El regreso a Teguise. (Pgs. 61 – 70)

El regreso a Teguise
Entramos por las calles empedradas de la Villa a media mañana. Hacía frío y las paredes de las casas chorreaban brillantes, como si millares de caracoles las hubieran recorrido. En algunas de ellas lucían húmedas las colonias de líquenes que envejecían la cal.
Una chiquillería ocupó las calles a nuestro paso; algunos adultos exclamaban: «¡Es el pintor!», como si en mi humilde trabajo les trajera la solución a las desgracias.
Y yo no era más que un ser consternado por la visión de la tierra abriéndose y tragándose los campos enteros y los sueños de prosperidad que les es legítimo tener a las gentes. Era un herido, víctima de una guerra que no terminaba, una batalla entre las fuerzas ocultas del planeta. Pero allí estaban los vecinos de la Villa guiándonos cual ángeles extraviados hacia la casa del Alcalde Mayor.
Don Melchor estaba a la puerta, esperándonos; en su rostro había tanto entusiasmo como en los vecinos. Al fin y al cabo esta procesión nuestra con camellos y mulas, como si de un auto sacramental se tratara, lograría distraer un poco la mente de la vecindad, apartarla de los miedos.
Éramos el perfecto placebo en manos de un gobernante que no quería enfermedades sediciosas en la población. Comprendiendo esa situación no pude reprimir una risotada que casi lleva al traste el entusiasmo de todos, pero también don Melchor se carcajeó haciendo creer a todos que había algún motivo para la alegría, así que todos rieron y la situación se recondujo hacia una falsa tranquilidad.
Entré a la casa acompañado por don Melchor, tras despedirme de Damián Leal, al cual le agradecí infinitamente toda su ayuda, sin la que probablemente mi trabajo no sería tan preciso como deseaba.
–¿Cómo se le ocurre reírse, hombre de Dios? –me llamó la atención el Alcalde Mayor, nada más entrar en la casa.
–Lo siento, no pude evitarlo, sé que la cosa no está para risas, pero el hombre propone y Dios dispone
–dije con cierta intención de achacar a Dios más que a mí la risotada.
Él inmediatamente se percató de mi intención y soltó una carcajada al tiempo que decía:
–Un pintor con recursos, me gusta. Podría dedicarse a tareas de gobierno.
Enseñé a mi anfitrión el trabajo que había realizado y le indiqué algunas cosas que me faltaban por agregar. Quedó impresionado, no por mi dibujo, sino por los datos contenidos en él. A cada momento exclamaba:
–¡Dios mío, se nos va la isla de debajo de los pies!
–No se nos va –le dije–, se nos quema, se torna inhóspita y la lluvia de gases letales acaba con la vida. No se extrañe de que, de seguir así, esta isla solo sea una balsa de piedras calcinadas donde la vida no pueda manifestarse hasta que pasen milenios.
–Esperemos que Dios tenga en cuenta todas las rogativas que se vienen haciendo en las islas y que perdone nuestros pecados.
Quise intervenir en esa apreciación, pero estimé que el hombre estaba afligido más allá del entendimiento y que tan espectacular catástrofe solo puede entenderse por un origen divino.
Como me invitara a pasar la noche en su casa, por lo temprano que era y porque aún tendría tiempo para embarcar hacia Fuerteventura, aproveché la tarde para ultimar el dibujo. Rellené los cuadros con los datos que pretendía. Señalé los lugares que no estaban amenazados, que son los de la zona norte de la isla, la parte de Femés y las costas alejadas de los ríos de piedras fundentes; los lugares sepultados por la lava, marcando con el número 4 allí donde había estado Chimanfaya, justo donde había comenzado a abrirse la tierra el pasado primero de septiembre; marqué también los sitios invadidos y perdidos por las escoriasEscorias Escorias: Cenizas volcánicas. y cenizas volcánicas así como los menos perjudicados.
Y esos datos los pasé al plano pintando de color verde las tierras cultivadas, de carmín las arrasadas y ya sin provecho, de negro las perdidas y de menos negro las que aún era posible cultivar algo. Me impactaron tanto aquellos orificios de la tierra expulsando fuego que pinté en una ventana en la parte superior izquierda del mapa una vista de los conos volcánicos vomitando las piedras ardientes y pentecostales lenguas de fuego.

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