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Poco tuvo que indagar don Feliciano para saber quién era Jorge Fernández Tabuenca, el firmante de la carta, y qué hacía en el teatro. Don Servando le contó que era sobrino del guardián, que vivía con él allí, y lo llevó a nuestra habitación, donde aún se hallaba don Lucas, de pie, dispuesto a enfrentarse a un demonio.
–¿Quién es? –le preguntó a don Servando.
–Don Lucas, el párroco de Santo Domingo, es un gran afinador de pianos. Tuve que llamarle para que revisase el viejo Steinway, el maestro Caruso se merecía lo mejor.
–¿Qué hace en esta habitación? –ahora se dirigía al religioso.
–Lo siento, hijo, pero este pobre cura sólo tiene el vicio de la música. Le pedí a Olegario, el guardián, que me permitiera disponer de su aposento, tiene unas vistas magníficas –con un gesto miró hacia el ventanuco de ojo de buey.
–¿Dónde están el muchacho y ese Olegario?
–No lo sé, hijo; no lo sé. ¿Han hecho algo malo? Si es así, por Dios, perdónalos; te lo ruego.
–Padre, bastante favor le hago a Dios con no agujerearle a usted la cabeza. Llévalos a los dos abajo con los demás y sigue buscando –le dijo al chófer–, tienen que estar dentro del teatro.
El Pérez Galdós había quedado herméticamente cerrado a cal y canto desde que don Feliciano había llegado con Caruso y su séquito. Sus matones se habían apostado en los accesos y podían dar testimonio de que no habían cruzado las puertas ningún chiquillo rubio ni un larguirucho personaje con mostacho. Pero habían rastreado a conciencia el edificio y no los encontraban, así que debía hacer algo para sacarnos de la madriguera. A don Feliciano se le ocurrió una idea malvada acorde con su mente criminal: prenderle fuego al teatro. Antes de ello liberó a los retenidos en la platea, no por compasión sino por conveniencia; prefería que no cundiera el pánico y dificultara nuestra cacería.
Rociaron las cortinas del vestíbulo, las butacas, los tapices, los cuadros, hasta el telón de boca pintado por Rovescalli con gasolina, y les prendieron fuego. Las llamas brotaron con una fuerza voraz, enseguida se avivaron y les hincaron sus dientes a las maderas que se convirtieron en brasas sobre las que el teatro se tostaba. Toda la ciudad pudo ver cómo crepitaba el Pérez Galdós; desde las montañas que rodeaban Las Palmas, y más lejos aún, desde las tierras interiores de los campos de la isla, vieron cómo aquel resplandor amarillo y rojizo que no cesaba, y que emergía como un faro ardiendo, convertía la noche del 28 de junio de 1918 en una noche de fuego.




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