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Olegario me agarró del cogote, me arrebató la cartera y salimos de la habitación a toda prisa. Don Lucas preguntaba adónde íbamos, pero Olegario no le contestó. Yo seguía sus pasos, en cada recodo nos deteníamos para atisbar a nuestros enemigos. Ya habían subido a la segunda planta y pronto llegarían a nuestra situación. Todo estaba perdido, yo no veía ninguna escapatoria, pero Olegario conocía centímetro a centímetro el teatro; si había alguna ruta milagrosa para escapar de aquella ratonera, él era el único que la podía conocer. Me empujó hacia el fondo del pasillo; en un recoveco a la izquierda se hallaba el montacargas. Entendí enseguida. Lo abrió, primero bajó él hasta el sótano abriendo camino, ovillado como una madeja, y luego yo. Cuando llegué abajo, Olegario se escondía tras una puerta haciéndome con el dedo índice la señal de silencio. Los sicarios de don Feliciano aullaban amenazantes y cercanos. La angustia crecía. Pasaron unos instantes tensos hasta que Olegario me tendió la mano para que saliera del
montacargas, entramos en el sótano, que todavía no habían peinado pero no tardarían en hacerlo. Olegario se detuvo ante una vieja cómoda, alta, cubierta de una capa de varios dedos de polvo. Sobre la cómoda, un espejo rasgado por varios sitios y ensombrecido por las telarañas, apenas podía mostrar nuestras imágenes, aunque sí lo suficiente para asombrarme de que aún llevaba puesto mi disfraz de enmascarado negro, con el antifaz calado. Me lo arranqué de golpe y lo tiré al suelo. Olegario me ordenó que lo recogiera, no podíamos dejar ninguna pista suelta. Le hice caso, pero rumiando que daba igual, no íbamos a salir de allí vivos. Recogía el antifaz cuando entraron.

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