A la mañana siguiente su madre lo llevó al colegio igualmente.
Pepe, a falta de un plan mejor, optó por el de «ignorar las burlas».
Mochila en mano, orgullo dudoso en pecho y parche en el ojo, reunió todo el valor que pudo y se dispuso a entrar al patio. ¡Hasta yo estoy nervioso!
¡Viva Pepe Parche!
De nuevo la misma canción. No había ni cruzado el umbral de la conserjería del colegio… ¡Tuerto! ¡Amorfo!, y ya sentía Pepe que la mirada le caía a los pies entre tanta burla.
¡Bobilín! ¡Un ojo!
Los profesores intentaban mantener la decencia, pero en cuanto le daban la espalda al parche, continuaba la mofa. Ya era oficial: existían DOS cosas en este mundo que envenenaban y enfurecían a Pepe por dentro: la palabra PEPE y la palabra PARCHE.
Pobrecito.
Pasaron algunos días (no recuerdo ahora mismo la cantidad), intentando llevar a cabo el plan de su padre: lo que tienes que hacer es ignorarlos, si te molestas… te lo hacen más…
Muchas gracias padre de Pepe, pero no había manera. Todo seguía como si nada. Fracaso estrepitoso del plan. Lo más importante de ignorar las burlas es que sea verdad…
El problema es lo mal que disimulaba Pepe sus emociones. Su expresión hablaba por él.
¿Qué hacer con tanta frustración? ¿Pataleo? ¿Pego puñetazos al viento? ¿Lloro? ¿Grito? ¿Grito mucho?
Eso pensó: ¡gritar tan fuerte como le permitieran los pulmones!
Guardaba enfado de sobra para gritar tres años seguidos. Si grito lo bastante fuerte, a lo mejor se asustan y me dejan en paz.
¡Ay, qué enfadado estaba! Voy a gritar, ¿eh? ¡Voy a gritar!
¿Lo hizo? No, nunca, ni de lejos, ni en sueños, ni loco.