ISLA DE FUERTEVENTURA. (Pgs. 85 – 89)

ISLA DE FUERTEVENTURA
Casi a las cinco horas de navegación, la lancha de Estévez el Negro metió su quilla en la arena de Majanicho. Eso ocurrió un jueves, día 16 de noviembre de 1730.
Don Pedro Sánchez Umpiérrez mandó el mapa por mí dibujado al Regente de Canarias, don Juan Francisco de la Cueva. Por deferencia, me imagino, se me entregó una copia de la carta que envió con mi pintura. Y yo, por hacer un registro, la adjunto a este mi relato para así dar fe de esta especie de aventura que me hizo ver el temblor terrible de la tierra aquel fatídico viernes 1 de septiembre en que la noche nos sorprendió con la telúrica y tenebrosa voz de Chimanfaya.

Muy Ilustre Señor: El impensado y lastimoso suceso de bolcanes en la ysla de Lanzarote nos tiene tan lastimados a todos como mas convenzinos, como no puedo explicar. Y por que discurro estarà Vuestra Señoria ya enterado de todo lo sucedido por los juezes de aquella ysla, no repito esta mortificacion. Solo si me determiné con el motivo de tantas cartas y noticias, que tube de aquella isla, a embiar un pintor para que atentamente me hiciese mapa dela isla, proporcionandose a discrecion para dar a conocer los lugares perdidos por razon del bolcan, y los perdidos por arenas y los no tan perdidos por causa de ellas, los que no han padecido ruina, el terreno que esta libre y antes se cultivaba, y lo mismo el que esta incapaz de cultivarse por causa de malpaizes, y tierra inútil, que con efecto se hizo, habiendo quedado muy razonable en opinion de todos los inteligentes que tienen conocimientos de aque- lla isla. Y tengo hecho esto solo a fin de embiar uno a su Excelencia, y el incluso a Vuestra Señoria para que teniendo ala vista en el mexor modo posible aquella ysla en diseño, puedan Vuestra Señoria y su Excelencia obrar sus providencias, como mexor convenga, que quiera Dios, y su Madre Santísima dar en todo el maior acierto. Vuestra Señoria me tiene para servirle con todas veras, y con las mismas ruego a Nuestro Señor le guarde muchos años, como deseo.

Fuerteventura y de noviembre 18
de 1730=Muy ilustre Señor= Besa
la mano de a Vuestra Señoria su mas afecto, y reconocido Servi- dor= Pedro Sanchez Umpiérrez= Señor Regente Don Juan Francis- co de la Cueva. Muy Señor mio.


Ficha de lectura

El regreso a Fuerteventura. (Pgs. 78 – 85)

El regreso a Fuerteventura
Cuando estábamos por marchar, apenado mi anfitrión de mi partida disculpada por la urgencia de mi encargo, llegó un jinete con el recado de que la lancha de Estévez el Negro nos esperaba en el Puerto del Arrecife. Habían abandonado la Tiñosa por haber visto en las cercanías un navío sospechoso y, pensando que eran piratas o asaltantes, decidieron buscar refugio en Arrecife. Así pues, partimos sin dilación hacia el Puerto.
Al pasar de nuevo por Tahíche, ahora acompañado por mi criado y el jinete de la Tiñosa, miré hacia la montaña que lucía su piel de siempre y sonreí al pensar que la belleza nos es dada a contemplar muy pocas veces. El Puerto del Arrecife es una aldea con unas pocas casas, algunas alineadas, casi todas de una sola planta, almacenes y chozas de pescadores. La lluvia de estos días le da un aspecto poco polvoriento que imagino que no será el que tenga de ordinario. Los alrededores están plagados de yerbas floridas y el camino es inequívoco, pues lleva directamente al mar, una costa agradable.
Arrecife está formado por dos bahías principales y el agua forma calas de claros fondos. Cogimos el camino principal y allí, al final, estaba nuestra lancha, fondeada su potala cerca de la orilla.
Al lado había un enorme tronco de árbol caído y medio enterrado en la arena que hacía de cómodo asiento a un grupo de personas, entre los que descubrí a los marineros que debían regresarnos a Fuerteventura. Se alegraron mucho de vernos y preguntaron cómo me había ido con la expedición y, sinceramente, me sentí obligado a contarles en qué estado íbamos a dejar la isla. También se consternaron mucho al escuchar que el desastre no tenía visos de terminar y que cada hora que pasaba una nueva explosión sacudía aquella maltratada parte que ya iba siendo un buen trozo de la isla.
Por Arrecife contaron nuestros marineros que algunos propietarios ricos habían tratado de escapar hacia Fuerteventura, llevándose con ellos granos y bienes, y que las autoridades detuvieron a los maestres de los barcos. Y que las dichas autoridades estaban rígidas con el asunto, pues decían que no podía permitirse un éxodo incontrolado de la gente. De hecho, a mis marineros estuvieron interrogándolos acerca de la presencia de la lancha allí y esa espera que hacían, y no quedaron conformes hasta que se enteraron de la misión que teníamos.
El caso es que en el Puerto del Arrecife, como nunca, había un buen número de gentes y barcos, y todos esperaban ansiosos nuevas y buenas noticias o las autorizaciones para salir de la isla.
Podían verse familias viviendo al descampado, un gran número de ranchos, todos alrededor de improvisadas hogueras para combatir el frío de un mes como noviembre, que si bien el clima durante el día es benigno, por la noche refresca mucho y cuando llueve, apenas hay sitio donde refugiarse, ni ropas apropiadas para la intemperie y menos para toda esa gente que tuvo que salir de sus casas con lo puesto.
Da grima ver a los más pequeños con sus miradas ansiosas y sus cuerpos abatidos por el frío y por las malas condiciones, tanto de refugio como de alimentos.
Con la luz benigna de la mañana y con el viento favorable a nuestra vela, zarpamos de la bahía de Arrecife. Atrás dejamos una pequeña aldea graciosamente arrimada al mar, ahora llena de gente desesperada.
Mientras navegábamos pegados a la orilla, pudimos ver a nuestro jinete y las mulas trotando hacia su destino: le dimos gritos y él saludó en varias ocasiones levantando los brazos y agitando al aire las dos manos.

Tahíche. (Pgs. 70 – 78)

Tahíche
A media tarde acompañé al alcalde y al Gobernador de las Armas a Tahíche, pues se comentaba que desde allí se estaba viendo una gran fumarola en dirección a Zonzamas. Al trote nos acercamos al caserío a través de una espléndida vega. Lo componían unas pocas casas dispersas, edificadas con piedras secas y que solo tenían albeados los umbrales de las puertas y algunos ventanucos. En ocasiones se confundían las viviendas con los muros de las fincas. Se asentaba este caserío sobre un llano terroso al pie de una montaña que creo recordar llamaban, sin más, Montaña de Tahíche. Ya antes de llegar estuvimos mirando en dirección a Zonzamas, pero realmente lo que se veía era el cielo oscuro de humos allá al fondo de la isla. Pero, por fortuna, debo añadir que en aquel instante tuve la suerte de presenciar un momento de belleza sin igual.
Se hizo un claro entre las nubes por el poniente, y el sol en su caída incendió el cielo de tonos naranjas que llegaban áureos1 a la Montaña de Tahíche, dorándola como el más maravilloso de los retablos. La montaña que un poco antes solo enseñaba su piel áspera de un tono siena rojizo, de pronto se presentó fulgúrea; contra el fondo plúmbeo de unas nubes gruesas parecía una inmensa escultura de oro, un templo levantado para mayor gloria del sol y los dioses. Cada hendidura y grieta de la montaña parecía caprichosa y artísticamente cincelada.
No pudimos sustraernos a tan sugestiva presencia, bajamos de los caballos y los tres nos sentamos en un muro bajo de piedras, a la vera del estrecho sendero, y estuvimos allí sentados contemplando la mole de oro hasta que la caída del sol le devolvió lentamente su estado natural.
Por el poniente unas nubes grises dejábanse perfilar de hilachos rosas y la tarde comenzó a dejar paso a la noche, siendo ya totalmente oscuro cuando entramos por el portón de la casa del alcalde.
Cenamos ligeramente: una sopa de verduras con hebras de carne de res, que estaba sabrosa y bien caliente, lo que venía bien porque las noches en Teguise son frías en invierno, según mi anfitrión, y casi todo el año según el gobernador.
Sobre un aparador del salón, donde tomamos un poco de vino aromatizado y caliente, observé que había una bandola de muy buena factura con hermosa filigrana de taracea. A su lado, una cajetilla de nácar contenía dos plectros. Ante mi curiosidad, don Melchor me dijo que tal instrumento pertenecía a su familia desde tiempo inmemorial y que aún hoy la música seguía siendo el distraimiento principal de la casa, cosa que pude constatar habida cuenta de los varios y distintos instrumentos que pude ver en su propiedad.
Hablamos de todo y principalmente, cómo no, de los estragos del volcán y de cómo la isla iba a transformarse. No ya solo la calidad de su superficie y tierras sino hasta la propia relación de poder, ya que un hecho de tal dimensión trastoca los fundamentos económicos y sería, de pararse el volcán un día, una isla diferente a la que fue. Y más cosas que hablamos, algunas de las cuales por no tener yo experiencias en esos asuntos, propios de los políticos, no recuerdo por no haberlas entendido del todo.
Me fui a la cama con la imagen de la Montaña de Tahíche presente en mi cabeza. Un hermoso retrotabulum, como le gustaba decir con majestuosidad a mi maestro de pintura.
Por la mañana temprano, en los alrededores de la iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe se hallaba arremolinada una importante cantidad de personas. Viéndolas, parecían los miembros de varias familias, pues había mixturados gente mayor con medianos y muy pequeños. Supe al rato que eran vecinos de los pueblos sepultados por la lava. Había un buen grupo de Santa Catalina, el lugar que yo recogí en el mapa y al que asigné el número 2. Algunos de los miembros de esta aglomeración que había convertido la plaza en un improvisado caravasar estaban en el templo, probablemente dando gracias al cielo por haberlos salvado. LuegoLuego Luego: Después. me enteré de que marchaban hacia unos valles que están en el camino hacia Haría, donde habían obtenido permiso para asentarse y tierras para trabajar.

El regreso a Teguise. (Pgs. 61 – 70)

El regreso a Teguise
Entramos por las calles empedradas de la Villa a media mañana. Hacía frío y las paredes de las casas chorreaban brillantes, como si millares de caracoles las hubieran recorrido. En algunas de ellas lucían húmedas las colonias de líquenes que envejecían la cal.
Una chiquillería ocupó las calles a nuestro paso; algunos adultos exclamaban: «¡Es el pintor!», como si en mi humilde trabajo les trajera la solución a las desgracias.
Y yo no era más que un ser consternado por la visión de la tierra abriéndose y tragándose los campos enteros y los sueños de prosperidad que les es legítimo tener a las gentes. Era un herido, víctima de una guerra que no terminaba, una batalla entre las fuerzas ocultas del planeta. Pero allí estaban los vecinos de la Villa guiándonos cual ángeles extraviados hacia la casa del Alcalde Mayor.
Don Melchor estaba a la puerta, esperándonos; en su rostro había tanto entusiasmo como en los vecinos. Al fin y al cabo esta procesión nuestra con camellos y mulas, como si de un auto sacramental se tratara, lograría distraer un poco la mente de la vecindad, apartarla de los miedos.
Éramos el perfecto placebo en manos de un gobernante que no quería enfermedades sediciosas en la población. Comprendiendo esa situación no pude reprimir una risotada que casi lleva al traste el entusiasmo de todos, pero también don Melchor se carcajeó haciendo creer a todos que había algún motivo para la alegría, así que todos rieron y la situación se recondujo hacia una falsa tranquilidad.
Entré a la casa acompañado por don Melchor, tras despedirme de Damián Leal, al cual le agradecí infinitamente toda su ayuda, sin la que probablemente mi trabajo no sería tan preciso como deseaba.
–¿Cómo se le ocurre reírse, hombre de Dios? –me llamó la atención el Alcalde Mayor, nada más entrar en la casa.
–Lo siento, no pude evitarlo, sé que la cosa no está para risas, pero el hombre propone y Dios dispone
–dije con cierta intención de achacar a Dios más que a mí la risotada.
Él inmediatamente se percató de mi intención y soltó una carcajada al tiempo que decía:
–Un pintor con recursos, me gusta. Podría dedicarse a tareas de gobierno.
Enseñé a mi anfitrión el trabajo que había realizado y le indiqué algunas cosas que me faltaban por agregar. Quedó impresionado, no por mi dibujo, sino por los datos contenidos en él. A cada momento exclamaba:
–¡Dios mío, se nos va la isla de debajo de los pies!
–No se nos va –le dije–, se nos quema, se torna inhóspita y la lluvia de gases letales acaba con la vida. No se extrañe de que, de seguir así, esta isla solo sea una balsa de piedras calcinadas donde la vida no pueda manifestarse hasta que pasen milenios.
–Esperemos que Dios tenga en cuenta todas las rogativas que se vienen haciendo en las islas y que perdone nuestros pecados.
Quise intervenir en esa apreciación, pero estimé que el hombre estaba afligido más allá del entendimiento y que tan espectacular catástrofe solo puede entenderse por un origen divino.
Como me invitara a pasar la noche en su casa, por lo temprano que era y porque aún tendría tiempo para embarcar hacia Fuerteventura, aproveché la tarde para ultimar el dibujo. Rellené los cuadros con los datos que pretendía. Señalé los lugares que no estaban amenazados, que son los de la zona norte de la isla, la parte de Femés y las costas alejadas de los ríos de piedras fundentes; los lugares sepultados por la lava, marcando con el número 4 allí donde había estado Chimanfaya, justo donde había comenzado a abrirse la tierra el pasado primero de septiembre; marqué también los sitios invadidos y perdidos por las escoriasEscorias Escorias: Cenizas volcánicas. y cenizas volcánicas así como los menos perjudicados.
Y esos datos los pasé al plano pintando de color verde las tierras cultivadas, de carmín las arrasadas y ya sin provecho, de negro las perdidas y de menos negro las que aún era posible cultivar algo. Me impactaron tanto aquellos orificios de la tierra expulsando fuego que pinté en una ventana en la parte superior izquierda del mapa una vista de los conos volcánicos vomitando las piedras ardientes y pentecostales lenguas de fuego.

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Vuelta a Teguise. (Pgs. 57 – 61)

Vuelta a Teguise
Bajamos la montaña y nos dirigimos a la capital de la isla. Como las arenas volcánicas volaban por todos lados y cubrían los cultivos arruinándolo todo, decidimos ir en dirección a Argana. Desde allí subiríamos hacia Zonzamas y tras cruzar el jable nos acercaríamos a Teguise.
En Argana pasamos la noche; la verdad es que podríamos haber seguido caminando pues había buena luz, pero estábamos cansados, tanto nosotros como los animales.
Comimos muy poco: restos de la comida del mediodía, unos trozos de pescado en salazón que tiraban por agua de manera ostentosa y una rala de gofio hecha con vino, que nos calentó la tripa y nos dispuso a dormir tranquilos, lejos como estábamos del fuego.
Por la mañana amanecimos envueltos en una bruma que nos asustó por hacernos creer que era humo. Salimos de la tienda y el paisaje a nuestros ojos era como mágico; recuerdo que uno de los hombres dijo:
«Estamos cerca del revolcadero de las brujas», y al ser preguntado acerca de su comentario, solo dijo que así llamaban a un lugar situado a un tiro de mosquete de donde estábamos; parecía no hablar con precisión, ni saber exactamente lo que decía, pero tenía claro que el fenómeno de la niebla baja que nos envolvía parecía cosa de magia. Y a mí también me lo pareció.
El pico de la tienda sobresalía de la bruma y a nuestros pies no se veía más que un manto que bajaba deshilachándose según se iba acercando al Puerto del Arrecife. Tras nosotros y arriba, el poblado de Zonzamas, libre de bruma, abierto hacia el cielo como un desafío. Cuando lo cruzamos yendo hacia Teguise, vimos su muro de grandes piedras y una de ellas alzada mostrando un collar de líneas concéntricas.

La isla se sacudía en estertores letales y allí permanecía alzado el mundo aborigen, las señales inequívocas de una cultura que se negaba a desaparecer.