Capítulo 4

Corrían los primeros años del siglo XXI y un buen día, paseando por los aledaños de la Alameda de Colón, observé que se reiniciaban trabajos de reconstrucción al pie de la espadañaEspadaña Espadaña: Campanario de una sola pared en la que están abiertos los huecos para colocar las campanas. abandonada. Las tareas, lentas pero cuidadosamente realizadas, captaron mi curiosidad.
Con frecuencia me acercaba para comprobar el progreso de la obra: la paulatina recuperación de la cantería, la culminación de la balconada de tea, la limpieza y restauración de las campanas, los refuerzos en la estructura del monumento… Incluso me sorprendió la leyenda esculpida en el basalto, rememorando las palabras de un prócer de las letras canarias, don Benito Pérez Galdós, criado y bautizado al son de las campanas de San Francisco.
La obra se coronó con la recuperación de las puertas exteriores en forma de arcos de medio punto apoyados en columnas, emulando lo que antaño fuera fachada sur del conventoConvento Convento: Casa de religiosos o religiosas.. También con la reposición de rejas, pretendiendo armonizar el difícil equilibrio entre lo que fue, a juzgar por los testimonios gráficos que han llegado a nosotros, y el nuevo y sorprendente estilo de vanguardia de la reciente edificación del ConservatorioConservatorio Conservatorio: Establecimiento en el que se enseña música y otras artes relacionadas con ella. de Música.
Con más tiempo consumido del que yo deseara, tuve la fortuna de asistir a la culminación final de las obras que al fin recuperaban y daban nuevo esplendor a la espadaña de la iglesia de San Francisco y a la voz de sus tres campanas.
Ya todo anunciaba que muy pronto volverían a sonar de nuevo las viejas campanas, incluso señalaron una fecha emblemática para su inaugu-
ración, que se había previsto en torno al día de San Juan Bautista, en la conmemoración de la fundación de la ciudad.
Llegado ese momento, deseé encontrarme en el interior del Conservatorio de Música, a oscuras, en la soledad callada de la media noche (esa noche misteriosa del solsticio de verano) reviviendo en mi memoria y en mi alma viejos recuerdos, rancias imágenes y sentimientos insondables. Y cuando sonaran las doce campanadas, estaba seguro, totalmente seguro, de que entonces enmudecerían para siempre las voces misteriosas que tanto desasosiego habían provocado, porque ya nadie volvería a estremecerse nunca más por el susurro tenebroso de aquel llanto desgarrador que lamentaba el silencio de las campanas.
Al fin, arrullado de nuevo por la música de estas, descansa el corazón de Fray Juan que sigue latiendo incansablemente al ritmo de la resurrección postrera de los bienaventurados. En su quietud, desde el seno de la tierra que lo cobija y abriga al pie de la espadaña, disfruta gozosamente con la compañía y el arrorró de una música celestial: la voz de las campanas de San Francisco.



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Capítulo 3

La vida siguió girando como una noria interminable, porque era necesario que cada día el agua regara la tierra y mitigase la sed de todos, sin que pudiera permitirse descanso alguno. Y al cabo de los años fueron muchas las manos que tañeron las mismas campanas, con mejor o peor fortuna; con mayor o menor ilusión; con atención o rutina. Pero por alguna razón sorprendentemente misteriosa, siempre sonaban como si estuvieran accionadas por una fuerza interior que llegaba desde las raíces más ocultas en la tierra. Parecía que las campanas tuvieran alma, un alma repleta de música que las hubiera impregnado gota a gota en el transcurrir de los años. Se apreciaba en ellas una expresión de belleza y de emoción que trascendía la posible destreza o torpeza de la mano ocasional que las tañía. Los años siguieron desgranándose con la celeridad desbordante y devoradora que preside el paso del tiempo. Cuando se cumplía el primer tercio del siglo XIX, las vicisitudes de la historia hicieron que soplaran vientos extraños para aquel conventoConvento Convento: Casa de religiosos o religiosas., como para casi todos los conventos de España, a causa de las disposiciones administrativas de la llamada «Desamortización de Mendizábal». La comunidad de frailes franciscanos fue dispersada y expulsada, y el convento suprimido, tal como ocurrió con los otros cinco conventos que existían en la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria: el convento dominico de San Pedro Mártir, el convento de San Agustín, el de las monjas Bernardas descalzas de San Ildefonso, en el Barrio de Vegueta; y los conventos vecinos de Santa Clara y el de las monjas Bernardas de la Concepción, en el Barrio de Triana.

Sus edificaciones fueron destruidas sin misericordia o se reutilizaron para otros fines civiles.
Lo mismo ocurrió con el convento de San Francisco, que al poco quedó convertido en acuartelamiento de tropas de Infantería. Para tal fin se hizo necesario un pequeño acomodo en sus estancias y se abrió un acceso para el tránsito de los soldados en el espacio existente entre la iglesia y la espadañaEspadaña Espadaña: Campanario de una sola pared en la que están abiertos los huecos para colocar las campanas., donde se encontraba la fachada sur del convento. Ellos, sin saberlo y sin pensarlo, en sus entradas y salidas bordeaban el lecho olvidado donde yacían los restos mortales de Fray Juan.

Para poder ocupar toda la extensión de los antiguos huertos, exhumaron los restos de los frailes franciscanos enterrados en aquel recinto y los trasladaron a un nuevo panteón levantado en el camposanto de la ciudad. Así ocurrió, pero la ceguera del tiempo transcurrido consiguió que nadie se percatara de que al pie de la espadaña reposaba aquel campanero que supo imprimir un corazón cálido y amoroso a las campanas de San Francisco. Entre el desconocimiento y el olvido, allí permaneció Fray Juan abandonado a su sueño eterno, mientras que a los otros frailes fallecidos se les asignaba una nueva y digna sepultura.

Durante muchos años, el sonido de las campanas convivió con el ruido de los sables cercanos, que jamás pudieron apagar su eco. Las campanas perseveraban en su llamada a todos los isleños y seguían abrigando a Fray Juan, aunque ya no gozara con la compañía cercana de sus hermanos difuntos.
El viejo convento de San Francisco, entonces propiedad del Ministerio de la Guerra, fue renovado y embellecido en sus fachadas principales. Se cuidó con esmero el embellecimiento de los jardines que decoraban la majestuosa escalinata de su entrada. Pronto todos lo conocieron por el nombre de Cuartel de San Francisco y fue considerado un edificio emblemático de la ciudad, dejando perdida en el tiempo la memoria de quienes lo erigieran como centro espiritual en la vida de la isla. Triste paradoja la que transformó un espacio nacido y consagrado para la paz en un signo inequívoco de la guerra.
Ya en la segunda mitad del siglo XX, el creciente deterioro y la ruina del que fuera convento franciscano y luego cuartel de Infantería aconsejaron la conveniencia de su demolición. Aquel espacio se había convertido en un pestilente lodazal durante los días de lluvia, en el reino de las ratas que hurgaban en los muchos desechos allí depositados y en aparcamiento ocasional de vehículos, casi todos los días. Ni su dilatada historia ni sus valores arquitectónicos impidieron que la piqueta voraz destruyera portadas góticas que habían resistido el paso de los años. O que demoliera capillas y claustros, y convirtiera en astillas los artesonados mudéjares que el fuego no había devorado. En pocas semanas desapareció para siempre el que había sido el convento franciscano más importante de Canarias y una de las referencias necesarias en la historia de las islas.
Con la demolición del edificio, la espadaña quedó muy deteriorada, aunque permaneciera incompresiblemente erguida y mostrando en su declive algún signo de lo que antaño fuera su elegancia. Ahí permaneció fustigando la memoria de los más ancianos, apartada de la iglesia, privada del apoyo en la capilla de la Orden Tercera que fue derribada para hacer un nuevo vial urbano. Su estado era tan ruinoso que no permitía el toque de las campanas, porque su vibración constituía una verdadera amenaza de ruina total; así que las campanas enmudecieron repentinamente sin que nadie pudiera responder a las preguntas de quienes se interesaban por saber cuándo habrían de recobrar nuevamente la voz.

Desde el corazón profundo de la tierra, Fray Juan, por primera vez en sus muchos años de reposo en lo hondo de aquella morada, sintió el frío de sus huesos al contemplar la soledad de sus campanas y la ausencia de una música que para él seguía siendo la misma voz de Dios que lo llamara en los días de su juventud y en su camino último a la casa del Padre.
Después de muchos años de abandono, una buena mañana aquellas piedras despertaron con el rugir de las máquinas excavadoras y el trajín de los trabajadores que iniciaban la construcción de una nueva obra, prometiendo transformar aquel espacio abandonado en un nuevo referente monumental de la ciudad. Y poco a poco, el asombro de las ruinas asistió al nacimiento de lo que llegó a convertirse en un moderno edificio de muy atrevida arquitectura, que iría destinado a acoger las enseñanzas musicales más profesionales. Una construcción que desbordó los espacios de la iglesia conventual y de la vieja espadaña, delimitando lo que fuera la vieja muralla y la puerta sur del barrio marinero de la ciudad.
Pero la construcción del nuevo edificio no incluía, en una primera fase, la recuperación de la espadaña mortecina, ni de las campanas enmudecidas. La falta de presupuesto de las arcas públicas retrasó la rehabilitación de lo que en ese momento apenas era más que un triste recuerdo de lo que fuera en el pasado.
Tras su puesta en funcionamiento, el ConservatorioConservatorio Conservatorio: Establecimiento en el que se enseña música y otras artes relacionadas con ella. Superior de Música se llenó de todos los sonidos imaginables que puedan nacer en la sensibilidad de los artistas noveles de la ciudad. Y el alma de Fray Juan asistía complacida a la compañía de tanta vida, de tanta inspiración, de tanta melodía, aunque no se tratara de la música de sus campanas con la que soñaba pacientemente, mientras alimentaba la esperanza imperecedera de su retorno.
Pasado algún tiempo, en aquel nuevo edificio tuvo lugar un fenómeno extraño que nadie acertaba a explicar de manera convincente. Ocurría que después del ajetreo diario, cuando todo volvía al silencio, allá al filo de la medianoche, comenzaba a percibirse con total nitidez una serie de sonidos difusos y profundos que provocaron recelo, miedo e incluso pánico a todos los que fueron testigos de ellos. Los guardianes encargados de custodiar el edificio fuera de la jornada de uso académico estaban totalmente aterrorizados. Había explicaciones para todos: unos se aventuraban a decir que se trataba del efecto del viento cuando penetraba entre alguna rendija de sus múltiples paneles de cristal y madera, provocando de esta forma un efecto siniestro, como el silbo tenebroso del vendaval a su paso por cualquier ventana desvencijada.
–No tienen de qué preocuparse. No es más que un fenómeno acústico de la reverberación del aire, como ocurre en algunos instrumentos musicales de viento cuando producen el sonido.
Otros pensaban que solo era fruto de la imaginación calenturienta de algunos.

–Los artistas son así, no les falta fantasía y capacidad para soñar. Aunque más valiera utilizarlas en actividades artísticas que merezcan la pena.
No faltó quien tomara la decisión de investigar todos los avatares históricos transcurridos en el solar donde se alzaba el edificio, remontándose hasta donde alcanzara la memoria. Y fue así como muchos descubrieron que parte de este centro se levantó sobre el mismo espacio que ocupaba el antiguo cementerio del convento, y ahondando en los descubrimientos, pensaron que tal vez no fueron exhumados todos los restos humanos que permanecían en el subsuelo.

A partir de esas conclusiones los rumores se convirtieron en leyenda y en supuestas certezas, a juzgar por lo que algunos afirmaban.
–No me cabe duda de que son los anteriores moradores quienes hacen reverberar sus ecos en medio del silencio de la medianoche, reclamando una paz y un descanso que les han sido arrebatados. Por eso, sus lamentaciones llegan cada día a nosotros como tenebrosas psicofonías.
No se trataba de una cuestión baladí, porque las personas que afirmaban haber sido testigos de estos hechos, y los denunciaron, aseguraban preferir cualquier otro destino como vigilantes, antes que volver a cuidar el edificio durante la soledad de la noche por el pánico que estos sonidos les infundían. Confesaban y juraban ante los oídos crédulos de unos, o ante las miradas escépticas de los demás, haber escuchado con toda claridad una voz que se repetía un día y otro, gritando angustiosamente y de forma persistente estas breves y sencillas palabras: «¡Mis campanas… mis campanas… mis campanas…!».




TABLERO PARA TRABAJAR EN CLASE

Capítulo 2

Un buen día de aquellos años, llegó al conventoConvento Convento: Casa de religiosos o religiosas. un joven nacido y criado en las viviendas aborígenes que se ubicaban en las laderas del cercano barranco. Cuando atravesó el portalón del muro almenadoAlmenado Almenado: Guarnecido o rematado con adornos en forma de almenas. que circundaba el convento y ascendía por la amplia escalinata de cantería de la fachada principal para llamar a la puerta de aquella venerable casa, era consciente de la intención principal que le conducía a ese lugar y de su deseo más fehaciente: quería vivir como uno más entre los hermanos franciscanos de la comunidad.
–Ave María Purísima.
–Hermano, perdone si le molesto, pero lo he visto muchas veces atendiendo los menesteres de la iglesia y he pensado que usted podría aconsejarme. ¿Qué puedo hacer para que me admitan a vivir con ustedes en el convento?
–Entre, le presentaré al Padre PriorPrior Prior: Superior o prelado ordinario del convento..
Él decidirá lo que más convenga.
Al poco, las puertas de aquel lugar se abrieron para él de par en par y su vida cambió como de la noche al día.

Cada mañana, antes de que naciera la luz, la campana conventual convocaba a todos los hermanos para su oración de alabanza, y en el silencio del amanecer se escuchaba el rezo de los maitines al ritmo de las olas que rompían en la desembocadura del barranco.
En aquel clima de dulzura espiritual pudo descubrir la mirada amorosa de Padre Dios que lo llamaba por su nombre y le desvelaba el camino que podría recorrer en esta nueva vida. El resto de la mañana era tiempo para los trabajos de cultivo, mantenimiento y aseo en cualquiera de las dependencias del recinto, porque era justo y necesario que todos ganasen el pan con el trabajo de sus manos y el sudor de su frente. La tarde quedaba reservada para el alimento de la mente y del espíritu, a través de la lectura apacible, la reflexión serena o la guía del alma con el maestro que le correspondiera. Y casi todas las horas se iluminaban con momentos piadosos de oración, en la soledad de su aposento o en compañía de los hermanos.
Pero si grande fue el cambio experimentado en lo que había sido su vida hasta entonces, no fue preciso que ocurriera así con el alma, porque su rostro de bondad, su espíritu piadoso, su actitud siempre dispuesta para el trabajo y una ilusión que rebosaba por todos los poros de su cuerpo, consiguieron que se ganara muy pronto el corazón de los frailes. Ellos le acogieron en su comunidad de forma sincera y con la sencillez amorosa que les transmitiera el santo de Asís.
Después de la preparación correspondiente, le impusieron los hábitos de la orden y profesó sus votos religiosos con el nombre de Fray Juan de San Francisco. De esta forma hacía homenaje a su ciudad, nacida el día veinticuatro de junio, festividad de San Juan Bautista, y a San Francisco, el santo patrón de la Comunidad, bajo cuya protección se acogía.

Cuando paseaba junto a la alberca del huerto y veía reflejada en el agua su imagen revestida con el hábito franciscano, casi no podría creerlo. Le parecía un sueño en el que él era muy feliz y a sí mismo se decía:
–Porque has bendecido mi vida…
¡Loado, mi Señor!
Si contemplaba el cielo de azul transparente o de gris reconfortante, elevaba hasta las alturas su corazón agradecido diciendo:
–Por la hermana luna, por las estrellas claras tan limpias, tan hermosas, tan vivas… ¡Loado, mi Señor!
Si miraba el interminable mar que se perdía en el horizonte o el agua que corría sonoramente por los regatos y brazales del jardín, cantaba con emoción y alegría:
–Por la hermana agua, que es preciosa y útil, casta y humilde… ¡Loado, mi Señor!
Si percibía el tenue calor del sol crepuscular o el fuego que se adivinaba en la boca de los antiguos volcanes, exclamaba lleno de fe:
–Por el hermano sol, que alumbra y abre el día, que es bello y esplendoroso; y por el hermano fuego que alumbra al irse el sol, y es fuerte y hermoso… ¡Loado, mi Señor!
Si sentía el tacto de la tierra fecunda sobre la que caminaban sus pies descalzos, entonces, siguiendo el alma de Francisco de Asís, convertía en oración sincera todo el afecto que le brotaba a raudales:
–Por la hermana tierra; la hermana madre tierra, que es toda bendición, y que nos da abundantemente las hierbas, los frutos, las flores y cuanto nos sustenta… ¡Loado, mi Señor!
Fray Juan se sentía feliz como el que más y una gran alegría le desbordaba. Había conseguido la ilusión más importante de su vida y gozaba al encontrarse en compañía de aquellos venerables varones que, por vocación y por misión, manifestaban su grandeza al considerarse siempre como inferiores, porque habían comprendido que el Reino de Dios está reservado para quienes saben hacerse pequeños entre los más pequeños.
Un tiempo particularmente gratificante transcurría en el refectorioRefectorio Refectorio: Sala reservada en algunas comunidades y colegios para reunirse a comer: mientras se servía la comida en el re- fectorio, uno de los monjes leía las Sagradas Escrituras., ante la escasez del sustento diario, siendo consciente del regalo que suponía disponer de él cada día.
Mientras los frailes comían, se les proporcionaba también el necesario alimento espiritual con la lectura de Las Florecillas de San Francisco. Esto les permitía identificarse con su modelo, hecho en cándida poesía: el pobrecito dulcísimo, amigo de los pájaros y de los corderitos. Pero también con un Francisco duro y exigente consigo mismo y con los demás, capaz de reprender severamente a sus discípulos y de plantar cara al maligno con santa ira. Un Francisco audaz hasta la temeridad, que hace frente a lobos, a bandidos y a sediciosos; que emprende, en medio de los estertores de la guerra, un viaje que habría de conducirle hasta los mismos caminos y los mismos mares que conocieron la presencia del Maestro. Un Francisco intrépido, capaz de arriesgarse sin más armas que la paz de su corazón y la fuerza de su amorosa palabra ante los más fieros enemigos. Un Francisco que desafía el fuego de la hoguera por ansia de martirio y de pureza para, de esta forma, seguir más de cerca la mirada cautivadora del Señor. Un Francisco capaz de transformar las propias flaquezas, en su afán por convertirse en un hombre nuevo en el más pequeño entre los pequeños, entregado a vivir como instrumento de la paz.
A Fray Juan le divertían las ocurrencias del hermano cocinero, a quien con frecuencia ayudaba preparando o sirviendo las viandas. Y siempre le infundía un cierto temor reverencial la presencia del Padre Prior, que no renunciaba al semblante de expresión severa que tanto contrastaba con sus formas apacibles y su cálido verbo.

Pero Fray Juan guardaba dentro de él un secreto muy íntimo que sólo con el paso del tiempo pudo ir desvelando a los demás: estaba profundamente convencido de que la voz que lo llamó al convento fue la de Padre Dios, el Señor, que le hablaba a través de las campanas que sonaban en la iglesia de San Francisco. Las había escuchado cada día, sin faltar ni uno solo, desde el mismo de su nacimiento. Y las recordaba, siendo un niño sin apenas uso de razón, por el sentimiento de alegría que le producía escucharlas. A su toque, toda la familia comenzaba las labores diarias, rezaba al mediodía y recordaba a los difuntos en el ocaso.

Cuando su sonido recorría el cauce abrupto del barranco de Guiniguada, una fuerte emoción le embargaba y entonces sentía esa música como un reclamo que lo llamaba. Esto le hacía forjarse la ilusión de que algún día él mismo habría de tañerlas con sus propias manos y podría convertirse, de esta forma, en un mensajero de la palabra divina que, desde siempre y como ahora, sigue empeñada en llegar al corazón de cada persona a través de los medios más diversos y sorpresivos, incluso por medio del sonido de las campanas.
Al poco, su sueño comenzó a convertirse en realidad. Cuando el hermano sacristánSacristán Sacristán: Persona que ayuda al sacerdote en la misa y tiene a su cuidado los ornamentos y la limpieza y aseo de la iglesia y sacristía. ya se encontraba tan enfermo y desvalido que apenas tenía fuerzas para acceder al presbiterio de la iglesia, subiendo los pocos peldaños que lo separaban de la nave central, el Padre Prior encargó a Fray Juan que fuera su ayudante en cualquiera de las labores y menesteres que tenía encomendados, pero, sobre todo, le confió encarecidamente lo concerniente al cuidado y al toque de las campanas.
Siempre consideró este momento como uno de los más importantes de su vida. Había alcanzado la ilusión más secreta cuando apenas sobrepasaba los veinte años de edad. A partir de ahí, comenzó el dulce trabajo de recorrer cada día, y aun muchas veces al día, el bello camino que le llevaba a aprender el lenguaje de las campanas y a compenetrarse con ellas, con su silueta y con su tacto.
Aprendió el toque de gloria para celebrar los días de mayor solemnidad; el de duelo, para acompañar la despedida de quienes marchaban a la casa de Padre Dios; el de alarma, para avisar a la ciudad de los peligros que amenazaran la población.
Igual que ocurrió cuando se produjo el ataque del pirata holandés Pieter Van der Does: al escuchar los vecinos el toque de las campanas corrieron a refugiarse en el interior de la isla, llegando hasta la Vega de Santa Brígida. El pirata terminó la escaramuza incendiando la iglesia durante su retirada, tras ser rechazado por aquellos bravos canarios en los altos de El Batán. Luego, los frailes se vieron obligados a reconstruir la iglesia, que pudo así resurgir de sus cenizas, y a levantar la espadañaEspadaña Espadaña: Campanario de una sola pared en la que están abiertos los huecos para colocar las campanas. para que el sonido de las campanas llegara hasta los lugares más remotos sin que ningún obstáculo se interpusiera en su camino.
Fray Juan aprendió también el toque de la misa de alba, para dar gracias por la luz de la mañana cuando apenas clareaba el día, el de ángelus al mediodía, para evocar en su oración a María, la madre del Señor, y el de ánimas, recordando cada atardecer a quienes ya no estaban entre nosotros, pero permanecían fielmente en nuestra memoria.
Cada toque sabía transmitirlo con su acento propio, con la intensidad precisa, con la melodía más expresiva, con el tiempo necesario, con la mezcla sugerente de sonidos según el tamaño de las campanas, con la técnica que mejor cuadrara: de volteo, de balanceo o de percusión por medio de los pesados badajos de hierro. Incluso llegó a conseguir de ellas, manejando diestramente las cuerdas que bajaban

hasta el pie de la espadaña, expresiones de alegría o de tristeza, sonidos que parecían íntimas palabras susurrantes o exclamaciones de alborozo, gritos de angustia o llanto amargo, y siempre con una increíble fuerza misteriosa que las proyectaba a los cuatro vientos.
Fray Juan sentía que con cada vibración de las campanas hacía vibrar también su propia alma, elevándola en un éxtasis divino que la arrebataba hasta la cumbre más alta y le daba la posibilidad de estar muy cerca del cielo. Muchas tardes, escondido entre las primeras sombras del crepúsculo, subía hasta el balconcito de madera que flanqueaba las campanas, allá en lo alto de la espadaña y con sus dedos robustos las acariciaba, las golpeaba con infinitos matices. Acercaba el oído a ellas para escuchar su lenguaje más profundo, un lenguaje que él, mejor que nadie, había aprendido a descubrir y a descifrar. Les hablaba quedamente, confiándoles sus pensamientos, sus sentimientos y las ocurrencias más peregrinas.
–La langosta y el viento del sur acabarán con la vida de toda la vega… y habrá hambre… ¿Dónde estarán las barcas que zarparon al amanecer para faenar al otro lado de la bahía… ? ¿Escucharán los marinos vuestro sonido cuando se encuentren solos en alta mar…? ¡Qué a va ser de ustedes el día que yo falte… porque ese día habrá de llegar!
En las ocasiones que Fray Juan debía cumplir su misión de limosnero, recorría humildemente las calles de la ciudad y las viviendas más alejadas en los riscos o en las vegas y campos pidiendo de puerta en puerta. En esos momentos le gustaba preguntar a todos:
–¿Se escucha bien por estos lugares el sonido de las campanas?
Y recibía casi siempre una palabra reconfortante:
–Fray Juan, cuando suenan las campanas sabemos que no estamos solos y sentimos que Padre Dios no nos olvida y está muy cerca de nosotros.
–Dicen bien, mis hijos –les respondía el lego–. Su sonido es como la presencia misteriosa de la divina Trinidad a nuestro lado: tres campanas distintas, pero cada cual con su voz particular, y una música armoniosa que nace del perfecto entendimiento entre las tres. Y luego, ese son celestial vuela hasta nuestras almas de la misma manera que vuelan las palomas hasta las támaras del barranco y llenan el cielo de vida y de alegría.
–¡Que su nombre por siempre bendito sea!

Y Fray Juan volvía al convento con el corazón renovado de una alegría tan grande que le proporcionaba nuevas fuerzas para esmerarse más y más en su tarea, incluso cuando regresaba al convento con la bolsa de las limosnas tan escuálida como había salido de él, porque la pobreza de aquellos buenos isleños era inmensa, tan grande que bien podría compararse con la mucha generosidad de sus almas.
Así transcurría lenta y serenamente la vida de Fray Juan. Con el mismo ritmo que las olas van y vienen junto a la arena de la playa, una y otra vez, y siempre se nos antojan iguales, y casi siempre nuevas. Así fue día tras día, año tras año.
Con el paso del tiempo, sus hermanos de comunidad ya no eran los mismos, porque la llamada del Sumo Hacedor había aportado savia nueva y renovadora de la comunidad con la incorporación de nuevos frailes. También ocasionó no pocas ausencias y desgarros con el adiós postrero de otros: el bondadoso hermano sacristán cuyas funciones había heredado, el cocinero de cara tan bonachona y siempre lleno de simpatía y el Padre Prior que le admitiera cuando solicitó el ingreso en la Orden. Cada uno se marchó dejando un vacío en su corazón y una infinidad de recuerdos en su memoria. Y en cada despedida, las campanas, sabiamente dirigidas por las manos de Fray Juan, rezaban su plegaria acompasando el recitado de salmos y responsos por los hermanos. De esta forma, los acompañaba hasta su última morada terrenal situada en un cercado, dentro de los huertos y no muy lejos del jardín al que miraba el claustroClaustro Claustro: Galería que rodea el patio principal de una iglesia o convento. del convento. Allí recibían la visita de los frailes que, vestidos con sus hábitos marrones y cubriendo la tonsuraTonsura Tonsura: Coronilla afeitada de quienes recibían este grado. de sus cabezas con la capucha, desgranaban con devoción sus oraciones:
–Dales, Señor, el descanso eterno y brille sobre ellos la luz perpetua. Sus almas y las almas de todos los fieles difuntos, por la misericordia de Dios, descansen en paz. Amén.
Y también, a todas las horas del día gozaban de la compañía y el saludo de las campanas. Una atmósfera de música y esperanza impregnaba el ambiente luctuoso de aquel lugar, mientras vencidas definitivamente las prisas, los miedos y la desesperanza, fruto de las ocupaciones terrenales, los hermanos fallecidos esperaban pacientemente el día glorioso de la resurrección. El día que habrían de recibir la invitación amorosa de Padre Dios, llamando a cada cual por su nombre: «Venid, benditos de mi Padre, al sitio que os tengo reservado».
Pero el paso del tiempo también fue dejando huella en la persona de Fray Juan. Las canas habían cubierto su cabeza tonsurada. Sus manos, antes fuertes y musculosas, amanecían cada vez más ajadas y rugosas. Su silueta, antes erguida y firme, fue reflejando de manera ostensible el peso de los años en el declive de su espalda. Los cada vez más frecuentes achaques en su salud (porque el transcurrir de los años así lo disponía) le obligaron a evitar la humedad de la tarde, el frescor mañanero de los vientos alisiosAlisios Alisios: Se dice de los vientos regulares que soplan en dirección NE o SE, según el hemisferio, desde las altas presiones subtropicales hacia las bajas del ecuador. o los sofocos ocasionales del sirocoSiroco Siroco: Viento del sureste, seco y cálido. y la calima.

Y cuando adivinó la preocupación de los hermanos que miraban por su salud, temiendo que hubiera llegado el momento de limitar el tiempo dedicado al trabajo, pidió al nuevo Padre Prior que le fueran concedidos dos deseos, como gracia muy particular.
En el primero le rogaba que, si él consideraba oportuno asignarle un ayudante para realizar las tareas de la iglesia, porque sus fuerzas no le permitían responder dignamente en sus oficios, no le privara de seguir encargándose de las campanas hasta que Dios dispusiera de él. Y es que se encontraba con el mejor ánimo para renunciar a las diversas labores que atendía, para suavizar sus esfuerzos en las tareas domésticas o para dejar en otras manos la bolsa de las limosnas, pero no así para alejarse de la compañía y el calor cercano de sus campanas. Ellas lo eran todo para él, eran su vida.
En el segundo ruego manifestaba el más firme deseo de que, llegado el momento de la llamada definitiva al final de sus días, le dieran cristiana sepultura al pie de la espadaña, para poder estar eternamente muy cerca de las campanas, lo que no sería posible si lo enterraban en el cercado del huerto donde reposaban los hermanos difuntos.

Ambos deseos se cumplieron, y siendo ya muy anciano, sacaba fuerzas de flaqueza para hacer oír cada día sus campanas. El anciano fraileFraile Fraile: Nombre que se da a los religiosos de ciertas órdenes. cobraba nuevo brío cuando acariciaba las cuerdas que las hacían sonar con el mismo vigor que habían sonado toda la vida, con la misma sensibilidad y dulzura de siempre, con el amor que le permitía sentir dentro de él al mismo Dios.
Así fue hasta que una triste mañana las campanas no encontraron la mano amable de Fray Juan, porque ese amanecer había entregado su alma al Señor. Los hermanos acudieron a su celda, sorprendidos y alarmados porque Fray Juan no hubiera asistido al rezo del Oficio Divino, y más aún porque las campanas no hubieran dado el toque del alba. Al entrar lo encontraron plácidamente dormido, con expresión amable y serena, y el cuerpo aún caliente recostado entre las sábanas, tal como la hermana muerte lo sorprendiera en la soledad del amanecer.
Las campanas doblaron a difunto y los vientos alisios llevaron por toda la isla la noticia luctuosa de su muerte. En ese momento, otro corazón y otras manos que no acertaban a enjugar las lágrimas de su alma, intentaron arrancar la mejor música de aquellas campanas, huérfanas en lo alto de su espadaña, para acompañar el último camino de Fray Juan a hombros de sus hermanos.
El cortejo procesional se detuvo al pie de la espadaña y allá dieron sepultura al cuerpo envejecido de aquel hombre bueno, de aquel hermano menor, de aquel fraile sencillo, humilde y bondadoso, que había alcanzado el sentido más entero de la vida a través de la noble tarea de entregarse amorosamente al toque de las campanas. Sobre su tumba colocaron una sencilla cruz de madera y un nombre: Fray Juan de San Francisco. Muy pocas palabras para expresar tanta grandeza de alma, ya que no eran suficientes para explicar, a quienes desconocieran aquella vida y aquel amor, la historia verdadera que a partir de ese momento quedaba oculta bajo la tierra.




Capítulo 1

A poco más de mil kilómetros de la Península Ibérica y cien de las costas africanas bañadas por el océano Atlántico, se encuentran las islas que constituyen el llamado Archipiélago Canario. Para describirlas, basta recordar la expresión con que se las conoce desde la antigüedad: Islas Afortunadas. Y sobrados motivos albergan para considerarse afortunadas, porque aparte de la variada belleza de sus parajes y la bondad reconocida de su clima, da buena prueba de ello el alma noble y acogedora de los aborígenes, fielmente transmitida de generación en generación. Este territorio, incorporado a la corona de Castilla en el siglo XV, es parte integrante del estado español desde el primer peldaño de su existencia.
En la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, que fundaran el día de San Juan los conquistadores castellanos con el nombre primero de Villa Real de Las Palmas, y que fuera erigida como capital de Gran Canaria, (una de las tres islas llamadas de realengo porque podía gobernarse bajo el poder de los reyes) tuvo lugar la historia a la que hoy nos referimos y que todavía mantiene en vilo a cuantos han tenido conocimiento de ella. Una historia estremecedora y tierna a un tiempo, nacida bajo el son de las campanas de la iglesia de San Francisco, edificada en lo que hoy conocemos como Alameda de Colón, y forjada al calor del amor con que las mimara el protagonista de nuestro relato.
La Orden de los Franciscanos se encuentra muy unida a la nueva historia de las islas, siendo una de las primeras órdenes religiosas que las evangelizaron. Y como no podía ser menos, su influencia resultó decisiva también en toda la isla de Gran Canaria, haciéndose presente su comunidad en la ciudad de Telde, donde proclamaron la Palabra y propusieron su testimonio de vida junto al camino que habían trazado los antiguos faycanes; y en Gáldar, donde aún se dibujaba la silueta del último guanartemeGuanarteme Guanarteme: Término que recibían los reyes aborígenes guanches en la isla de Gran Canaria antes de la conquista castellana. sobre las piedras que cimentaban su nuevo y majestuoso templo, y muy principalmente en Las Palmas de Gran Canaria, donde se asentó la primera de sus comunidades.
A las afueras del núcleo urbano de la primitiva ciudad, al otro lado del Barranco de Guiniguada y junto al asentamiento de la población marinera, levantaron su conventoConvento Convento: Casa de religiosos o religiosas. que se organizaba en torno a un gran patio central rodeado de huertos frondosos, que la laboriosidad de los frailes convirtieron en sorprendente vergel de los más variados frutos y en sementera de caña dulce y plataneras. De esta manera contribuyeron a la pujanza agrícola de las islas, cuyos cultivos, en años posteriores, fueron exportados al Nuevo Mundo cuando fue descubierto en el otro lado del Atlántico, siendo este el origen de los mismos cultivos allende los mares.

Junto al convento no podía faltar la iglesia como punto de encuentro de toda la Comunidad Cristiana: un espacioso edificio de tres naves, como la mayoría de las iglesias construidas en las islas, y que pusieron bajo la advocación del Santo de Asís. Su fachada, ejemplo de la arquitectura religiosa de las islas, de claro sabor barroco, austero y sobrio aun dentro de las líneas que configuran este estilo, quedó terminada en el siglo XVII. Para su embellecimiento se usaron los nobles materiales de cantería gris azulada que se extraían de los yacimientos volcánicos de la isla.

En la sencilla pero elegante espadañaEspadaña Espadaña: Campanario de una sola pared en la que están abiertos los huecos para colocar las campanas., levantada muy cerca de la fachada principal de la iglesia, se alzaban las tres campanas con las que los frailes convocaban para la misa del alba, invitaban al rezo del ángelus en el mediodía o evocaban a las ánimas al atardecer. Su sonido era tan potente que los días de ambiente sosegado sus ecos llegaban hasta las inmediaciones de la ciudad de Telde, en el camino del sur; hasta los altos del Monte Lentiscal, por la zona del centro, y hasta el Puerto de Isletas, en la ruta del norte.
A pesar de los muchos campanarios de conventos e iglesias que fueron poblando la ciudad, cuando se escuchaba su tañido intenso, grave y cálido, con una reverberación que pareciera interminable, siempre provocaba una emoción entre triste y dulce. Su son no se confundía con ninguno y se distinguiría entre cien que tocasen al mismo tiempo.