Capítulo 1

A poco más de mil kilómetros de la Península Ibérica y cien de las costas africanas bañadas por el océano Atlántico, se encuentran las islas que constituyen el llamado Archipiélago Canario. Para describirlas, basta recordar la expresión con que se las conoce desde la antigüedad: Islas Afortunadas. Y sobrados motivos albergan para considerarse afortunadas, porque aparte de la variada belleza de sus parajes y la bondad reconocida de su clima, da buena prueba de ello el alma noble y acogedora de los aborígenes, fielmente transmitida de generación en generación. Este territorio, incorporado a la corona de Castilla en el siglo XV, es parte integrante del estado español desde el primer peldaño de su existencia.
En la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, que fundaran el día de San Juan los conquistadores castellanos con el nombre primero de Villa Real de Las Palmas, y que fuera erigida como capital de Gran Canaria, (una de las tres islas llamadas de realengo porque podía gobernarse bajo el poder de los reyes) tuvo lugar la historia a la que hoy nos referimos y que todavía mantiene en vilo a cuantos han tenido conocimiento de ella. Una historia estremecedora y tierna a un tiempo, nacida bajo el son de las campanas de la iglesia de San Francisco, edificada en lo que hoy conocemos como Alameda de Colón, y forjada al calor del amor con que las mimara el protagonista de nuestro relato.
La Orden de los Franciscanos se encuentra muy unida a la nueva historia de las islas, siendo una de las primeras órdenes religiosas que las evangelizaron. Y como no podía ser menos, su influencia resultó decisiva también en toda la isla de Gran Canaria, haciéndose presente su comunidad en la ciudad de Telde, donde proclamaron la Palabra y propusieron su testimonio de vida junto al camino que habían trazado los antiguos faycanes; y en Gáldar, donde aún se dibujaba la silueta del último guanartemeGuanarteme Guanarteme: Término que recibían los reyes aborígenes guanches en la isla de Gran Canaria antes de la conquista castellana. sobre las piedras que cimentaban su nuevo y majestuoso templo, y muy principalmente en Las Palmas de Gran Canaria, donde se asentó la primera de sus comunidades.
A las afueras del núcleo urbano de la primitiva ciudad, al otro lado del Barranco de Guiniguada y junto al asentamiento de la población marinera, levantaron su conventoConvento Convento: Casa de religiosos o religiosas. que se organizaba en torno a un gran patio central rodeado de huertos frondosos, que la laboriosidad de los frailes convirtieron en sorprendente vergel de los más variados frutos y en sementera de caña dulce y plataneras. De esta manera contribuyeron a la pujanza agrícola de las islas, cuyos cultivos, en años posteriores, fueron exportados al Nuevo Mundo cuando fue descubierto en el otro lado del Atlántico, siendo este el origen de los mismos cultivos allende los mares.

Junto al convento no podía faltar la iglesia como punto de encuentro de toda la Comunidad Cristiana: un espacioso edificio de tres naves, como la mayoría de las iglesias construidas en las islas, y que pusieron bajo la advocación del Santo de Asís. Su fachada, ejemplo de la arquitectura religiosa de las islas, de claro sabor barroco, austero y sobrio aun dentro de las líneas que configuran este estilo, quedó terminada en el siglo XVII. Para su embellecimiento se usaron los nobles materiales de cantería gris azulada que se extraían de los yacimientos volcánicos de la isla.

En la sencilla pero elegante espadañaEspadaña Espadaña: Campanario de una sola pared en la que están abiertos los huecos para colocar las campanas., levantada muy cerca de la fachada principal de la iglesia, se alzaban las tres campanas con las que los frailes convocaban para la misa del alba, invitaban al rezo del ángelus en el mediodía o evocaban a las ánimas al atardecer. Su sonido era tan potente que los días de ambiente sosegado sus ecos llegaban hasta las inmediaciones de la ciudad de Telde, en el camino del sur; hasta los altos del Monte Lentiscal, por la zona del centro, y hasta el Puerto de Isletas, en la ruta del norte.
A pesar de los muchos campanarios de conventos e iglesias que fueron poblando la ciudad, cuando se escuchaba su tañido intenso, grave y cálido, con una reverberación que pareciera interminable, siempre provocaba una emoción entre triste y dulce. Su son no se confundía con ninguno y se distinguiría entre cien que tocasen al mismo tiempo.




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