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La mañana siguiente, Simón y unos compañeros, jóvenes y aventureros como él, salieron a dar un paseo y a buscar alimento. A ellos les gustan los insectos, pero prefieren las plantas, hojas y frutos. Por eso se arriesgaron a bajar hasta un cercado donde colgaban grandes racimos de jugosas uvas. Desde lejos habían olfateado la rica fruta madura y se daban prisa en subir por las parras para alcanzar las uvas, muy contentos por toda la comida que habían encontrado. Simón acababa de dar su primer mordisco cuando oyó un ruido que lo asustó. ¿Qué será? ¡Oh, no! Sobre una pared del fondo estaba subido un gran gato marrón con una mancha blanca en la frente. ¡Era El Garras! Los lagartos vieron cómo el gato los miraba y se relamía pensando en el banquete que se iba a dar con tres reptiles tan hermosos. Y sin perder más tiempo, dio un gran salto hacia ellos. Simón y sus compañeros se apresuraron para ponerse a salvo. Corrieron y corrieron intentando llegar a una pared de piedras donde podrían meterse y ocultarse de aquel gato enorme que venía disparado detrás de ellos.

Simón pudo entrar en uno de esos huecos entre las piedras de la pared. Se resguardó bien y apenas sacó la cabeza para mirar qué les ocurría a sus compañeros. Uno de ellos estaba ya a salvo, escondido entre los troncos de una oportuna calcosa, agotado por la carrera. El otro aún no había llegado, todavía corría para escapar del salvaje animal, que cada vez estaba más cerca. Simón cerró los ojos cuando vio que las garras del gato habían atrapado a su compañero. Cuando volvió a abrir los ojos, al ver la cola separada del resto del cuerpo, creyó que su amigo iba a ser devorado por el despiadado felino. La larga extremidad saltaba y se retorcía mientras el gato intentaba atraparla entre sus patas. Este simpático movimiento de la cola distrajo al agresor y el asustado reptil pudo huir y ponerse a salvo. Era la primera vez que Simón veía cómo un lagarto se desprendía de su cola, y creyó que una herida tan grave acabaría con la vida de su desafortunado compañero. Miró, asustado, todo su cuerpo para comprobar que no le faltaba nada. Allí estaban su cola y sus cuatro patas, cada una con sus cinco deditos ¡Qué alivio! Esta vez Simón aprendió que a un lagarto no le pasa nada por perder su cola, porque puede volver a crecerle.

Esa mañana, los tres reptiles tuvieron que esperar a que el gato se cansara de buscarlos y se fuera para poder regresar a sus casas. Con el susto que se llevaron, perdieron hasta las ganas de comer.


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