Capítulo 1

Pepe Parche,
de Abián de la Cruz

Érase una vez que se era… Así creo que era, no sé, como empiezan todos los cuentos. Este será igual por descontado… En fin, perdón por esta enredadera, pero no puedo podarla. Me deja el jardín tan bonito y la lengua tan atrofiadaAtrofiada Paralizada que no me aclaro y carraspeo, claro…

Ejem, ejem…

Érase una vez la pequeña historia de… ¡Qué digo pequeña! ¡Pequeñita! ¡Diminuta! La diminuta… ¿He dicho diminuta? ¡Minúscula! ¡Microscópica! ¡Atómica! Eso: ¡la atómica historia de Pepe Parche!
Pepe era un niño como todos los demás, es decir, absolutamente excepcional y único. Le gustaba mucho jugar, correr, saltar, pisar crujientes hojas otoñales, mancharse de barro los pantalones, la merienda… Vamos, lo que le gustaba a cualquier niño normal, excepcional y único.
Si bien es cierto que la alegría lo acompañaba en casi todas sus aventuras, había UNA cosa que no podía aguantar, algo que lo envenenaba y enfurecía por dentro: ser nombrado como PEPE. ¡Pepe es nombre de viejo!, decía frustrado, no me llamen así, ¡jopé!
No había manera. Cuanto más pedía a los demás que lo llamaran por su nombre de verdad, más se le pegaba como un chicle a un zapato ese ridículo «Pepe» retumbando en su cabeza como un martillo. Pepe, Pepe, Pepe…
Solo le quedaba resignarse. Pobrecito.
Sin embargo, y casi sin previo aviso, la casualidad quiso regalarle una sorpresita…
Un día empezó a ver raro. Y no porque al planeta le sobre rareza.
¡Vaya, hombre! Donde antes había un objeto, ahora parecía estar… difuminándose. Se frotó los ojos y vio algunas calles apagarse. ¡Ay, mi madre! Se frotó de nuevo los ojos y el resto del camino se apagó todavía más…
¿Qué pasa? ¡Casi todo está negro, mami!
¿Qué hizo mami con tanta sombra? ¿Asustarse? No, lo que hay que hacer: llevar a su hijo al «médico de los ojos».