Cap. 2

Como te iba diciendo, soy un suertudo al poder disfrutar de mis abuelos porque gracias a ellos tengo un presente y, si todo va bien, tendré un futuro. Pedro, mi abuelo, está recién jubilado, aunque no para de ir a la huerta a asachar[4] las papas y podar la vid. Tiene de todo plantado: cebollas, calabazas, bubangos, zanahorias y pantanas. En los tres gochos o canteros que tiene, hay un árbol de cada especie: aguacatero, guayabero, naranjero, limonero, granada, duraznero y hasta una platanera. También hay dos o tres plantas, entre ellas: unos rosales y orejas de burro o calas, como la repelente de mi vecina se antoja en decir. Además, tenemos nardos, claveles, algún que otro gladiolo y lirio.

De todo lo que tiene mi abuelo plantado lo que más me llama la atención es el trigo y la cebada porque me recuerda a que nuestros antepasados, los guanches, también lo molían. Así lo hacemos nosotros en las piedras de molino que tenemos en el patio; si bien antes lo tostamos en una sartén grande y luego lo trituramos o molemos en las piedras. En casa del abuelo es un ritual este proceso y tocamos el bucio, que es una caracola, en recuerdo de las costumbres de los guanches.

También hacemos ristras[5] de ajos y cebollas. Mi abuela se ocupa de otros menesteres, como dice ella. Es una luchadora, puesto que superó un cáncer de mama o de pecho. Estos cánceres cada vez son más frecuentes en las mujeres, pero ya no es como antiguamente, como dice mi vecina la chismosa. No soporto a señá Nicolasa porque está todo el día de casa en casa llevando y trayendo todo lo que averigua.

Doña Nicolasa ronda los ochenta años y enviudó joven. Aun así, parece guardar luto tras cincuenta años, puesto que siempre viste de negro con un sombrero en la cabeza y un bastón. Su único hijo, por lo visto, está en el extranjero y vive sola. Pero a mí me da rabia que esté todo el día de pregunta en pregunta para enterarse de todo e ir regándolo por todas las casas del pueblo. La abuela ya le tiene pillado el truco y, cuando no quiere contestarle, le empieza a preguntar por su hijo y por las cosas que a ella no le gusta que se sepan.

Lo único que me agrada de ella es que por el día de Reyes todos los años me regala dos pares de calcetines y pienso que al menos se le ve el detalle por tanto calvario que es aguantarla todo el año, especialmente los fines de semana que me saca de la cama cuando todavía estoy durmiendo. La mujer tiene un fastidioso timbre de voz, alto y agudo, que se te mete en la cabeza y hace imposible seguir descansando.

La abuela siempre me dice: «Estudia, muchacho, que yo sí que he pasado calamidades y penurias. Desde chinija siempre trabajando». Y es que a ella, cuando llegaba la época de la zafra o recogida de tomates, tras horas a un sol de justicia, le tocaba cargar sobre su cabeza las cestas que había que llevar a los camiones para luego ir a la empaquetadora y seleccionarlos. También le tocaba vender pescado, puesto que sus padres eran pescadores y la mar no siempre daba para comer cuando los temporales de viento y de mar hacían imposible la faena.

Ella se reía de todo y decía que tenía la piel salada por la maresía. Tenía un humor envidiable, lo decía todo el mundo. Cada expresión que salía de su boca iba cargada de picardía. Por ejemplo: según ella, olía a pescado porque, de tanto limpiar las escamas y ponerlo a secar, el olor se había impregnado en su piel. Sonriendo, afirmaba que era una nueva fragancia de colonia y que si la comerciara, se haría rica.

De pequeña, colgaba cantidad de pescado al sol y se le llamaba jareas. Me explicó que las jareas son todo tipo de pescados (salemas, viejas, y tollos) que se ponen a secar durante cuatro días. Previamente, se sala con agua de mar y se orea o jarea (esto es, secarse al sol) durante ese tiempo. Ella decía preferir el campo al trabajo en la mar porque algún que otro familiar perdió la vida en el océano.

A mi abuela le encantan las flores y, de todo cuanto hay en la huerta, siempre el abuelo le trae algunas a Joaquina, que es como se llama ella. La verdad es que mis abuelos lo son todo para mí.

Ellos se conocieron en esos bailes de antes en los que un grupo con laúdes, timples y guitarras tocaban cuando los dueños de las casas quitaban los escasos muebles. Joaquina decía que el abuelo siempre fue un zalamero y embaucador porque conquistaba con la sonrisa y esos ojos azules. Tenía muchas pretendientas, pero ella lo hizo rabiar ignorándolo. Cuando fue a pedirle la mano a su madre para bailar, ella le dijo que con aquel no bailaba, porque era un pillo.

Que te digan que no, en muchas ocasiones hace salir de ti la capacidad y la fuerza necesaria para alcanzar lo prohibido. Lo cierto es que al abuelo le hirió el orgullo ser rechazado y con ese desplante, sin darse cuenta, fue presa de la táctica de la abuela. Ella dice entre risas que las mujeres tienen trucos para hacer caer rendido a cualquier hombre. No sé cuáles serán esas técnicas, pero la verdad es que aquel desplante fue fundamental para que ellos se terminaran casando.

El abuelo, por el contrario, cuenta que la abuela era una mojigata, que no tenía pretendiente alguno, que lo único que tenía bonito era la sonrisa y los ojos verdes. También dice que si no fuera por él ella estaría vistiendo santos (al parecer esta expresión se aplicaba a las mujeres cuando no se casaban).

La abuela era medio morena, aunque siempre se tapaba para no coger sol. Fíjate cómo han cambiado las cosas, que antiguamente tener la piel blanca era signo de finura y distinción, puesto que las mujeres de familias de dinero no hacían trabajos en el campo o la mar y su piel era blanquecina. ¡Quién viera a esa gente de antes hoy en día!, las lenguas se les caerían a pedazos hablando de cómo se pasan horas y horas al sol sin la parte superior de sus bikinis. Hacemos todo lo contrario y estamos todo el día como lagartos tumbados en la playa para coger sol y ponernos lo más moreno posible.

Nuestro pueblo ha crecido tanto en los últimos años que ya poco guarda de la vida rural que describen ellos. Seguían existiendo huertas, pero las personas habían dejado sus casas de la zona alta y habían emigrado a la costa. También el pueblo había sufrido la llegada de mucha gente que había comprado y hecho del lugar su segunda residencia o, huyendo de Santa Cruz y La Laguna, habían fijado su residencia allí, buscando las buenas temperaturas junto a la orilla del mar.

De la pesca poco quedaba y el muelle era compartido por embarcaciones de ocio y recreo. Los abuelos decían que ya nada quedaba de la vida de antes y, aunque lo contaban con añoranza, la abuela le soltaba: «¡Cállate, viejo loco! Gracias a los guiris[6] no estamos pasando miseria». Y es que la abuela habla de aquellos tiempos donde comer, lo que se dice comer era llevarse a la boca unas papas guisadas con cebollas y las pocas jareas que no se vendían. «Cuando intercambiaban unas jareas por una gallina o un trozo de carne, veían el cielo abierto», decía sonriendo. Antes todas las familias tenían animales en casa y, tras la matanza, su carne se almacenaba en bidones con sal para ser comida durante el año. Por eso me dice que jamás trate mal a un turista, porque gracias a ellos tenemos la vida tan próspera que llevamos.

Por la calle la gente siempre me señala, y es que soy producto de una historia familiar diferente. Mis abuelos me han enseñado a aceptar mi historia y a no resolver las ofensas a golpe de puñetazo como solía hacer cuando era un mocoso. Te cuento, para que conozcas algo más de mí, que mis padres eran toxicómanos y en muchas de esas peleas habituales entre ellos se insultaban y se pegaban mutuamente. En palabras de la abuela: «casa donde se pierde el respeto, casa que se destruye». Su hija, mi madre, se llamaba Candelaria y siempre fue una chiquilla alocada. Nunca escuchó los consejos que le dio, jamás hizo caso alguno porque todo se lo tomaba como que mis abuelos estaban contra ella.

Al igual que yo, mi madre era muy despierta y en la escuela aprendía con facilidad, aunque era una niña tímida y poco habladora. Un día todo cambió porque se metieron en el pueblo las drogas y aquella niña tímida se transformó y, si bien no dejó de ser dulce con la abuela, continuamente tenían intercambios fuertes de palabras. La abuela dice que el abuelo nunca quiso ponerle una mano encima, pero que ella le dio unas cuantas nalgadas y algún cachetón que otro porque la llegó a empujar. El primer y único cachetón de la abuela, dice entre lloros, fue el más doloroso de su vida. En ese momento, sintió que la había perdido.

Mi madre se enamoró locamente de mi padre, César, uno de aquellos chicos con tan buen corazón a los que las drogas habían transformado. Él traía la droga al pueblo y, casi sin darse cuenta, a la segunda noche que faltó a dormir en casa, mi madre apareció embarazada. Fue un disgusto muy grande para los abuelos.

A los dos años de nacer yo, ella llegó un día con unos moratones en el rostro. La abuela dice que la violencia destruye todo y me jura que ambos se pegaban continuamente. En una ocasión, el que era mi padre llegó con cortes en la ropa y en la piel. Por lo visto, mi madre se los había hecho y ella no lo negaba. La abuela decía que su hija era muy celosa y que, junto a las drogas y el alcohol, se terminó de convertir en un ser oscuro.

La abuela sabía que tarde o temprano todo acabaría mal y sentía tristeza por mí. Todo empezó a cambiar cuando la asistenta social amenazó a mis padres. Les advirtió que, si no cambiaban o me entregaban a los abuelos, les quitarían la custodia y me entregarían a otra familia. Fue entonces cuando los abuelos se hicieron cargo de mí.

Un día, en medio de aquel descontrol de drogas, alcohol y agresiones, el coche en el que viajaban se precipitó por un barranco y murieron. Yo tenía escasamente tres años. Solo puedo decir que pocos recuerdos me quedan de ellos, junto con algunas fotos y las palabras de mis abuelos, que afirman que ambos me querían, pero que las drogas transforman a las personas.

Mi historia siempre ha sido el blanco de muchas conversaciones, centro de burlas y siempre a mi paso se creaban cuchicheos y yo oía murmullos. El primer puñetazo que di a alguien fue cuando me dijeron por primera vez que debía haber muerto con mis padres, porque llegaría a ser lo mismo que ellos: una mierda. La ira me embargó y, movido por la locura, le reventé la nariz a aquel muchacho.

Mi vida no ha sido fácil, puesto que continuamente he recibido desprecios e insultos y durante mucho tiempo reaccioné sin cordura alguna. Sé que no debería ser así, pero lo cierto es que durante años todos esos comentarios, miradas, dedos acusadores me afectaban profundamente y me herían. Solo tenía deseos de que sufrieran en carne propia el dolor que yo sentía cuando me trataban así. Decidí ponerme en contra de los malos y hacer guerra continua contra todos ellos. Había decidido ser un diablo, como decía mi abuela, que lloraba amargamente. Hasta que un día, con nueve años, la cosa empezó a cambiar.

Antes hubo mil historias, aunque muchas de ellas se pueden designar como ruindades. Salíamos por el pueblo y hacíamos peleas entre casetas de morros o piedras. En las piteras[7] había unas vainas que nosotros llamábamos pitangas y, cuando estaban verdes, nos las tirábamos unos a otros. En una ocasión, uno de mi equipo tiró a la otra caseta y le dio a otro niño en un ojo con tan mala suerte que casi lo pierde. Pero, ¿adivinas a quién le echaron la culpa? Pues al que siempre le achacaban todas las ruindades. La madre de este muchacho vino encolerizada a por mí amenazando con que, si perdía el ojo, llevaría a los abuelos a la cárcel. Yo no pude callar y le solté que le preguntara a su hijo, que yo no había sido porque estaba en el mismo equipo que él. Viendo que podía ser verdad, me respondió que seguro que había sido culpa mía por haber inventado aquel juego tan peligroso.

Mi abuela no ganaba para disgustos. Pedro, el abuelo, por el contrario, estaba más tranquilo. Esa pequeña colleja que me daba quería expresar lo mismo, pero sin tanto alarmismo. Por aquel tiempo la yaya empezó a palidecer y se le cayó aquel pelo negro tupido. Yo no entendía nada y escuché  decir a la chismosa de la vecina: «Si el tratamiento no funciona, morirá». En un primer momento, no comprendía nada y seguía con mis trastadas, hasta que un día la ingresaron en el hospital. No la podía ver y, cuando el abuelo la visitaba, me quedaba en casa de otra vecina que era muy buena conmigo.

El día que la dejaron salir quise acompañar al abuelo y cuando ambos llegaban a la puerta del hospital, salí volando con los brazos abiertos. Ella me abrazó y me besó con tanta ternura que curó mi alma. Llorando, le pedí a la abuela:

—¡Abuela, no te mueras!

—Solo con una condición —dijo entre lágrimas—. Prometo luchar por vivir muchos años si empiezas a cambiar: se acabaron las peleas y las riñas, porque necesito tranquilidad para tener salud.

Y así fue. Quien no supiera la historia pensaría que me estaban medicando con ansiolíticos o algún extraño medicamento. Las profes, porque mayoritariamente eran mujeres, me sacaban de clase y me preguntaban si me encontraba bien. Pasaron las semanas y me tocaban el pelo o me ponían la mano en el hombro en señal de cariño. Un día, sonriendo, la maestra de Religión, seño Soco, como la llamábamos, dijo unas palabras que me hicieron sentir identificado. En voz alta ante mis compañeros afirmó que yo era como el Ave Fénix en la mitología griega, un ave que desprendía fuego y que renacía de sus cenizas, que había que matar lo viejo para dar paso a una nueva vida de luz. Ahí surgió en mí el deseo por tatuarme aquella ave mitológica en alguna parte del cuerpo y tal vez también una cruz. Al final, toda la devoción de mi abuela me había marcado.


[4]. Sachar, asachar, asechar: verbo transitivo Acollar. Recubrir con tierra el pie de las plantas, mover. La tierra con el sacho.

[5]. Las ristras son trenzados de ajos, cebolla o pimientas que se hacen para conservarlas y están unidas unas a otras formando una especie de ramo o manojo.

[6]. Término que se usa en Canarias para referirse a los turistas extranjeros.

[7]. Plantas enormes con un pico al final y llenas de espinas por los lados. En el centro, sale una espiga robusta floral conocida como maguén, de la que salían tras las flores una especie de capullo que contenía las semillas.