Pg. 53

Extremé las precauciones al máximo.
Como si estuviera entrando en un castillo lleno de enemigos, palpando las paredes con mi espalda, me encaminé a esconder el disfraz de enmascarado en un petate bajo uno de los asientos del anfiteatroAnfiteatro Anfiteatro: Piso alto de cines o teatros, con asientos en gradería., en el segundo piso, justo encima del palcoPalco Palco: Espacio en forma de balcón con varios asientos que hay en los teatros. central que ocuparían don Feliciano y Leticia del Cielo. Aproveché –estaba todavía la sala vacía– para ensayar el salto en dos ocasiones. Debía dejarme colgar, balancearme un poco y ¡zas!, tirarme en plancha. Para escapar, la cosa tenía algo más de dificultad, porque debía ponerme de pie en la barandilla manteniendo el equilibrio, con riesgo de resbalar y caer al patio de butacas; luego tendría que izarme a pulso ayudándome de los balaústres. Los ensayos me demostraron que estaba capacitado para hacerlo, así que gané confianza: el éxito de la Operación Esmeralda estaba asegurado. Me faltaba escribir la carta y esperar la hora del concierto.
A la encarecida y distinguida señorita Leticia del Cielo:
Me atrevo a escribirle estas líneas y a entregarle esta carta de la manera en que lo hago porque no he logrado acceder a usted de otro modo más correcto. Hoy hace cincuenta y cuatro días, casi dos meses, desde que la vi por última vez y en mis oídos aún suenan, como una música dulce, las palabras que me dedicó al acudir en mi ayuda. Nunca pensé que mi nombre pudiera convertirse en poesía, pero así fue cuando usted lo pronunció.
He vivido –¿o estoy muriendo?– este tiempo pensando sólo en el momento en que pueda estar junto a usted, los dos solos, para poder confesarle lo que en mi corazón guardo.
Por favor, si usted, como creí ver en sus ojos, también siente algo especial por mí, no me haga sufrir más y deme la esperanza en forma de una cita. Acudiré a donde y cuando usted me diga.
Suyo hasta la muerte.
Jorge Fernández Tabuenca

Pg. 55

En el Pérez Galdós flotaba un tenso nerviosismo. Don Servando, después de la amedrentadora visita del chófer de don Feliciano, tuvo que tomarse tres copazos de coñac para que la sangre le volviera al cuerpo. Estuvo en un tris de no salir del teatro hasta que llegara la noche y de no avisar ni siquiera a su familia, pero tenía una obligación moral con don Lucas, nacida de una entrañable amistad que había crecido al compás del placer por la música que ambos compartían, que superaba hasta la imagen terrorífica de la Luger Parabellum. En vez de enviarme a mí, como hacía casi siempre cuando requería la presencia del párroco, don Servando prefirió ir en persona hasta Santo Domingo, para saltarse el mandato del gnomo de don Feliciano y avisar a don Lucas de la presencia del maestro Caruso, y de paso confesarse. Tras la experiencia sufrida necesitaba que su alma recuperara la paz.
Don Lucas acudió eufórico al teatro junto a don Servando y le prometió que no saldría de nuestra habitación, desde donde podría presenciar el recital a través del ojo de buey disimulado en la pared sin ser descubierto. No obstante, antes de subir, había pasado por el escenario para dar su visto bueno a la afinación del Steinway; estaba perfecto, listo para la gloria. Don Lucas no paraba de hablarme del privilegio enorme que Dios había tenido a bien darnos con la oportunidad de escuchar en directo la voz de los ángeles, encarnada en Enrico Caruso. Me decía, y se cumplió, que no olvidaría jamás esa fecha en que vimos sobre las tablas del Pérez Galdós al napolitano de oro.

Pg. 57

Después de nuestra conversación, le había perdido la pista a Olegario, pero estaba convencido de que no me fallaría. Don Lucas seguía parloteando con más ahínco ante la inminencia del comienzo del espectáculo. Desde hacía un largo rato, no me había separado del ventanuco que daba a la calle, hasta que vi el morro inconfundible del RollsRoyce azul Prusia de don Feliciano. Pegué un respingo como si estuviera activado por un resorte, don Lucas se extrañó; pretexté que necesitaba ir al baño. Había dado comienzo por fin la misión. Me parapeté tras los barrotes de la escalera para ver de lejos la entrada triunfal de don Feliciano, que acompañaba a un hombre de rostro vivo y luminoso, que identifiqué con Caruso; tras ellos apareció, con un traje de pedrería en rosa, una princesa de cuento de hadas con el nombre de Leticia del Cielo.
Observé con extrañeza que don Feliciano portaba una cartera. Debía de ser muy importante para llevarla consigo en un evento como aquel.
Cruzó de inmediato como una centella por mi mente la idea de apoderarme de la cartera al deslizarme en el palcoPalco Palco: Espacio en forma de balcón con varios asientos que hay en los teatros., no para robarle sino para entregársela cuando este se diera cuenta de que la había extraviado. Quedaría ante él como el buen chico que le recuperó sus documentos perdidos, así me ganaría su confianza y no vería con malos ojos mis pretensiones hacia su hija. Total, la jugada que estaba a punto de comenzar era arriesgada, subir un poco más las apuestas no iba a modificar gran cosa las consecuencias. Me equivoqué por completo.

Pg. 61

Todos mis sentidos estaban puestos en calcular los movimientos que había de llevar a cabo, pero cuando empezó a cantar Caruso se voltearon incontrolables, como los girasoles hacia el sol, a buscar aquel sonido de terciopelo que brotaba de la garganta del napolitano. Don Lucas daba auténticos brincos de contento cuando aplaudía en sordina las arias. Nunca lo había visto tan alborozado. Fue al embocar la orquesta los acordes del Che gelida manina, cuando me puse en guardia. La próxima canción, la décima, era el Nessum dorma. Le musité a don Lucas que necesitaba ir al baño de nuevo, creo que no me oyó. Me precipité hacia el segundo piso. Los guardaespaldas de don Feliciano únicamente habían sellado la primera planta, la del salón SaintSaëns, donde se hallaba su palcoPalco Palco: Espacio en forma de balcón con varios asientos que hay en los teatros.. Siempre evitando la luz y a gachas bajé los peldaños, me dirigí hacia uno de los extremos. Desde allí, alzando un poco la cabeza pude ver sus pies, lo mínimo para saber cómo estaban sentados: don Feliciano a la derecha y Leticia del Cielo a la izquierda, en el centro de ambos descansaba la cartera de piel. Seguí reptando hasta dar con el asiento bajo el cual se hallaba el petate con el disfraz. La música atenuaba el ligero roce que provocaba al vestirme y desvestirme. Me puse el antifaz al acabar Caruso el Che gelida manina y me coloqué en línea vertical a la posición de Leticia del Cielo. No podía fallar.

Pg. 63

El tenorTenor Tenor: Cantante que tiene esta voz. estuvo a punto de desbaratar la operación. El chorro piramidal que lanzaba al aire se hizo todavía más intenso al ejecutar el Nessum dorma. Cuando atacó el postrer vinceró quedé paralizado de puro placer, no había contado con ese efecto inesperado. Era la señal convenida y cuando don Feliciano se arrancaba con un bravo, se apagaron las luces y la sala quedó en penumbra. Olegario había cumplido. Perdí un tiempo precioso en reaccionar, serían milésimas pero a mí se me antojó una eternidad; y no fue por el miedo, pongo a Dios por testigo, sino por el hechizo que me inyectó Caruso con su voz regia. Pero me rehíce, debía ser ahora todavía más rápido de lo previsto. Me colgué de la barandilla, me columpié hasta alcanzar la inercia necesaria y me abalancé hacia el palcoPalco Palco: Espacio en forma de balcón con varios asientos que hay en los teatros.. Alea iacta est.
Caí de cuclillas al lado de Leticia del Cielo que se sorprendió, pero no emitió ningún grito. Me incorporé y, a pesar de que todo estaba como boca de lobo, vi las piedras verdimiel de sus ojos incrustándose en mí, en un enmascarado. Le tomé su mano enguantada y le entregué la carta. La rodeé, quedé detrás de ella y de don Feliciano, tomé impulso, pegué una fuerte zancada, agarré la cartera y salté hacia el muro del palco. Me viré entonces, me enganché a un balaústre y tiré con todas mis fuerzas la cartera hacia el segundo piso. Cuando ya me izaba empleando todas mis fuerzas y manteniendo a duras penas la respiración, se encendieron las luces; mis pies todavía colgaban, pero lo había conseguido… O no.

–¡Que no salga nadie del teatro!

Pg. 65

La consigna de don Feliciano retumbó como si hubiera explotado dentro del recinto una bomba. Vi cómo dos de sus guardianes se llevaban en volandas a un Caruso con el rostro desencajado. Los demás apuntaban con sus armas a los músicos y gritaban órdenes espeluznantes para que nadie se moviera de su sitio. La cosa se ponía muy fea. La cartera había caído sobre una de las butacas de la cuarta fila. La cogí confiando, como había previsto, en que su devolución amansara a la fiera desatada en que se había convertido su propietario; pero ahora sí que tenía miedo y este me impedía actuar, tanto miedo que no pude ni siquiera llorar, que era lo que deseaba. Todos los rumores sobre su ferocidad habían tomado cuerpo en aquellos momentos. Don Feliciano era un temporal de ira. Agazapado llegué hasta la puerta, abrí, escuchélas carreras de los esbirrosEsbirros Esbirro: Individuo que sirve a quien le paga para cumplir cualquier orden de su superior o para protegerlo. de don Feliciano profiriendo maldiciones y escapé escaleras arriba hacia mi habitación.
–¿Pero qué has hecho, insensato? ¿Qué has hecho? –don Lucas me zarandeaba, yo parecía un guiñapo entre sus manos.
–Déjelo, don Lucas, apenas disponemos de unos minutos. Si nos atrapan, nos matan –a Olegario, que había sorteado a las huestes de don Feliciano y había llegado a nuestro cuarto antes que yo, le bastó echar una ojeada a la cartera para saber que estábamos metidos en el peor lío posible.
–¿Por qué?
–Eso no importa ahora, don Lucas, tenemos que salvarnos. Quédese aquí, usted es cura y además no estaba metido en el ajo; no le harán daño –Olegario no estaba totalmente convencido de sus palabras, pero sí de que el párroco correría mucho más riesgo, y ellos también, huyendo por el teatro con su pesada constitución a cuestas.
–¿Qué hay en esa cartera? –preguntó don Lucas.
–No lo sé, yo sólo quería cogerla sin que se diera cuenta y luego devolvérsela, para que me viera con buenos ojos.
–Mira que eres imbécil –me espetó Olegario–, lo que sea que haya en esa cartera es tan importante para don Feliciano que no se la confió ni a su chófer. ¡Y va a dejar que quien se la ha robado, aunque sea un chiquillo, siga con vida!

Pg. 67

Olegario me agarró del cogote, me arrebató la cartera y salimos de la habitación a toda prisa. Don Lucas preguntaba adónde íbamos, pero Olegario no le contestó. Yo seguía sus pasos, en cada recodo nos deteníamos para atisbar a nuestros enemigos. Ya habían subido a la segunda planta y pronto llegarían a nuestra situación. Todo estaba perdido, yo no veía ninguna escapatoria, pero Olegario conocía centímetro a centímetro el teatro; si había alguna ruta milagrosa para escapar de aquella ratonera, él era el único que la podía conocer. Me empujó hacia el fondo del pasillo; en un recoveco a la izquierda se hallaba el montacargas. Entendí enseguida. Lo abrió, primero bajó él hasta el sótano abriendo camino, ovillado como una madeja, y luego yo. Cuando llegué abajo, Olegario se escondía tras una puerta haciéndome con el dedo índice la señal de silencio. Los sicarios de don Feliciano aullaban amenazantes y cercanos. La angustia crecía. Pasaron unos instantes tensos hasta que Olegario me tendió la mano para que saliera del
montacargas, entramos en el sótano, que todavía no habían peinado pero no tardarían en hacerlo. Olegario se detuvo ante una vieja cómoda, alta, cubierta de una capa de varios dedos de polvo. Sobre la cómoda, un espejo rasgado por varios sitios y ensombrecido por las telarañas, apenas podía mostrar nuestras imágenes, aunque sí lo suficiente para asombrarme de que aún llevaba puesto mi disfraz de enmascarado negro, con el antifaz calado. Me lo arranqué de golpe y lo tiré al suelo. Olegario me ordenó que lo recogiera, no podíamos dejar ninguna pista suelta. Le hice caso, pero rumiando que daba igual, no íbamos a salir de allí vivos. Recogía el antifaz cuando entraron.

Pg. 69

Olegario me enganchó con un brazo y sin saber muy bien cómo me hallé con él dentro de un armario enmohecido. Estábamos mudos, solo se oía en el sótano la respiración jadeante de las alimañas de don Feliciano que buscaban nuestro rastro. Escuchamos rodar de sillas viejas, un golpe que supuse una caída y una retahíla de juramentos blasfemos, hasta que alguien gritó que allí no había nadie. No abandonamos, sin embargo, aquella guarida del armario hasta un buen rato después. Podía ser que nos hubieran tendido una trampa y estuvieran allí dispuestos a cazarnos. Un inesperado incidente nos obligó a atrevernos a abandonar nuestro refugio y a enfrentarnos a quien fuera menester. Primero fue una impresión vaga de estar olfateando algo indefinible, pero luego ya no hubo duda de que olía a quemado muy cerca de nosotros. Cuando abrimos el armario no había ningún guardaespaldas apuntándonos, pero una columna de humo recorría pavorosa el sótano. Entre morir de un balazo o quemado vivo, yo hubiera preferido lo primero.
Don Feliciano no había notado más que la presencia de una sombra a su lado al apagarse las luces tras el Nessum dorma de Caruso. Es más que probable que si yo no me hubiera empeñado en rizar el rizo llevándome la cartera, todo hubiera quedado en una mera impresión de la que se hubiera olvidado desde que el tenorTenor Tenor: Cantante que tiene esta voz. italiano hubiera reanudado el concierto. Leticia del Cielo habría leído la carta y habría buscado la fórmula para responderme como yo deseaba, viéndonos en un lugar aislado, donde podría declararle mi amor a rienda suelta. Pero no fue así y ya no podía cambiar las cosas, no había vuelta de hoja. Don Feliciano salió disparado del palcoPalco Palco: Espacio en forma de balcón con varios asientos que hay en los teatros. y ordenó que sacaran de allí a Caruso. Además, dispuso que todos los que se encontraban en el teatro fueran llevados al patio de butacas, que registraran palmo a palmo hasta dar con la cartera y con el desgraciado que la había robado; pero no lo mataran, quería hacerlo él. Luego entró de nuevo al palco en busca de su hija. Leticia del Cielo estaba de pie, con el brazo extendido hacia su padre mostrándole mi carta, la prueba de mi culpabilidad. Mi amada me condenaba al patíbulo.

Pg. 73

Poco tuvo que indagar don Feliciano para saber quién era Jorge Fernández Tabuenca, el firmante de la carta, y qué hacía en el teatro. Don Servando le contó que era sobrino del guardián, que vivía con él allí, y lo llevó a nuestra habitación, donde aún se hallaba don Lucas, de pie, dispuesto a enfrentarse a un demonio.
–¿Quién es? –le preguntó a don Servando.
–Don Lucas, el párroco de Santo Domingo, es un gran afinador de pianos. Tuve que llamarle para que revisase el viejo Steinway, el maestro Caruso se merecía lo mejor.
–¿Qué hace en esta habitación? –ahora se dirigía al religioso.
–Lo siento, hijo, pero este pobre cura sólo tiene el vicio de la música. Le pedí a Olegario, el guardián, que me permitiera disponer de su aposento, tiene unas vistas magníficas –con un gesto miró hacia el ventanuco de ojo de buey.
–¿Dónde están el muchacho y ese Olegario?
–No lo sé, hijo; no lo sé. ¿Han hecho algo malo? Si es así, por Dios, perdónalos; te lo ruego.
–Padre, bastante favor le hago a Dios con no agujerearle a usted la cabeza. Llévalos a los dos abajo con los demás y sigue buscando –le dijo al chófer–, tienen que estar dentro del teatro.
El Pérez Galdós había quedado herméticamente cerrado a cal y canto desde que don Feliciano había llegado con Caruso y su séquito. Sus matones se habían apostado en los accesos y podían dar testimonio de que no habían cruzado las puertas ningún chiquillo rubio ni un larguirucho personaje con mostacho. Pero habían rastreado a conciencia el edificio y no los encontraban, así que debía hacer algo para sacarnos de la madriguera. A don Feliciano se le ocurrió una idea malvada acorde con su mente criminal: prenderle fuego al teatro. Antes de ello liberó a los retenidos en la platea, no por compasión sino por conveniencia; prefería que no cundiera el pánico y dificultara nuestra cacería.
Rociaron las cortinas del vestíbulo, las butacas, los tapices, los cuadros, hasta el telón de boca pintado por Rovescalli con gasolina, y les prendieron fuego. Las llamas brotaron con una fuerza voraz, enseguida se avivaron y les hincaron sus dientes a las maderas que se convirtieron en brasas sobre las que el teatro se tostaba. Toda la ciudad pudo ver cómo crepitaba el Pérez Galdós; desde las montañas que rodeaban Las Palmas, y más lejos aún, desde las tierras interiores de los campos de la isla, vieron cómo aquel resplandor amarillo y rojizo que no cesaba, y que emergía como un faro ardiendo, convertía la noche del 28 de junio de 1918 en una noche de fuego.