Con un movimiento de cabeza, Aker le indicó a su amigo que el crudo invierno de la Antártida estaba frente a ellos. A lo lejos se juntaban, oscuras, las nubes. No tardarían en estar sobre ellos, el viento las empujaba hacia la colonia. Los pingüinos volverían a agruparse para evitar los estragos de la tormenta.
La ventisca, cada vez más cercana, parecía volar en medio de un cielo tenebroso. Los pingüinos se acurrucaron. El fuerte viento impulsaba la lluvia de nieve. Sí estaban unidos, podrían vencer. Solos, la tormenta les vencería a ellos.
Tardaron poco tiempo en organizarse para formar el círculo. Hubo momentos de confusión. El bramido del viento les atemorizaba. No se había mostrado tan agresivo desde hacía mucho. Era un viento tan violento que rompió la barrera formada por los pingüinos, arrastrándolos a todos. Algunos rodaban sobre la superficie helada, esparciendo los huevos. Los padres se apresuraron a recogerlos. No era fácil encontrarlos. El azote de la ventisca levantaba la nieve impidiéndoles ver.
Berni notó que el hueco de su bolsa estaba vacío. Comenzó a buscar con desesperación su huevo. A pocos metros, sobre el suelo helado, consiguió distinguirlo. Corrió a auparlo. No sabía si era el suyo. Él no era el único que lo había perdido. Había otros huevos sembrados sobre el hielo. Todos parecían congelados. Con el pico, recogió uno y lo empujó con suavidad hacia la bolsa para darle calor.
A pesar de todo su empeño, el huevo seguía muy frío. Berni supo que en su interior ya no había vida. La tormenta se la había quitado. Afligido, se alejó del grupo. Le embargaba una sensación de inutilidad e impotencia. Pensaba qué le diría a su pareja cuando volviera. Traería el estómago repleto de comida sin digerir para quien no existía. Lloraba con amargura sin saber qué hacer.
La idea de robarle el huevo a su amigo Aker empezó a rondar por la cabeza de Berni.
Cap. 3
Marcar el Enlace permanente.