Capítulo 3

La vida siguió girando como una noria interminable, porque era necesario que cada día el agua regara la tierra y mitigase la sed de todos, sin que pudiera permitirse descanso alguno. Y al cabo de los años fueron muchas las manos que tañeron las mismas campanas, con mejor o peor fortuna; con mayor o menor ilusión; con atención o rutina. Pero por alguna razón sorprendentemente misteriosa, siempre sonaban como si estuvieran accionadas por una fuerza interior que llegaba desde las raíces más ocultas en la tierra. Parecía que las campanas tuvieran alma, un alma repleta de música que las hubiera impregnado gota a gota en el transcurrir de los años. Se apreciaba en ellas una expresión de belleza y de emoción que trascendía la posible destreza o torpeza de la mano ocasional que las tañía. Los años siguieron desgranándose con la celeridad desbordante y devoradora que preside el paso del tiempo. Cuando se cumplía el primer tercio del siglo XIX, las vicisitudes de la historia hicieron que soplaran vientos extraños para aquel conventoConvento Convento: Casa de religiosos o religiosas., como para casi todos los conventos de España, a causa de las disposiciones administrativas de la llamada «Desamortización de Mendizábal». La comunidad de frailes franciscanos fue dispersada y expulsada, y el convento suprimido, tal como ocurrió con los otros cinco conventos que existían en la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria: el convento dominico de San Pedro Mártir, el convento de San Agustín, el de las monjas Bernardas descalzas de San Ildefonso, en el Barrio de Vegueta; y los conventos vecinos de Santa Clara y el de las monjas Bernardas de la Concepción, en el Barrio de Triana.

Sus edificaciones fueron destruidas sin misericordia o se reutilizaron para otros fines civiles.
Lo mismo ocurrió con el convento de San Francisco, que al poco quedó convertido en acuartelamiento de tropas de Infantería. Para tal fin se hizo necesario un pequeño acomodo en sus estancias y se abrió un acceso para el tránsito de los soldados en el espacio existente entre la iglesia y la espadañaEspadaña Espadaña: Campanario de una sola pared en la que están abiertos los huecos para colocar las campanas., donde se encontraba la fachada sur del convento. Ellos, sin saberlo y sin pensarlo, en sus entradas y salidas bordeaban el lecho olvidado donde yacían los restos mortales de Fray Juan.

Para poder ocupar toda la extensión de los antiguos huertos, exhumaron los restos de los frailes franciscanos enterrados en aquel recinto y los trasladaron a un nuevo panteón levantado en el camposanto de la ciudad. Así ocurrió, pero la ceguera del tiempo transcurrido consiguió que nadie se percatara de que al pie de la espadaña reposaba aquel campanero que supo imprimir un corazón cálido y amoroso a las campanas de San Francisco. Entre el desconocimiento y el olvido, allí permaneció Fray Juan abandonado a su sueño eterno, mientras que a los otros frailes fallecidos se les asignaba una nueva y digna sepultura.

Durante muchos años, el sonido de las campanas convivió con el ruido de los sables cercanos, que jamás pudieron apagar su eco. Las campanas perseveraban en su llamada a todos los isleños y seguían abrigando a Fray Juan, aunque ya no gozara con la compañía cercana de sus hermanos difuntos.
El viejo convento de San Francisco, entonces propiedad del Ministerio de la Guerra, fue renovado y embellecido en sus fachadas principales. Se cuidó con esmero el embellecimiento de los jardines que decoraban la majestuosa escalinata de su entrada. Pronto todos lo conocieron por el nombre de Cuartel de San Francisco y fue considerado un edificio emblemático de la ciudad, dejando perdida en el tiempo la memoria de quienes lo erigieran como centro espiritual en la vida de la isla. Triste paradoja la que transformó un espacio nacido y consagrado para la paz en un signo inequívoco de la guerra.
Ya en la segunda mitad del siglo XX, el creciente deterioro y la ruina del que fuera convento franciscano y luego cuartel de Infantería aconsejaron la conveniencia de su demolición. Aquel espacio se había convertido en un pestilente lodazal durante los días de lluvia, en el reino de las ratas que hurgaban en los muchos desechos allí depositados y en aparcamiento ocasional de vehículos, casi todos los días. Ni su dilatada historia ni sus valores arquitectónicos impidieron que la piqueta voraz destruyera portadas góticas que habían resistido el paso de los años. O que demoliera capillas y claustros, y convirtiera en astillas los artesonados mudéjares que el fuego no había devorado. En pocas semanas desapareció para siempre el que había sido el convento franciscano más importante de Canarias y una de las referencias necesarias en la historia de las islas.
Con la demolición del edificio, la espadaña quedó muy deteriorada, aunque permaneciera incompresiblemente erguida y mostrando en su declive algún signo de lo que antaño fuera su elegancia. Ahí permaneció fustigando la memoria de los más ancianos, apartada de la iglesia, privada del apoyo en la capilla de la Orden Tercera que fue derribada para hacer un nuevo vial urbano. Su estado era tan ruinoso que no permitía el toque de las campanas, porque su vibración constituía una verdadera amenaza de ruina total; así que las campanas enmudecieron repentinamente sin que nadie pudiera responder a las preguntas de quienes se interesaban por saber cuándo habrían de recobrar nuevamente la voz.

Desde el corazón profundo de la tierra, Fray Juan, por primera vez en sus muchos años de reposo en lo hondo de aquella morada, sintió el frío de sus huesos al contemplar la soledad de sus campanas y la ausencia de una música que para él seguía siendo la misma voz de Dios que lo llamara en los días de su juventud y en su camino último a la casa del Padre.
Después de muchos años de abandono, una buena mañana aquellas piedras despertaron con el rugir de las máquinas excavadoras y el trajín de los trabajadores que iniciaban la construcción de una nueva obra, prometiendo transformar aquel espacio abandonado en un nuevo referente monumental de la ciudad. Y poco a poco, el asombro de las ruinas asistió al nacimiento de lo que llegó a convertirse en un moderno edificio de muy atrevida arquitectura, que iría destinado a acoger las enseñanzas musicales más profesionales. Una construcción que desbordó los espacios de la iglesia conventual y de la vieja espadaña, delimitando lo que fuera la vieja muralla y la puerta sur del barrio marinero de la ciudad.
Pero la construcción del nuevo edificio no incluía, en una primera fase, la recuperación de la espadaña mortecina, ni de las campanas enmudecidas. La falta de presupuesto de las arcas públicas retrasó la rehabilitación de lo que en ese momento apenas era más que un triste recuerdo de lo que fuera en el pasado.
Tras su puesta en funcionamiento, el ConservatorioConservatorio Conservatorio: Establecimiento en el que se enseña música y otras artes relacionadas con ella. Superior de Música se llenó de todos los sonidos imaginables que puedan nacer en la sensibilidad de los artistas noveles de la ciudad. Y el alma de Fray Juan asistía complacida a la compañía de tanta vida, de tanta inspiración, de tanta melodía, aunque no se tratara de la música de sus campanas con la que soñaba pacientemente, mientras alimentaba la esperanza imperecedera de su retorno.
Pasado algún tiempo, en aquel nuevo edificio tuvo lugar un fenómeno extraño que nadie acertaba a explicar de manera convincente. Ocurría que después del ajetreo diario, cuando todo volvía al silencio, allá al filo de la medianoche, comenzaba a percibirse con total nitidez una serie de sonidos difusos y profundos que provocaron recelo, miedo e incluso pánico a todos los que fueron testigos de ellos. Los guardianes encargados de custodiar el edificio fuera de la jornada de uso académico estaban totalmente aterrorizados. Había explicaciones para todos: unos se aventuraban a decir que se trataba del efecto del viento cuando penetraba entre alguna rendija de sus múltiples paneles de cristal y madera, provocando de esta forma un efecto siniestro, como el silbo tenebroso del vendaval a su paso por cualquier ventana desvencijada.
–No tienen de qué preocuparse. No es más que un fenómeno acústico de la reverberación del aire, como ocurre en algunos instrumentos musicales de viento cuando producen el sonido.
Otros pensaban que solo era fruto de la imaginación calenturienta de algunos.

–Los artistas son así, no les falta fantasía y capacidad para soñar. Aunque más valiera utilizarlas en actividades artísticas que merezcan la pena.
No faltó quien tomara la decisión de investigar todos los avatares históricos transcurridos en el solar donde se alzaba el edificio, remontándose hasta donde alcanzara la memoria. Y fue así como muchos descubrieron que parte de este centro se levantó sobre el mismo espacio que ocupaba el antiguo cementerio del convento, y ahondando en los descubrimientos, pensaron que tal vez no fueron exhumados todos los restos humanos que permanecían en el subsuelo.

A partir de esas conclusiones los rumores se convirtieron en leyenda y en supuestas certezas, a juzgar por lo que algunos afirmaban.
–No me cabe duda de que son los anteriores moradores quienes hacen reverberar sus ecos en medio del silencio de la medianoche, reclamando una paz y un descanso que les han sido arrebatados. Por eso, sus lamentaciones llegan cada día a nosotros como tenebrosas psicofonías.
No se trataba de una cuestión baladí, porque las personas que afirmaban haber sido testigos de estos hechos, y los denunciaron, aseguraban preferir cualquier otro destino como vigilantes, antes que volver a cuidar el edificio durante la soledad de la noche por el pánico que estos sonidos les infundían. Confesaban y juraban ante los oídos crédulos de unos, o ante las miradas escépticas de los demás, haber escuchado con toda claridad una voz que se repetía un día y otro, gritando angustiosamente y de forma persistente estas breves y sencillas palabras: «¡Mis campanas… mis campanas… mis campanas…!».




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