡Vamos!, ven a jugar conmigo.

Don Pancho corría hacia Omar, que lo llamaba; daba la vuelta y atendía a los gritos de Lucas. Parecía un borracho majadero. Al fin se decidió y, dando un salto olímpico, se lanzó al agua. Por desgracia, cayó de plano sobre Lucas y el impacto lo lanzó contra el borde de la piscina, golpeándose la cabeza.

Omar no supo qué hacer cuando vio que Lucas sangraba por la cabeza. Llamó al perro y comenzó a correr de un lado a otro sin saber qué hacer. Lucas notó la sangre resbalar por su cara. Miró a Omar con ojos asustados y suplicantes. La vista se le nublaba, iba a perder el conocimiento. Y así fue. Su cabeza se inclinó y empezó a tragar agua. Don Pancho se dio cuenta de que algo extraño sucedía. Nadó hasta él y comenzó a empujarlo con la cabezota.

Sin embargo, el esfuerzo del bulldog no era suficiente. Omar sabía que tenía que hacer algo o Lucas se ahogaría. ¿Cómo no lo había pensado antes…? ¡El flotador de Marta estaba sobre la mesa de la terraza! Se apresuró a cogerlo y se lo puso. No se lo pensó más y se tiró al agua. Así pudo llegar hasta Lucas y levantarle la cabeza. Lo agarró por las axilas y junto a Don Pancho, que empujaba por debajo, logró acercarlo a la parte menos honda de la piscina.

Cuando Omar hizo pie, pudo sujetarlo mejor. Lo acercó a la escalera y consiguió apoyarlo allí. Luego se apretó contra él para que no se deslizara, aunque sabía que no podía aguantar mucho tiempo en esa posición. Casi no le quedaban fuerzas, el cuerpo de Lucas se le resbalaba. Rogaba para que Elsa regresara ya. Necesitaba ayuda para sacarlo del agua.

Como si sus ruegos hubiesen sido escuchados, reconoció las voces de la familia que entraba en casa. Marta se acercó a la piscina y llamó a su madre a gritos:

–¡Mamá, Lucas tiene la cara llena de sangre!

–¡Dios mío! ¿Qué ha pasado? –se metió en la piscina y cogió a Lucas en brazos–. ¡Omar, ayúdame, por Dios!

Tendieron al niño en el suelo. Marta trajo un cojín que le puso bajo la cabeza y Elsa se apresuró a buscar el botiquín. Omar se quedó al lado de Lucas y no pudo evitar que las lágrimas se le escaparan. Elsa examinó la herida y comprobó que no era profunda, pero necesitaba unos puntos. La limpió cuidadosamente y le pidió a Marta que le trajera el móvil para llamar a una ambulancia. Mientras tanto, Lucas recuperaba el conocimiento,  Omar se limpiaba los mocos y don Pancho, todavía sin aliento por el esfuerzo, jadeaba.

La recuperación

Capítulo nueve

La recuperación

 Después de permanecer unas horas en urgencias, los tres fueron dados de alta. A Lucas le vendaron la cabeza. A  Omar y a don Pancho les dieron un jarabe relajante y a todos les aconsejaron reposar por la tarde, así que descansaban en el dormitorio de Lucas.

–Omar –dijo Lucas en voz baja–, puedes coger mi bici cuando quieras.

–¿De verdad, de verdad me la prestas?

–Claro que sí. ¿No tienes bici en tu pueblo?

–Ojalá tuviera una, sería estupendo…

–¿Cómo juegas entonces? ¿No tienes playstation, ordenador, una wii…?

–Nada de eso. Tengo un balón y juego al fútbol con mis amigos. Tengo un fleje de ellos.

–Eso es genial. Me gusta mucho jugar. Antes lo hacía con mi padre, practicábamos todos los días.

–Puedes jugar conmigo si quieres. Yo juego descalzo.

–¿Descalzo? ¿Y por qué?

–No usamos zapatos. Todos jugamos así. Es guay… Me gusta más.

–No tenía idea. Voy a probar. Omar, no sé cómo…, bueno, me gustaría que fuéramos amigos. Yo…, yo no me he portado muy bien contigo. No quería que vinieras. Mamá me contó lo que hiciste por mí. Me dijo que te diera las gracias. ¡Gracias, colega!

No esperaba que Lucas le agradeciera lo que hizo. Se sintió confuso y no sabía qué decir. Así que se quedó callado un momento y respondió:

–De nada, colega. Gracias a Don Pancho que es un cacho perro y me ayudó un montón.

El bulldog levantó las orejas y le dio un lametazo. Omar apostaría que lo vio sonreír. ¿Tendría razón Marta y era mágico?

Marta entró en el dormitorio para llevarse al bulldog y también a Omar. Lucas se quedó  solo descansando por orden del médico y pensando que, de no haber sido por Omar, se hubiese ahogado aquella mañana. En ese momento tocaron en la puerta y Tomás se asomó.

–¿Cómo te encuentras, Lucas? Me han dicho que te gusta romper piscinas con la cabeza. ¿Es verdad? Ja, ja.

–¡Qué gracioso!

–Déjame ver esa herida. ¡Pareces un sultán con el turbante!

–No bromees, papá. Casi me ahogo, gracias a Omar estoy vivo.

–Sí, ya me lo dijo tu madre. ¡Toma! Te compré este libro.

–¡Bien! Harry Potter. El libro que quería.

–Pues nos vamos a pasar la tarde leyéndolo, ¿vale? –Tomás rodó una silla, se sentó y añadió–: Ponte bien pronto. La semana que viene nos vamos de pesca.

***

Al día siguiente, Lucas descansaba en el salón. Llamaron a la puerta y al instante entraron  Ely y Bea.  Ely se acercó y le dio un beso en la mejilla. Los colores le subieron a la cara y el corazón le empezó a palpitar. No le hubiese importado golpearse la cabeza otra vez con tal de que ella volviera a besarlo.

Se sentó junto a él y Lucas le acarició la mano. Bea los miraba burlona.  Ely se levantó de sopetón y se dirigió a la puerta de la terraza.

–¿Se han fijado en cómo está el tiempo? Hay un montón de calima, casi no se ven las montañas. ¡Qué pasada…! –exclamó.

–Déjame ver –Omar entraba en ese momento y se apresuró a mirar–. Esto no es nada. Si pudieran ver la cantidad de arenas voladoras que hay en el desierto… ¡Eso sí es una pasada! Hay tormentas que te pueden dejar enterrado.

–¡Qué miedo! –comentó Bea metiéndose una galleta en la boca–. Aquí, cuando tenemos tiempo de sur, se queda todo amarillo y no se ve nada. Cerramos todas las ventanas para que no entre el polvo y se mete un calor horrible.

–También hace mucho viento –confirmó Lucas–. ¿Se acuerdan cuando se cayeron aquellas palmeras encima de los coches?

–Yo sí me acuerdo –respondió Ely mirando a Lucas–. Y también que cortaron algunas carreteras porque había árboles tirados en el suelo que el viento arrancó.

–Cuéntanos cómo son esas tormentas, Omar –dijo Lucas.

–Bueno… –se quedó pensativo un momento–. No hace mucho tiempo, jugaba con mis primos Nasser y Ayed. Dábamos patadas a una botella de plástico. El viento nos arrastró, parecía que te quería levantar y llevarte. El polvo se te metía en los ojos y la botella se alejaba dando saltos de gigante. Corríamos detrás de ella y otra vez se nos escapaba. La tarde se oscureció y el cielo se puso rojo, rojo, como pintado de sangre.

–Si llueve con el cielo así, ¿la lluvia es roja? –Quiso saber Bea.

–No lo sé… El agua que yo he visto caer es canela y sucia –afirmó Omar–, como si lloviera barro.

–¿Lluvia roja? ¡Anda ya!, eso no existe. No seas tonta –respondió  Ely.

–Sigue, Omar –Marta lo miraba con atención. Le gustaban las historias que contaba de su país–. ¿Qué pasó con la tormenta?

–Nos fuimos a casa. Mi madre había cerrado la tienda para que no entrara arena. Dijo que si no cesaba el viento, iríamos a dormir a la casita que tenemos al lado de la jaima. Allí prepara la comida y lava la ropa. Me acuerdo de que cenamos cuscús y un pastel de dátiles que nos regaló tía Fátima. Comíamos en silencio y nos mirábamos cada vez que el viento le daba una patada a la tienda.

–Pues bien, nos fuimos a dormir y nos despertaron las arenas voladoras que sacudían la tienda. La jaima temblaba como si quisiera volar. Teníamos miedo de que una ola de arena pudiera sepultar nuestra casa. Mis hermanas se habían levantado y Tala, la más pequeña, lloraba. Entonces, sacudieron la tienda con fuerza. Nos abrazamos a mamá. Ilham también empezó a llorar.

–¿Tú no lloraste? –preguntó Bea.

–Sí, un poco. No tanto como mis hermanas… Me tuve que hacer el fuerte delante de ellas.

–¿Qué pasó entonces? –preguntó Marta mientras acariciaba a don Pancho, echado a su lado.

–Lo que te dije. Una ola de arena pasó por encima, nos empujó y siguió rodando por La Hammada. El estruendo se fue alejando y mi madre dijo: gracias a Alá, lo peor ya pasó.

–¡Qué valiente eres, Omar! –le sonrió Marta–. Yo me hubiese cagado de miedo.

–No hables así –la reprendió Lucas–, o te voy a lavar la boca con jabón.

–Oh, se me había olvidado –Ely cortó a Marta que iba a responderle a su hermano–. Te traje un regalito, Lucas…, es una chorrada –Lucas siguió a la niña que se había levantado a coger su bolso–. Mira, ábrelo –le entregó un paquetito envuelto en papel de regalo.

–¿Para mí? ¿Qué es? –lo desenvolvió con rapidez y sacó un puzle de un barco velero.

–Es para que no te aburras. ¿Te gusta?

–Me gustas tú –le dijo en voz baja sin levantar la vista.

–Tú a mí también – Ely soltó una risita y salió corriendo a sentarse con los demás.

***

Eran las once de la noche y ya estaban acostados. Lucas, con los brazos detrás de la cabeza, pensaba en Ely. Estaba contento. Le preguntó a Omar si dormía.

–No, todavía no.

–¿Te gusta Ely?

–Sí…, como una amiga. Como novia me gusta Hana. Tú no la conoces, es guapísima.

–Ely también. Me gusta un montón…, y creo que yo también a ella. –Omar sonrió y Lucas continuó:

–Me mola cuando se pone ese traje verde con el lazo a la cintura. Y me gusta cómo huele a manzanas. Oye, ¿quieres aprender a nadar?

–¡Pues claro…!

–Te voy a enseñar, ¿vale? ¿Empezamos mañana? Voy a ser el entrenador. Primero te pones los dos manguitos. Cuando te sientas seguro, te quitas uno; y luego, el otro. Verás qué fácil va a ser. Aprenderás enseguida –se dio la vuelta y se durmió feliz.

Omar no le dijo que casi sabía. Noches atrás, nadó hasta un arrecife perseguido por unos camellos fantásticos. Pero le tomaría el pelo. De todas maneras, tan solo fue un sueño…

De pesca

Capítulo Diez
De pesca

Se despertó sobresaltado. Alguien lo zarandeaba. Abrió los ojos y se encontró con los de Lucas.

–¡Vamos, Omar! ¿A qué esperas? Mi padre vendrá en una hora y todavía no hemos bajado al sótano a buscar los bártulos de pesca. ¡Levántate ya!

–Está bien, está bien… Anoche me desvelé, apenas dormí. Lo siento.

Se oyó la bocina del coche. Elsa se asomó a la ventana para avisar a Tomás de que los niños saldrían en unos minutos.

–Buenos días –dijo Omar al subir al coche–, se nos ha hecho un poco tarde por mi culpa. Me quedé dormido.

–Hola, papá. Yo me siento atrás con Omar. ¿Te acordaste de la carnada?

–Sí, me acordé de todo: de la carnada, de las cañas, de los bocadillos, de los refrescos…, y hasta de venir a buscarte.

El coche emprendió la marcha y media hora más tarde subían a la embarcación LUCAMAR, atracada en el muelle deportivo.

–Pónganse los chalecos salvavidas, niños. Sobre todo tú, Omar, que todavía no nadas bien –dijo Tomás–. No se olviden de los gorros, hace mucho sol hoy.

–Vale, Capitán. A sus órdenes –Lucas se cuadró y saludó llevándose la mano a la frente.

La embarcación salió del puerto a poca velocidad y enfiló mar adentro saltando sobre las olas. El agua que levantaba a su paso les caía como una ducha refrescante. Lucas se coló por delante de su padre y cogió el timón. Omar iba sentado en el banco fuertemente agarrado  a la borda. No se atrevió a levantarse hasta que el motor paró.

–Echa el ancla, Lucas. Que el barco se mantenga aproado al viento. Nos quedamos por aquí. Omar, ayúdame a preparar la caña. Sujétala así, ¿vale? Saca un poco de hilo y frena la manivela para que no se suelte. Bien…, ahora le vas a poner la carnada. Lucas te enseñará.

–Mira cómo trabo el trozo de calamar en el anzuelo –le explicaba Lucas–. Es muy fácil.  Solo tienes que engancharlo así… ¿Ves? Inténtalo tú ahora.

–Vale… ¿Cuándo vamos a echar un lance? –Omar se impacientaba.

–Desde que aprendas lo que te estoy diciendo. Trae aquella caja, porfa. Voy a coger otro plomo más pesado. Tranquilo, que ya vas a aprender a lanzar. Anda, coge tu caña y mira cómo lo hago yo –lo animó–. No hace falta que lances el nylon muy lejos, con el plomo ya baja. Cuando coja fondo, recoge un poco.

–¡Te están picando, Omar! –le avisó Tomás–. Fíjate cómo se curva la punta de la caña. Tira, tira ahora y engánchalo… ¡Bien hecho, muchacho! –Omar hacía un gran esfuerzo–. Ahora gira la manivela para recoger. Sigue, sigue así… ¡Caramba, mira lo que has cogido!

Un jurel de buen tamaño asomó. Luchaba por destrabarse a sacudidas. La alegría se dibujó en el rostro de Omar cuando Tomás le quitó el anzuelo y lo metió en el balde.

A Tomás solo se le pegaban los peces pequeños y los lanzaba por la borda. ¡No era su día de suerte!

–¿Por qué tiras el pescado? –preguntó Omar.

–Solo tiro los pequeños. Hay que devolverlos al mar para que se hagan grandes, ¿comprendes? Pero no te preocupes, con ese ejemplar vas a presumir de pescador de primera –señaló el balde donde el jurel todavía se movía–. ¡Ese viene con nosotros!

–¡Mira, Tomás! –exclamó Omar señalando a lo lejos con el índice–. Están saliendo peces gigantes del agua… ¡Por allí!

Son delfines –contestó Tomás–. Están jugando. Saltan y dan vueltas en el aire.

–¡Pero qué bonitos son! ¿Atacan a las personas? –Quiso saber Omar.

–Oh, no, son amigos. Siguen a los barcos, son curiosos –le aclaró–. Además, son muy inteligentes.

***

Tuvieron una buena pesca e hicieron un descanso para los bocadillos y los refrescos. Las horas pasaron volando y Tomás decidió regresar antes de que cayera la noche. Hicieron el recuento. Resultó que Lucas fue quien más había pescado. Presumía de campeón delante de su padre, gastándole bromas.

La tarde estaba tan quieta que parecía dormida. Tomás le permitió a Omar llevar el timón y la embarcación se deslizó con suavidad.

–Pronto vamos a pasar frente a una baja –avisó Lucas.

–¿Y qué es una baja?

–Es una roca enorme que sale del fondo del mar, no se ve porque no llega hasta la superficie. Algunos barcos han chocado contra ella y están hundidos abajo –respondió Tomás.

–Sucedió hace muchos años –intervino de nuevo Lucas–. Más de cien. Mi padre me lo contó. Uno de los barcos se hundió con un tesoro.

–¿Un tesoro? –preguntó Omar sorprendido–. ¿Era un barco pirata de los que llevan una calavera en la bandera?

–No –respondió Tomás–. Era un velero de tres palos, un trasatlántico. Se llamaba Alfonso XII. Transportaba pasajeros y cofres con monedas de oro.

–¿Qué le pasó a la gente que iba en el barco? –se interesó Omar.

–Los pescadores fueron con las barcas y les ayudaron. Ninguno se ahogó –contestó Lucas.

–¡Qué suerte que estuvieran cerca!

–Parte del tesoro sigue en el fondo de mar –continuó Lucas–. Algunos buzos bajaron y subieron algunos de los cofres, pero no todos. ¿Verdad, papá?

–No, no todos. Aunque cuando se extendió la noticia, bajaron los buscadores de oro, unos buceadores aficionados, pero no lo rescataron. Solamente consiguieron algunas monedas, campanas, restos de loza, marcos de cuadros… Poca cosa. Bueno, estamos llegando a puerto. Déjame el timón, Omar, esto no es tan fácil.

***

El coche paró frente a la casa. Omar se despidió de Tomás y, cogiendo el pescado, entró en la casa. Llamó a don Pancho. Lucas se quedó con su padre para recoger las cañas y la caja de la pesca.

–¿Qué, campeón? –Tomás abrazó a su hijo–. El mejor pescador que conozco, después de mí, claro. ¿Te lo pasaste bien?

–¡Fantástico! ¿Cuándo vamos a pescar otra vez?

–¡Pronto, hijo, pronto!

–Entonces, hasta pronto… ¡Te quiero, papá!

–¡Y yo a ti…! –le gritó desde el coche, mientras veía a Lucas alejarse hacia la casa.