XI LA PLAYA SECRETA

XI

LA PLAYA SECRETA

Por primera vez, Carla tuvo el valor, acompañada de Lolo y Colacho, de surfear el Lloret. El lugar suponía un peldaño de dificultad mayor que la Cícer.

Situado tras un recodo en el fin de la Playa de Las Canteras y justo en el margen del Auditorio Alfredo Kraus, las olas del Lloret rompían contra los callaos de la orilla con ímpetu ineludible. Entrar no era sencillo. Había que fijarse en lo que hacían quienes tenían más experiencia y colarse por el mismo espacio, donde una baja les daba la opción de penetrar con mayor seguridad.

Carla afirmó sus pies descalzos y húmedos en una de las piedras. Estaba nerviosa e impaciente, deseosa de surfear el presente como un animal en busca de su presa. Eso era vivir el momento, nada de literatura cursi con su carpe diem y otras gilipolladas.

Debía esperar la llegada de una ola para poder saltar al agua y remar con potencia hasta superar el peligro de ser arrastrada hasta las rocas. Colacho ya estaba braceando hacia el pico. Lolo esperó a que ella saltara primero, por si debía ayudarla.

—Tranquila… —dijo.

—¡Déjame, guapito! Yo sé hacerlo sola.

Con la llegada de la ola adecuada, Carla se metió en el agua, superó sumergida la masa marina y subió a la superficie a buen ritmo. Llevaba una sonrisa apretada en los dientes, pero la serie que se acercaba con firmeza se la borraría velozmente. Lolo saltó con la siguiente ola e intentó alcanzar a Carla, aunque la corriente se lo impedía. Fue un momento de tensión. La respiración fluía agitada. La fuerza inusitada le costó a Carla un apretón de mandíbulas que no había tenido hasta entonces y remó con todo su ímpetu para que el mar no se rompiera sobre ella. Esta vez lo superaría.

Pudo llegar al labio superior de la ola y con un salto en el aire bajar por la parte trasera. Lo había logrado. Desde ahí, había que bracear con más energía hasta llegar al epicentro, donde más de una decena de personas se empleaba en ser el primero en cebar las majestuosas ondas.

Una vez allí todo tomó un cariz distinto. Colacho, Lolo y Carla consiguieron un hueco privilegiado algo más al este y empezaron a disfrutar de unas olas cojonudas, pero no cebaban todas las que quisieran porque la lucha era tenaz. La derecha del Lloret arrebataba a cualquier surfero. Carla consiguió finalmente surfear de verdad y disfrutar el baile con la música de su equilibrio. Entró en uno de los tubos cerúleos arañando con sus dedos la pared de la ola, realizó varios derrapes que aumentaban la potencia del movimiento y el nerviosismo de la respiración, y voló con sus alas en el aéreo final, que rasgó el cielo con las tres quillas como el zarpazo de un gato salvaje.

La sensación es indescriptible, el cuerpo repleto de endorfinas y los músculos cargados de tensión y sal. Más de una hora de remadas, quiebros, subidas, amagos y margullos por debajo del océano que lame la isla.

Algunos de los puretas que surfearon aquel día la vieron pasar ufana sobre la masa acuífera del Lloret. La miraban con ilusión y sin envidia malsana. Ella, sintiéndose mirada, pensó en el propio Masito, en Suso Sierra o en Juan Barreto, los fundadores del Club de Surf de Canarias. Y pensó también que hay una historia en todas las olas pasadas que debemos saber, un tiempo de arena, sal y oleaje que no tenemos que olvidar como isleños.

Disfrutando de su primera vez en el Lloret, Carla respiró surf y entendió que si había alguna playa secreta en la isla, esa playa solo conocida por Peter Troy y los anteriores miembros de la logia, era el momento de buscarla, encontrarla y por encima de todo, surfearla o respirarla, que se estaban convirtiendo en sinónimos.

Esa misma tarde, después de engañar al hambre con un bocata de calamares del Ñoño, los cinco subían por la calle Guanarteme en busca del club de surf, justo al lado de Asadero de pollos El Puente. Caminaban en procesión, uno delante de otro, debido a la estrechez de la irregular acera de la calle. Carla irradiaba luz tras la surfeada de esa mañana. Se mostraba orgullosa, segura, con una frescura inusitada que flotaba de su piel hacia el universo.

—Aquí es —dijo Lolo—. Fernando Guanarteme, 112.

—¿Tienes la llave? —preguntó Carla.

—Sí. —Revolvía en su mochila en busca del llavero.

—Pero, tío…Esto es un taller de coches o algo así…Taller Suso: Cambios de aceite y filtros —argumentó Colacho—. ¿Necesitas un cambio de aceite, Lolo?

—¿Suso…? —reflexionó y dudó Carla—, ¿así no se llamaba uno de los del club de surf? Sí, Suso Sierra…

—Con la misma es una tapadera.

—Esto parece abandonado.

—Bueno, esperemos, tranquilos. Aquí está la llave. Déjame ver si la puerta se abre.

Lolo introdujo la llave y giró la cerradura. Lentamente, la puerta cedió y los cinco entraron en el antiguo Club de Surf de Canarias.  A mano izquierda, una puerta daba acceso a un taller de coches en completo desorden con olor a aceite, goma vieja y gasolina. A la derecha, unas escaleras de baldosa indefinidas ascendías al piso superior. Los chicos subieron entre risas y curiosidad. Cuando llegaron al rellano del primer piso, una vieja puerta de cristalera traslúcida de la que colgaba un cartel que rezaba: Club de Surf de Canarias escrito a mano, con buena caligrafía, pero que probablemente se grafió hace veinte años, los saludaba.

—¿Pero tú has visto ese pedazo de cartelito? —Se descojonaba Colacho y junto a él su pelo retorcido.

—¡Guau! Vaya nivel.

—¿Y este es el famoso club? ¿Y de aquí sale la secretísima logia y la Gran Canary Surfer Lodge? ¿Y el Peter Troy y todos los puntales surferos del planeta?

—Me da que Masito tiene pinta de chafalmeja, perdona que te diga.

—Esperen, chicos. Tranquilidad. Vamos dentro.

Lolo abrió la puerta, que no estaba cerrada con llave, y los cinco entraron en la estancia. Para su sorpresa, el lugar era agradable. Un amplísimo salón, completamente diáfano se extendía ante sus ojos. Una enorme cristalera daba al viejo barrio de Guanarteme y las destartaladas azoteas del distrito. Se notaba la falta de limpieza, pero la calidez de la organización, las estanterías con libros de surf antiguos y las fotografías de la pared, daban la impresión de sala de los años 70 retro de estilo sueco. En el fondo del local unas burras sostenían varias tablas de surf proyectando un colorido especial, al lado crujía una nevera pequeña. Junto al ventanal un gran sillón gris de tela gruesa con canaletas y bastones. Al margen izquierdo y lindando con la pared de ladrillos colgaban más fotos, en algunas de ellas distinguieron a Masito y en otras a Peter Troy, pero no supieron distinguir al resto de, en aquel entonces, jóvenes surfistas. Junto al sillón había una mesa de madera de trabajo con soporte de madera. Parecía más un espacio de trabajo nórdico que un local, anatómica y geográficamente, africano.

—¡Joder! Pues está guapo —dijo Irene—. Fijo que lo decoró el mismísimo Peter Troy.

—Sí, me gusta mucho. Tiene más estilo de lo que pensaba —interviene Carla.

—¿Y ahora qué? —añade Mingo. Se fueron sentando unos en el sillón, otros en las sillas alrededor de la mesa.

—A esto le falta una plantita o algo.

—¿Trajiste tu ordenador, Mingo?

—Sí, aquí lo tengo, y conectando con la wifi más cercana. A ver…Pues mira, nos hacemos coleguitas del asadero de pollos que no tiene clave y…ya está…wifi conectada, listo.

—Bien, y ahora a buscar qué significan los códigos de la calavera.

—No, Lolo. Querrás decir el choriqueso.

—Del choriqueso ya no queda nada, solo polvo. Menuda movida la del otro día en Vagabundo. Creo que no había vivido una pelea así en mi vida. Y luego mira, el tipo nos pide ayuda para encontrar lo de los códigos.

—Masito dice que esos códigos indican un sitio, un lugar en la isla con unas olas perfectas —puntualizó Carla—. Un lugar secreto, una playa secreta que nadie conoce, solo los miembros de la logia, Peter y los predecesores. Ese es nuestro cometido. Debemos descifrarlos e ir a toda hostia a esa playa.

—Pues al lío —sugirió Colacho, sentándose al lado de Mingo—. Tal vez hemos buscado mal el significado de los códigos. Habíamos pensado en varias posibilidades: que si dinero escondido, criptomonedas, versículos de la Biblia, pero en ningún momento se nos ocurrió que pudiera ser un lugar…

—…Y menos una playa secreta —profirió Irene, que se había levantado del sillón y miraba libros y álbumes de la estantería.

Lolo, Mingo y Colacho dispuestos alrededor del ordenador, buscaban el enigmático significado alfanumérico. Mingo tecleaba la manera de buscar lugares a través códigos. De los aproximadamente 178.000 resultados picó en el primero: Utiliza los códigos plus para encontrar y compartir lugares.

—Mira, este quizá nos sirva —observó Mingo—. Introduce seis o siete números y letras…Voy a intentarlo escribiendo el código del choriqueso. ¡Apúntamelo, Colacho!

—L281709RM y L154273MR. —Leyó de la libreta adquirida en el chino para la ocasión de investigador.

Mingo tecleó las series alfanuméricas sin resultado.

—Nada, esto no sirve…Con esta aplicación accedemos a la creación de ubicaciones, pero no identifica códigos tan complejos.

—Pues a seguir probando, de eso se trata. ¿Puedes poner algo de música?

—Bejo, siempre.

—Vamos por partes. Cada uno de los códigos empieza por «L». ¿Eso puede significar algo? —inquiría Lolo.

—«L»: cincuenta en números romanos…No tiene sentido. A ver, déjame seguir mirando… «L»: parte del código Morse… raya, punto, raya… nada… «L»: en el código hexadecimal… Tampoco, tiene que ver con colores… «L»: código QR… Esto no nos sirve para nada… «L»: latitud/ longitud…

—¡Espera! Latitud y longitud. Eso sí nos podría servir. ¿Estamos buscando un lugar, no? —observó Colacho—. Que yo recuerde, la latitud y la longitud son coordenadas geográficas de puntos de la superficie de la tierra; en este caso, lugares exactos de la isla. ¡Eso es lo que andamos buscando!, ¿no?

—Sí, suena bien, latitud y longitud. Probemos con eso.

—Hay una aplicación de Google Maps en la que se pueden introducir coordenadas.

Mingo anotó los códigos de latitud y longitud en el lugar adecuado y el mapa satélite se redirigió directamente hacia La Isleta, pasando Las Coloradas y por detrás de la zona militar restringida que ocupa la parte norte de la isla de Gran Canaria. La Isleta era uno de los pocos lugares que dentro de la ciudad de Las Palmas seguía conservándose en estado puro y salvaje. Naturaleza auténtica en todos los sentidos. Quizás al ser una zona militar, no se había podido construir ni especular, salvo la parte de Las Coloradas esas grutas volcánicas se habían conservado de forma íntegra durante muchísimos años. Alguna cosa buena debía tener los designios de la jerarquía militar. En la zona interior de los volcanes no existían caminos, excepto los creados por los soldados y tan solo por la costa bordeaba un camino peatonal por el que recorrer una parte pequeña de La Isleta hasta el Lomo de los Morros.

Los chicos se quedaron boquiabiertos. Sus rostros irradiaban una extraña ilusión, como exploradores digitales que encuentran un tesoro oculto. Habían encontrado el lugar, o por lo menos se habían acercado mucho a la playa secreta, al menos virtualmente. Comenzaron a escudriñar cada uno de los puntos rocosos al lado del mar salpicado de pinceladas de espuma, leyendo en la pantalla del ordenador los nombres de cada uno de los puntos señalizados. Desde el Lomo de los Morros solo se podía ir caminando. Descubrieron que, pegado a los acantilados, había un roque que se denominaba Roque del Moro y a decenas de metros, hacia el norte, una cima llamada Montaña Roja.

—¡Fíjate! —repuso nuevamente Mingo.

—¿Qué? —inquirió Lolo.

—¿No te dice nada Roque del Moro y Montaña Roja? Todo encaja.

—No, no sé. ¿A qué te refieres?

—Las iniciales Roque del Moro y Montaña Roja son las mismas que las letras de los códigos «RM» y «MR», que aparecen tras la terminación de los números.

—¡Joder! Pues es verdad. Eres todo un inspector, loco —alabó Colacho.

—Ya lo tenemos —profirió El Largo—. El sitio que buscamos está en La Isleta, entre el Roque del Moro y Montaña Roja.

Los tres amigos se abrazaron y saltaron en corro, como si de niños chicos se tratase. Acababan de descubrir lo que tantos quebraderos de cabeza y golpes en la piel les había costado. Por lo menos, tenían una dirección a la que dirigirse, una dirección salvaje, pero, en definitiva, un camino que seguir.

En ese mismo instante, Irene, que había sacado de la estantería un viejo libro que hojear, descubrió en su interior unos documentos que llamaron su atención.

—¡Gente! Miren esto…

—¿Qué es? —preguntó Carla

—Origen e Historia The Gran Canary Surf Lodge —afirmó Irene desplegando los ojos.

—Los predecesores de Masito… —soltó Carla.


 

XII ORIGEN E HISTORIA THE GRAN CANARY SURF LODGE

XII

ORIGEN E HISTORIA THE GRAN CANARY SURF LODGE

Origen e Historia The Gran Canary Surf Lodge era un libro poco voluminoso, de contadas páginas, encolado por el lomo, de tapas blandas y amarillentas, y envejecido por el tiempo. Bajo el título constaba una fecha, 1927, y un nombre que dejó a los cinco amigos atónitos: Agatha Christie.

—¿Agatha Christie, la escritora de novela policiaca? —Carla era la única que podía conocer detalles de la autora británica.

—¿Pero qué tiene ella que ver con Gran Canaria y con la logia? ¿Estuvo aquí?

—Pues ni idea, primera noticia. Pero fue una de las mejores escritoras sobre crímenes. Era inglesa. Hay alguna película de sus libros: Asesinato en el Orient Express es de hace poco.

—Sí, esa yo la he visto. Está guay.

—¿Este libro está escrito por Agatha Cristhie?

Apoyaron el libro sobre la mesa, con cierto temor y cuidado lo abrieron y empezaron su lectura. De entrada, les sorprendió que estuviera escrito en español. Rebuscaron por las primeras páginas para ver si se trataba de una traducción, pero no venían nada sobre un posible traductor, por lo que, probablemente, el texto estaba escrito en castellano directamente por la propia autora.

* * *

The gran canary surfer lodge

Es posible que nadie conozca una de mis verdaderas pasiones: el surfing. Llevo decenios viajando por diferentes partes del mundo en busca de la empresa de la ola perfecta. En esta ocasión he llegado a las Islas Canarias con el objeto de encontrar, como algunos amigos me han recomendado, una playa de olas cerúleas y formas impecables para la práctica de mi pasión. Después de unas semanas en la isla de Tenerife, no he hallado ese lugar, por lo que he decidido trasladarme a la isla de Gran Canaria.

En calidad de turista he desembarcado en el Puerto de la Luz con mi secretaria y dos compañeras de amistad inquebrantable, la señorita Miss Dora Curtis y Miss Sarah Middlemore, ambas amigas íntimas y, como yo, entusiastas de las olas.

Tras varias jornadas de búsqueda por diferentes rincones de esta isla del Atlántico, en compañía del doctor Lucas Apolinario y un isleño moreno de cuerpo recio llamado Antonio Galán Cruzado, pescador y buen conocedor de los barrancos de la isla, recorrimos diversas playas ocultas por la orografía del terreno hasta hallar el lugar con el que soñábamos.

Sobre el terreno, a Miss Dora Curtis, a Sarah Middlemore y a mí se nos ocurrió la jugosa idea de crear una asociación de playas secretas alrededor del mundo, por lo que sin mucha discusión decidimos denominarla como el lugar en el que nos encontrábamos de la siguiente manera: The Gran Canary Surfer Lodge.

Era una de las playas más impecable que había visto a lo largo de mi vida y, sobre la arena tostada como una pinta de cerveza, echamos de menos no tener encima nuestras tablas de surf. Llegar a ese lugar mágico no resultó nada fácil, y si no llega a ser por Antonio Galán, conocedor de los lugares más recónditos de la ínsula, jamás lo hubiésemos encontrado.

En cuanto a las cuestiones topográficas de ubicación, necesitamos la ayuda del doctor Apolinario que, con su sapiencia científica, nos señaló, auxiliado con un mapa y una brújula, la latitud y la longitud geográfica. Estos datos, que fueron anotados en un cuaderno de trabajo de campo, debían quedar en el más completo y riguroso secreto. Y solamente los miembros de nuestra logia sabrán, si son merecedores de tal reconocimiento, la referencia exacta.

Una advertencia sí es necesaria para los exploradores de nuestra asociación. Una vez hallado el punto de partida hacia la playa se debe transitar una peligrosa gruta volcánica, hay que tener sumo cuidado durante el recorrido.

Yo, Agatha Mary Clarissa Christie, he sido nombrada por mí misma y mis socias, Miss Dora Curtis y Miss Sarah Middlemore, como la primera presidente de The Gran Canary Surfer Lodge.

Que la respiración del surf sea con nosotras.

Las Palmas, septiembre, 1927.

* * *

anexo i

Debido a los continuos viajes, tanto por mis obligaciones como escritora como por las habituales desapariciones durante largas temporadas, que la gente del vulgo se empeña en calificar como depresiones, y que no podrían estar más alejadas de la realidad, ya que son la única forma de seguir con la búsqueda de playas secretas, he decidido dejar el cargo de presidente de la asociación y cederlo a mi ilustre y surfista amiga Miss Dora Curtis, que representará, sin duda, mucho mejor que yo, las responsabilidades de la institución, aun así y como ofrecimiento de la señorita Curtis, ostentaré el cargo de presidente honorífica.

A partir de este momento, será ella la encargada de dirigir The Gran Canary Surfer Lodge y de asumir los compromisos del cargo.

Que la respiración del surf sea con nosotras.

Agatha Christie,
Las Palmas, febrero, 1928.

* * *

anexo ii

Un nuevo y desagradable acontecimiento hace que la presidencia de nuestra asociación cambie de manos.

La muerte de Miss Dora Curtis en extrañas circunstancias, que evidentemente deben ser investigadas, deviene que el cargo de presidente recaiga en las manos de Miss Sarah Middlemore desde este mismo momento.

Dudo de forma mayúscula que las autoridades policiales de esta isla sean capaces de aclarar la muerte de nuestra compañera y presidente de la logia. Su cuerpo, hallado entre las rocas de la orilla, muy cerca del principio de la gruta volcánica que lleva a nuestra playa secreta, y que gracias a Dios no ha sido inspeccionada por las fuerzas policiales, llevaba un traje de baño, una media apretada en su puño y un fuerte golpe en la cabeza.

La autopsia del cadáver determinará el motivo de su muerte. Queda la incógnita de si se produjo por un hecho fortuito en una caída o ha sido un acto criminal. Si fuese así, ¿quién querría matar a Dora Curtis?

Junto a su cadáver no apareció ninguna tabla de surf.

Sarah Middlemore, consternada por el suceso y pese a su primera intención de declinar el ofrecimiento, ha aceptado el cargo de presidente.

Que la respiración del surf sea con nosotras.

Agatha Christie,
Las Palmas, septiembre, 1930.

* * *

anexo ii (2ª disposición)

No me atrevo a discernir de qué forma Miss Sarah Middlemore ha obtenido el cráneo de nuestra compañera Dora Curtis, pero así ha sido y me comenta que lo tiene en su poder gracias a favores personales de ciertas personalidades con autoridad en la ínsula.

Ha creído conveniente que, como símbolo de honor y compromiso a la Gran Canary Surfer Lodge, que la mejor manera de reconocer la encomiable labor de la señorita Curtis sea grabando en cada una de sus sienes el código de la playa con la latitud y la longitud.

 A mí, personalmente, me ha parecido un disparate y una auténtica locura, y así se lo he hecho saber. Al conocer mi actitud y sin más palabras me ha comentado que le ha dado un digno entierro a los restos de Dora Curtis.

En ocasiones pienso en si ella ha tenido algo que ver con su muerte, pero aunque en mis novelas encuentro la clave del misterio con bastante facilidad, en la vida real no soy tan astuta.

Que la respiración del surf sea con nosotras.

Agatha Christie,
Las Palmas, diciembre, 1930.

* * *

anexo iii

Durante treinta años Miss Sarah Middlemore ha gestionado la dirección de la asociación de forma impecable. Ha sabido mantener en secreto la ubicación de la playa. Los miembros de la logia, cuyo número ha aumentado de manera prudencial, han mantenido el sigilo necesario para no caer en las garras del descubrimiento o la traición. En todas mis visitas de incógnito a la isla, hemos gozado de las olas más impresionantes que alguien pueda haber vivido, con la soledad del surfista y la compañía del sencillo amigo. Los días de mar perfecto aquí se multiplican de forma indecible. Las tardes de bajamar nos han regalado los mejores tubos de luminosidad inigualable. Las noches vividas en la playa nos han dado infinidad de palabras que he compartido en algunos de mis libros.

La creación The Gran Canary Surfer Lodge ha sido todo un éxito y espero que siga así durante muchos años, pero intuimos que la situación empieza a cambiar. Nosotras envejecemos y el tiempo se posa en nuestra piel como el siroco —así lo llaman aquí— del aire sahariano.

Miss Sarah Middlemore hace ya algún tiempo que anda con la idea de abandonar la presidencia. Ha dedicado su vida entera al cuidado y desarrollo de la logia. De hecho, estableció la isla como su primera residencia y, junto al Club Británico, nos hemos deleitado con juegos, conciertos y amoríos.

Hemos pensado que ha llegado el momento de pasar el testigo de nuestra logia a otro presidente. Nos hizo gracia pensar que hasta ahora y en todos estos años, solo haya habido mujeres gobernando la asociación.

Entre los miembros actuales hay un joven australiano de carácter humilde y corazón aventurero que podrá convertirse en nuestro próximo presidente. Su nombre es Peter Troy.

Finalmente, hemos comunicado a Mr. Troy nuestra intención de nombrarlo presidente y con gran alborozo ha aceptado nuestra propuesta. Por lo tanto, a partir de este mismo instante pasa a ocupar el cargo de presidente de The Gran Canary Surfer Lodge.

Que la respiración del surf sea con nosotras.

Agatha Christie,
Las Palmas, abril, 1966.

* * *

anexo iv

Mi nombre es Peter Troy y hace ahora treinta y dos años que la presidente honorífica de The Gran Canary Surf Lodge falleció. Poco antes de su muerte me explicó que debía continuar con este libro y que así lo hicieran los siguientes miembros que ocuparan el cargo de presidencia.

Escribir en el mismo libro que lo hizo la gran autora Agatha Christie es un sacrilegio. Está claro que mis palabras no alcanzarán nunca el nivel antes conseguido.

Yo no he sabido llevar con tanta eficacia como mis predecesoras la asociación, pero siempre he intentado que esto funcione lo mejor posible. Lo mío es el surf y ya está. Ha llegado el momento de dejar la dirección y entre los miembros más destacados considero que un surfista canario que llamado Masito es la mejor opción para ocupar el puesto.

Lo conozco bien poco y aún no he podido ir con él a la playa secreta, espero poder hacerlo pronto, pero antes lo estoy haciendo sufrir inventándome pruebas que debe superar para llegar a la playa secreta. Demuestra un carácter propicio para el cargo. Es un hombre que siente el surf con toda su alma, con eso a mí me basta.

Por este motivo, he tomado la decisión de que, a partir de ahora Máximo Sosa, Masito, se convierta en el presidente de la logia. Además, es una recompensa histórica; será el primer canario en ser presidente.

Que la respiración del surf sea con nosotros.

Peter Troy,
Las Palmas, septiembre, 2008.


XIII LA TRISTEZA DE MUSGO DE MASITO

XIII

LA TRISTEZA DE MUSGO DE MASITO

El domingo por la mañana Carla y Lolo fueron hasta el hospital para explicarle a Masito el gran descubrimiento. Al entrar en la habitación lo encontraron despierto, mirando ensimismado a través de la ventana. Por las persianas podía entreverse las Canteras y los surferos, como un manto de hormigas surcando la espuma. Máximo no tenía buen aspecto, la rala barba de varios días reflejaba un cansancio incrementado por el vendaje de la cara y la oscuridad de su mirada.

Al verlos, sonrió seriamente.

—¿Qué hay? —continuó sin dejar contestar—. Desde aquí veo la playa. Tengo unas ganas que te cagas de darme un baño, aunque estoy realmente hecho polvo, nunca en mi vida me había sentido tan… cansado. Pero no es solo un agotamiento físico por la molienda de golpes…, es una muerte moral. Llevo tantos años dirigiendo la logia y he sido incapaz de encontrar el lugar. He sido el peor presidente de la asociación…

—…Pero Masito, tenemos buenas noticias. ¡La hemos encontrado! ¡Sabemos dónde está la playa secreta! Lo sabemos teóricamente, pero solo tenemos que ir hasta allí, encontrar la gruta volcánica y llegar hasta la playa. —Carla se mostraba eufórica.

Masito no parecía sorprendido ni alegre. Una extraña tristeza como el musgo turbio recorría su mirada y, en sus ojos, un pozo profundo, se percibía una lágrima destilada.

—En cuanto salgas de aquí, nos tienes que acompañar. Iremos contigo en su busca.

—No, aún no tengo fuerzas. Estoy reventado y deprimido. No es un buen momento. Si Peter Troy no hubiera muerto tan rápido lo habría conseguido, pero ahora ya es tarde para mí. Falleció el mismo año en el que me adjudicó el cargo de presidente. Al puto guiri no le dio tiempo de llevarme a la playa secreta. El tío se burló de mí durante un buen tiempo. Al final he sido el único presidente de la logia que no ha ido a la playa secreta. La vida en ocasiones nos tiene preparada extraños caminos. Carla, debes ser tú quien descubra la playa. Yo no podré acompañarlos. Así es el destino: extraño y cabrón.

Su mirada amarga volvió a perderse por la ventana, mirando los versos del mar.

—Pero ¿qué dices, Masito? Tú eres el responsable de todo esto. Tienes que venir con nosotros.

Lolo permanecía en silencio sin saber qué decir.

—¿Dónde está? —preguntó Masito—. La playa, ¿dónde está? Cuando el otro día fueron a Vagabundo, pensé que habían descubierto el lugar y se encontraba cerca de esa zona, por San Felipe, por eso los seguí hasta el norte.

—No, qué va. En ese momento no teníamos ni idea de nada de esto. Teníamos el cráneo, que ahora sabemos, como tú decías, que pertenecía a alguien llamada Miss Dora Curtis, una de las primeras presidentas de la logia, concretamente la siguiente a Agatha Christie, pero nada más.

—Si saben lo de Dora Curtis es que han descubierto el libro. ¿Encontraron The Gran Canary Surfer Lodge?

—Sí —dijo Carla—. Ya lo sabemos todo: quiénes fueron las creadoras de la logia y cada uno de los presidentes hasta llegar a ti. ¿Por qué no nos dijiste nada del libro y de Agatha Christie?

—¿Para qué? Era algo que tenías que descubrir tú misma. ¿Es alucinante, eh? La mismísima Agatha Christie. Nadie se podría imaginar una cosa así. Ella fue una de las primeras surferas de la Cícer y luego se convirtió en la presidenta de la asociación.

—Hay algo que no logro entender, Masito, ¿por qué estaba el cráneo de Dora Curtis enterrado en la playa?

—Eso fue la tarada de Miss Sarah Middlemore. No puedo estar muy seguro, pero creo que por envidia. Consiguió el cuerpo de Dora Curtis tirándose al inspector de policía que llevaba el caso en aquellos años y grabó el código en el cráneo para conservarlo como una reliquia. Al parecer, a Agatha Cristhie no le hizo ninguna gracia, por lo que se deshizo de ella enterrándolo. Peter Troy me comentó que en algún momento, con alguna cerveza de más, la señorita Middlemore le había dicho que estaba sepultado en la playa de las Canteras, que a ella le hubiera gustado esa sepultura.

Carla y Lolo se miraron desconcertados y entendieron en ese mismo instante muchísimas cosas, hasta que Carla, recogiéndose nuevamente la coleta y respirando con intensidad, contestó:

—Está en La Isleta. La playa secreta está en La Isleta. Los códigos indicaban la latitud y la longitud exacta en la que se halla. Y nos ha llevado directamente hasta allí.

—Mucho más cerca de lo que pensaba. ¡Joder! He vivido toda la vida junto al lugar que he buscado y no me daba cuenta. ¡Qué patético! ¡Soy el peor presidente de la historia!

—No te mortifiques, los demás fueron siempre acompañados la primera vez y tú, por culpa de la muerte de Peter Troy, no pudiste, pero no es un error por tu parte. De todas formas, eso ya es pasado. Ahora sabemos cuál es el lugar, vamos a descubrirlo y surfearlo de una puta vez. ¡Espabila!

—¡Ey! ¿Acaso no me ves? Estoy en una cama de hospital, mi niña.

—Masito —insistió Carla con sus dudas—. ¿Por qué no escribiste tú en el libro de la logia como presidente?

—¡Vete a la mierda, machanga! —contestó irritado tocándose el ojo libre. Finalmente, contestó—: Pensaba hacerlo cuando encontrara la puta playa.

—¡Vale! Entendemos que estés cansado y dolorido —dijo Lolo—, y que necesites tu tiempo para recuperarte. Te esperaremos, la playa no va a moverse, ¿no? ¿Qué más da quince años de espera, que quince años y una semana?

—Doce años, chicos. Está bien, disculpen. Tienen razón. No debería hablar así. Lo importante es que por fin hemos encontrado el lugar. Pero, sinceramente, yo ahora no puedo ir. Carla, Lolo, ustedes tienen que ir primero, yo iré en cuanto me recupere. Vayan acompañados de sus amigos y encuentren esa jodida playa. Es mi decisión como presidente de la logia. Dejo el descubrimiento en sus manos. Surféenla hasta desgastarla.

Masito agudizó su mirada penetrando en los ojos de Carla y de Lolo, que se sintieron por unos segundos encogidos y desalentados. Luego continuó:

—Nadie debe saberlo. Es lo único que les pido. Ha sido un secreto desde 1927, nada menos que 93 años. Tenemos que seguir guardando el secreto. Nada de móviles, fotos ni redes sociales. Si no, se acabó la logia, la playa y respirar surf. ¡Háganlo por mí! Y si no es por mí, háganlo por Agatha Christie.

—Te lo prometo —dijo Carla, mientras Lolo afirmaba con la cabeza.

Cuando salieron del hospital, y pese a la actitud mustia de Masito, los dos chicos estaban alegres. Para ellos la sensación de haber descubierto la playa resultaba increíble y apasionante. Quizá fuera la juventud y la fuerza, el no sentir temor por lo que les quedaba de vida o el no tener ni idea ni ganas de saber lo que les ocurrirá.

Solo vivir un presente áspero, pero presente en sí, hacía que emanaran una adolescencia llena de rabia e inexperiencia a partes iguales. Sus mentes bullían efervescentes, preparándolo todo en su organigrama mental y sintiendo sus vidas como una extraordinaria aventura. El gran momento había llegado.

Bajaron rápidamente del hospital hasta llegar a la Cícer, junto a la gran explanada en donde el tenor Alfredo Kraus canta impasible y envuelto en partículas de salitreSalitre Salitre: en este caso sal del mar. al Atlántico. Pasearon por la avenida y se acercaron a la barandilla para ver las olas infinitas que morían contra la orilla. Y entonces, ocurrió otra vez lo que tenía que ocurrir: los apasionados surferos se fundieron en un beso largo, abrazados sus cuerpos, enfrentados los labios ardientes, la melena de Carla caía sobre sus hombros y la piel eterna de los amantes se confundía en una radiante estampa de deseo.

Lolo y Carla, unidos en un amor que crecía a cada instante, empezaban a necesitarse. Y a cada momento germinaba en ellos la idea de una aventura tangible. No solo una historia de amor, sino una historia de la vida real. De encontrar un tesoro secreto escondido durante multitud de años. De iniciar un camino vital que los fusionaría, posiblemente, durante el resto de sus vidas.

No quedaba más remedio que organizarlo todo. Con la ausencia de Masito se reunieron en el local de Guanarteme, los cinco pusieron sus mentes a preparar el material que debían llevar para buscar la playa secreta. La furgoneta estaba lista, las tablas, fundas, sacos, mochilas, linternas para la gruta, algo de laterío y galletas. Poco más necesitaban. Los chicos no tenían problema para desaparecer de casa un par de días con la excusa de ir a coger olas a algún lugar recóndito de la isla. Carla e Irene tuvieron que mentir de nuevo para no dormir en casa, cosas de un machismo sombrío que aún pervive entre nosotros.

A la mañana siguiente, pusieron rumbo al Confital. Una extraña sensación entremezclada de peligro y euforia recorría sus cuerpos. Llegaron a la pista de la Avenida Marítima y tras recorrer varios kilómetros tomaron el desvío hacia Pérez Muñoz. Atravesaron el barrio de La Isleta y giraron hacia la carretera de las Coloradas. El camino serpenteaba sobre la tierra rojiza fruto de la erosión de los volcanes. Las laderas de las montañas adyacentes daban la impresión de un paraje lunar, salpicado de rocas ígneas tras el magma endurecido.

No era más del mediodía cuando llegaron a las Coloradas. Apuraron unos refrescos y un café en Los Padrinos.  En las mesas del restaurante solo se sentaban extranjeros, almorzando temprano unas papas con mojo y un plato de queso curado.

Aparcaron la furgoneta en la última calle del barrio de las Coloradas. Carla obligó a todo el mundo a dejar los móviles en el coche. Les recordó lo que Masito les había dicho: nada de fotos, ni móviles, ni redes sociales. Ninguno rechistó. Cogieron los bártulos y cargados como mulas se adentraron en el sendero que llegaba hasta el Lomo de los Morros.

XIV TRANSITAR POR UNA PELIGROSA GRUTA VOLCÁNICA

XIV

TRANSITAR POR UNA PELIGROSA GRUTA VOLCÁNICA

—Mira hacia allá —dijo Colacho abarcando el espacio con su brazo—. Las vistas de la ciudad son espectaculares.

—Es un pasote —contestó Mingo, que caminaba a su lado, arrastrando los pies por el peso del equipaje.

El día, ventoso de alisios moderados, envolvía a los inquietos jóvenes. Las nubes en simbiosis con el cielo reflejaban una combinación de naturaleza perfecta.

—¡Vamos, gente! ¡A patear, que todavía nos queda un buen trecho! —exclamó Lolo.

—¿Cómo estás, Irene? —le preguntó Carla, que andaba con ella hombro con hombro.

—Pues no lo sé, tía. Por un lado, acojonada y, por otro, con una ilusión que te cagas.

—A mí me pasa lo mismo. No te preocupes. Tengo miedo por si algo no sale bien. Nos estamos embarcando en una extraña historia, solo espero que no sea muy peligrosa.

—Recuerda lo que decía el libro: «transitar por una peligrosa gruta volcánica» —rememoró Irene haciendo uso de su buena memoria.

—Ya —atajó Carla—, pero si ellas lo han hecho, nosotras también podemos.

—¿Ellas? ¿Quiénes son ellas?

—Pues, Agatha Christie, Dora Curtis, Sarah Middlemore… Si ellas pudieron, nosotras también, capullita, ¿somos menos que ellas? No, por supuesto que no. Probablemente, no volvamos a vivir una historia como esta nunca, Irene.

—¡Qué valiente te has vuelto, Carla! Cualquiera lo diría.

—No sé si es valentía, Irene. Yo lo llamaría ganas. Las ganas de encontrar esa puñetera playa, las ganas de descubrir algo que está oculto para la mayoría de la gente, las ganas de coger olas increíbles y de respirar surf…

Se aproximaron al final del camino y se detuvieron en una especie de mirador natural sobre los caprichosos restos volcánicos que parecían rosas petrificadas. No había ningún nuevo camino a la vista. Optaron por adentrarse en una vereda que iba hacia al norte y aprovecharon una estrecha explanada para dejar el material en el suelo y tomar resuello y agua a partes iguales.

—¡Separémonos! —repuso Lolo, tomando iniciativa de general de expedición—. Dos por un lado y tres por otro. Así resultará más fácil encontrar el camino adecuado que nos lleve al tubo volcánico.

—¿Al tubo? ¿Qué buscamos, una ola? —preguntó Colacho.

—Algo así como el tubo de una ola…, pero de piedra volcánica —indicó Lolo.

Carla aprovechó la ocasión para explicar lo que creía que debía ser la entrada de la gruta.

—No se especifica en el libro de la logia, pero andamos persiguiendo una gruta, una cueva o algo así. Debe ser un boquete en la tierra o una cavidad escondida entre las rocas. Observen cualquier hueco y miren en su interior. Sabemos que la gruta volcánica está por esta zona. Hay que inspeccionar todo lo posible.

—Pero tardaremos horas. —Se quejó Mingo.

—Pues no perdamos más tiempo. ¡Ánimo, chicos! Encontraremos esa puñetera entrada a la playa secreta —señaló el general.

Durante las horas siguientes, rebuscaron entre los lugares más peregrinos de la abrupta costa del Confital. Subían por pequeñas laderas de antiguas erupciones, levantaban piedras en busca de cualquier indicio que indicara el principio de una gruta, se asomaban a barrancos inclinados atisbando posibles entradas. La escasa vegetación sedienta resistía enterrando sus raíces en la tierra repleta de nutrientes ardientes, pero la cavidad no aparecía.

El tiempo se filtraba en el espacio y los chicos eran incapaces de localizar la gruta escondida. En varias ocasiones la desesperación hizo mella en ellos. El cansancio se apoderó de sus músculos y en sus mentes la impaciencia se ensanchó como un sopladera a punto de explotar. Sus primeras expectativas se fueron quebrando. Esperaban encontrar el camino hacia la playa secreta con más facilidad, pero el destino no les iba a favorecer tan rápidamente. Carla, Lolo y Colacho se tomaron un descanso.

—No debe ser por aquí —afirmó Colacho quitándose el pegajoso sudor que caía de su cabellera como un sauce llorón—. Hemos estado por todos sitios y la jodida gruta no aparece.

—Quizá sea por otro lado, más al este —dijo Lolo señalando por encima de la loma.

A lo lejos, a unos cien metros por encima de ellos, Irene y Mingo se ayudaban mutuamente a superar un intrincado roque por el que desaparecieron tras la lava negra petrificada. A los pocos segundos, un agudo grito les llegó desde la distancia.

—¡Aquí, aquí! —Se oyó lejano.

Era la voz de Irene, que volvió a surgir sobre la formación rocosa efectuando aspavientos con sus brazos, como un operario que lleva el avión a la puerta de embarque. Carla, Lolo y Colacho se dirigieron velozmente hacia su amiga.

Por fin, habían encontrado la entrada a la gruta. Estaba situada justo detrás del minúsculo roque y oculto bajo una tabaiba en la cara nordeste, por lo que resultaba casi irreconocible si no te detenías a apartar la reseca vegetación. Justo en el hueco, había un pequeño cartel de madera que decía: The Gran Canary Surfer Lodge.

Es fácil imaginarse el grado de felicidad que recorrió la piel de los cinco. De pronto, desapareció el agotamiento físico y en un momento llevaron hasta la entrada de la cueva sus mochilas y tablas de surf. Con los primeros pasos hacia el interior la oscuridad se hizo patente, solo unos rayos de luz se filtraban por las grietas del áspero pasadizo. Hubo que encender linternas, afianzar el material a sus cuerpos y dejar las manos libres para empezar el sendero. Otro nuevo camino.

—¡Ojalá Masito estuviera con nosotros! —Pensó Carla en voz alta.

—¿Para qué? Él tampoco sabe cómo es el interior de esta gruta. Estaría igual de asustado que nosotros —comentó Lolo—. Es mejor así.

—¡Chicos! Comienza la aventura —declaró Colacho con sus pequeños pero vivarachos ojillos.

—No comienza ahora, hace días que todo esto empezó. Vivimos algo genuino —observó Mingo volviendo a reordenar la tabaiba para ocultar la entrada de la cueva y echando una última mirada intranquila a la luz del Confital que dejaban atrás—. ¿Cuánto tiempo estaremos ahí dentro?

La pregunta golpeó a todos con un silencio ensordecedor.

La primera parte de la estrecha caverna descendía unos metros, por lo que hubo agarrarse con manos como ganchos a los salientes y pisar con seguridad en cada uno de los insignificantes recovecos para evitar caer. Golpearse con las rocas en el interior de la gruta podía significar un profundo corte, una pierna destrozada o una muerte lenta e incómoda. En esos momentos, lo último que querían era acabar agonizando en la oscuridad.

Lo angosto del lugar obligaba a los chicos a ir en fila de uno. Lolo ocupó el primer lugar y Carla se colocó detrás de él. Aprovechó el orden de la hilera para girarse y propinarle un rápido beso en la pulpa de los labios. Ella sonrió asustada. Irene y Colacho seguían la cola; el último lugar lo ocupaba Mingo, el cual debía agacharse más que el resto para no magullarse con el techo de piedra. Aún recordaba como un eco angustioso su pregunta: «¿cuánto tiempo estaremos ahí dentro?…».

Cuando bajaron el primer tramo, se hallaron en las tinieblas universales, interrumpidas artificialmente por la luz primaria de sus linternas. Aún así, la caverna quedaba tenue y anaranjada como los días de calima intensa. Cada paso debía darse con cuidado, como pisando en el infinito, como el equilibrista en un precipicio. De las paredes y del techo emergían afilados salientes que tenían que evitar para no golpearse. No saber lo que les deparaba provocaba una angustia desmedida. Y encima, el silencio subterráneo no ayudaba a suavizar su temor. De vez en cuando sonaba un viento incandescente que atravesaba la gruta. El aire cálido recorría la piel lamiendo sus cuerpos. Al menos, respiraban de forma natural. El viento recorría la cueva entera renovando el oxígeno incoloro. Tras recorrer decenas de metros percibieron la humedad del mar, unas gotas saladas que refrescaba el olfato negro de los chicos.

La gruta comenzó a estrecharse de tal manera que tuvieron que irse agachando hasta las rodillas y comenzar un gateo que los angustió mortalmente. Lolo, sin fuerzas, sintió desconfianza, una ansiedad que lo oprimió durante algunos segundos. Carla, que vio la zozobra de Lolo, decidió, sin pensar, tomar el mando de forma activa y enérgica.

—¡Rápido! ¡Atrás! —ordenó—. Mochilas y tablas fuera.

Retrocedieron unos metros, abandonando el material en el suelo. El calor y la oscuridad agotaban a los chicos. Llegaron a un espacio más diáfano en el que formaron un semicírculo de asamblea logística. Los rostros diluidos por la luz parecían sueños misteriosos.

—Debemos organizarnos para pasar a la siguiente parte de la cueva —ordenaba resolutiva la de ojos de husky—. Hay un estrechamiento. Primero, pasaremos Lolo y yo, luego, ustedes nos van alcanzando tablas y mochilas hasta que todo esté en el otro lado. ¿De acuerdo, pandilla de caraculos?

—¡Joder! Estoy acojonada, Carla. ¿Seguro que es esta gruta? ¿Y si nos hemos equivocado? —Irene mostraba en alto sus miedos y temblor.

—Yo también tengo miedo, Irene —dijo Carla—, pero debemos mantener la calma. Seguro que nos queda poco para llegar. Ire, mírame, Ire. Piensa en el final, piensa en la playa brutal que nos vamos a encontrar, piensa en las olas que vamos a tener solo para nosotros. Dejemos atrás, en un rincón, nuestros temores. ¿Sabes, mi niña? Nos conocemos de toda la vida, confía en mí. Esta aventura en la que nos hemos metido me ha hecho crecer. ¡Soy más grande! Y no lo digo físicamente, sino que mi alma es más grande o mi puta energía es gigantesca, me da igual.

Sonrió y, arrancada por un vigor eléctrico, hizo que todos se abrazaran. La obligación del abrazo sacó de todos ellos una sonrisa directa del corazón. Ahora eran un grupo de amigos que era más que eso: un equipo que había aprendido a respirar surf.

La arenga de Carla cumplió su efecto, porque animó a los chicos a seguir hurgando en la oscuridad de la caverna con una pincelada mayor de optimismo. Hicieron lo acordado y con viveza pasaron todo el material por el estrechamiento. Lo que encontraron al otro lado fue acojonante.

Una inmensa cavidad apareció ante sus ojos. Una bóveda volcánica de varios metros de altura que recordaba a una vieja iglesia, por el techo magmático germinaba un rayo de luz que se clavaba firmemente contra las columnas de basalto. La sonoridad de la geometría rectangular producía una nitidez espectacular. El eco de sus voces resonaba en los minúsculos poros de la lava pétrea.

El sentimiento positivo de los chicos se reforzó. Sus gestos emanaban una sensación especial. Habían llegado a un templo sin altar ni Cristos en vinagre, solo formas duras de lava ennegrecida y figuras irregulares forzadas por la imaginación. El tiempo que permanecieron en la bóveda templaria cinceló la ilusión por llegar hasta el final. Encontrar la luz de la playa secreta impulsaba cada uno de sus pasos. Volvieron a ponerse bártulos y tablas sobre sí y reanudaron la marcha con urgencia. Sabían en su fuero interno que les quedaba poco. Llevaban cerca de veinte minutos recorriendo la gruta de la Gran Canary Surfer Lodge. Agatha Christie no se lo ponía nada fácil.

Al final de la bóveda el camino volvía a apretarse, una nueva subida resbaladiza les frenó el paso. La ascensión tenía bastante peligro. Debían escalar por los cortantes filos unos cinco metros. Lolo fue el primero en subir, le siguieron los demás con gran trabajo. Irene, Carla y Colacho lograron el ascenso ayudados unos por otros. Cuando Mingo estuvo a punto de alcanzar el nuevo recodo, sufrió un resbalón y su cuerpo se desplomó sobre el suelo. Rodó unos varios metros sobre las aristas volcánicas. Un grito resonó como un trueno en la bóveda. Colacho saltó como un resorte hasta agarrar el brazo a Mingo que pendía en el aire. El pantalón se había desgarrado y de su pierna fluía un líquido viscoso goteando las piedras. El charco bajo sus pies olía a sangre.

—¡Aguanta, Mingo! —Sintió que el esfuerzo por coger a su amigo había sido necesario para salvarle la vida.

—¡No me sueltes, tío! Mi pierna…Me he rajado la pierna. ¡Súbeme!

Los demás acudieron rápidamente para elevar a Mingo a sitio seguro. Tiraron de él hasta que lo tumbaron sobre la losa discontinua. Allí reventaron el pantalón y descubrieron la herida abierta.

—No parece muy profunda —dijo Irene—. Carla tráeme la mochila, tengo gasas y agua oxigenada.

Carla hizo lo que su amiga le pedía.

—¡Tranquilo, Mingo! Parece más de lo que es. Seguro que varios puntos de sutura te lo dejan bonito, pero no estamos en el centro de salud. Aquí habrá que taponarlo como se pueda. Quedará cicatriz, pero te salvas, capullito. Una cicatriz fea como un gusano rosa.

—Coño, tía. ¿Cómo te pasas, no? —dijo Mingo con dolorosa sonrisa. El Largo era fuerte.

—Es lo que tiene el Ciclo Superior de Auxiliar de Enfermería: odias a los pacientes —conjeturó Irene resolutiva.

—Te debo la vida, Colacho, te debo la vida.

—No lo sabes bien todavía.

Confiando en el rato de resuello, mientras volvía la respiración a las habituales trece por minuto, los amigos volvieron a la oscuridad del camino. Cada paso pesaba, pero acercaba a la incierta meta. Mingo iba renqueante, pero iba. Colacho no lo dejó el último y ocupó su puesto en la fila. El silencio volvió a resonar en la oscuridad electrizante de la gruta. Una sensación de masa espesa aplastaba la cabeza de los surferos.

Tras el último recodo de magma tiznado, brotó un botón de luz blanca.

—¡Hostias! ¡La salida, la salida! —vociferaba Lolo acelerando la marcha.

Faltaría diez o veinte metros para alcanzar el fin de la gruta y la rapidez de sus pasos desconcertaba al cansancio de sus almas. El tiempo se detuvo en el espacio. Una luz penetrante cegó a los muchachos que pisaban la mullida arena morena. Carla pensó en Agatha Christie cogiendo olas en la playa y en Masito tumbado en la cama del hospital.

Lo primero fue descalzarse. Al principio andaban pausadamente, cada paso era anime japonés, haikyu: lanzamiento interminable de la pelota de voleibol por encima de la red.

A la derecha, el risco de la montaña roja estratificada, de nula vegetación, se extendía alrededor de cien metros de medialuna magmática, formando una visera que dejaba oculta gran parte de la playa, por lo que el sol sólo golpeaba de lleno durante el atardecer. Una lengua de roca eruptiva petrificada cerraba la playa, por lo que ese lugar secreto no podía ser visto desde el mar. Sin duda, por esta razón se había conservado virgen durante tanto tiempo. La única forma de llegar era a través del túnel.

Varias dunas serpenteantes daban la bienvenida a los chicos que se miraban con aire de sorpresa y euforia a partes iguales. Al fondo, la playa más hermosa jamás vista, con un manto de arena sin huellas, los invitaba a dejar el rastro original bajo sus pies. Ni un ápice de humanos, de plásticos, de suciedad que manchara aquel lugar secreto y sagrado.

De repente, el mar turquesa, espléndida masa de agua pura, los recibía. En el centro de la playa, un pico perfecto de olas se imponía de manera majestuosa. Dos metros perfectos, la potencia justa, el impulso adecuado, con un tubo líquido de cilindro insuperable, que cuando rompía llegaba hasta la orilla lamiendo la arena.

Se detuvieron un momento en el límite de las dos arenas, seca y mojada.

—¿Cómo estás, Mingo? —preguntó Irene.

—¿Cómo voy a estar? De puta madre, loca. ¿Has visto un sitio igual en tu vida? La pierna ni me duele. Me ajusto el vendaje y punto, pero esto yo no me lo pierdo.

—Estoy con la boca abierta. Por más que lo imaginara, no podría haber pensado que iba a ser así.

—La realidad supera la ficción —observó Colacho, que se ajustaba el chaqueChaque Chaque: chaleco. y apretaba la amarraderaAmarradera Amarradera: Pieza con la que se sujeta el pié a la tabla de surf. en su tobillo.

Carla y Lolo, ya en bañador, bajaron a la orilla a mojarse los pies y sentir la temperatura del agua. Estaba fría. Observaron la corriente y la resaca del mar. Cronometraron los intervalos de la serie. A lo lejos, un grupo de calderones cosía el Atlántico.

—¡Dame un beso! —Esta vez fue Carla la que propuso los labios a Lolo, que la miraba con ingenua sonrisa.

El beso finalizó en el abrazo de dos cuerpos morenos, que se apretaban fusionándose un ser en otro ser.

A su lado, pasaron corriendo Irene y Colacho.

—¡Al agua, pringaos!

Mingo caminaba por detrás con algo de cojera y una sonrisa de felicidad plena.

—¡Qué la respiración del surf sea con nosotros! —exclamó Carla yendo a por su tabla.

XV UN ECO DESORDENADO POR EL VIENTO

XV

UN ECO DESORDENADO POR EL VIENTO

Los días posteriores resultaron indescriptibles para los cinco jóvenes que acababan de descubrir una playa mágica de olas perpetuas. Agatha Christie, la primera surfista de la Cícer, la fundadora de The Gran Canary Surfer Lodge, se convirtió por asentimiento en el ser humano más admirado sobre la faz de la playa.

Esa misma noche, tras haber pasado el día repasando olas, decidieron presentar sus respetos a los anteriores presidentes de la logia. No tenían con qué brindar sino agua, ni qué comer sino alguna lata y papas fritas, pero mirando el mar oscuro salpicado de luminosidades de espuma blanca, alzaron sus manos al cielo de puntillismo y prometieron conservar aquel lugar maravilloso tal como estaba. Respetar la naturaleza de La Isleta en su estado más puro y auténtico. El secreto debía ser guardado y, así, casi sin pretenderlo, Carla, Lolo, Irene, Mingo y Colacho empezaron a formar parte del club creado por Agatha Christie.

Carla gritó a la noche sus nombres: Agatha, Dora, Sarah, Peter, Masito… ¡Por ustedes!

—Es una pena que Masito no haya podido venir con nosotros —dijo Carla recordando la última mirada de tristeza de musgo de Masito—. Me siento mal por todo lo que sucedió con él. Además, a día de hoy sigue siendo el presidente de la logia.

—Pues yo no lo siento tanto —intervino Colacho—. El perro vino a darnos una paliza en la playa de Vagabundo. ¡Que se joda!

—No seas así. Él llevaba años buscando lo que nosotros hemos hallado en pocas semanas. Es el presidente de la logia y ha invertido mucho tiempo en su busca. Era normal que se desesperara y actuara de aquella manera.

—No, Carla, no lo justifiques, que las hostias fueron muy reales.

—También nosotros nos defendimos y le dimos lo suyo. Recuerda que aún sigue en el hospital. Sin Masito jamás hubiéramos dado con la playa, ni descubierto la logia, ni a Agatha Christie.

—¡Dejémoslo estar, señores! —cortó Mingo que se vestía con un pantalón largo para cubrir la herida, cuyo aspecto de gusano rosa cilíndrico con anillos era evidente. El agua salada, buena para desinfectar, no lo era tanto para cerrar las heridas, sobre todo las físicas; las mentales curaban con rapidez.

—Por una vez en nuestras vidas hemos hecho algo auténtico —comentó Lolo—. Fue pura casualidad encontrar el cráneo de Dora Curtis en la Cícer…

—El choriqueso, dirás —bromeó Colacho.

—Quiero que mi vida tenga que ver con esto, gente —dijo Carla—. Estoy decidida a montar esa escuela de surf que tanto anhelamos como lo hablábamos el otro día. Conseguiremos el dinero de alguna manera.

—¿Qué tal trabajando? —preguntó Irene.

—No será tan difícil, locos. Además, las escuelas actuales las veo desfasadas. Solo quieren pasta explotando a los pobres guiris que veranean en Las Canteras. No enseñan la filosofía del surf auténtico.

—Y esa filosofía, ¿cómo es, tía? —expuso Colacho.

—No sé decirte. Hay algo más, no solo es un deporte, tiene un plus misterioso que solo se consigue con destreza. No es un pensamiento, sino un sentimiento. Y ni siquiera eso, son las mil veces que caes y te vuelves a levantar empujado por el mar, el primer renteRente Rente: La expresión del habla popular cubana a rente suele usarse para referirse a algo que pasa/corta (u otra acción similar) muy cerca de otra cosa., el miedo a las grandes olas, las horas sentadas en la orilla viendo el horizonte, el frío, las manos arrugadas…

—Las papas arrugadas…

Rieron acompasados por el sonido escurridizo y seseante del mar.

Protegidos por la noche y la carpa natural, no necesitaron cubrirse para dormir. Se defendieron de la humedad salina con las fundas de las tablas y la cercanía de sus cuerpos exhaustos. Lolo ofreció su pecho a Carla como almohada y ella se quedó dormida escuchando su corazón. Los sueños de Carla Murphy se entremezclaron con olas de lava, cuya punta espumosa se transformaba en los ojos de Lolo, del mar surgía una ballena calderón con el rostro de Agatha Christie, la boca de la escritora-cetáceo se convirtió en fauces con colmillos que desgarraban a mordiscos una pierna amputada.

A la mañana siguiente subieron al mar. Una necesidad transcendental vibraba en las vísceras repletas de juventud. En aquel lugar, en la playa secreta, día tras día las olas vivían con rebeldía adolescente, nacían con fuerza, morían perfectas. Allí, surfeando solos, aprendieron los ritmos de las series, bailaron sobre el agua, descubrieron tubos diseñados a compás, hirieron el mar luminoso con sus quillas afiladas. Carla volvió a notar en sus omóplatos las inevitables alas que la elevaban por encima de del mar. Pasaron el día entero sobre el agua sin tiempo, sobre el espacio sin tierra.

Al amanecer del tercer día, se juraron no desvelar a nadie aquel lugar. La playa secreta sería solo para ellos.

—Solo hay que decírselo a Masito —dijo Carla.

Todos asintieron.

Recogieron mochilas, tablas y desperdicios e iniciaron el regreso. El siguiente fin de semana volverían a su playa. Entraron nuevamente en la oscura gruta en una hilera. Conocer la estructura de la cueva los reconfortaba. Subidas y bajadas, aristas y filos peligrosos, partes resbaladizas, la bóveda templaria, el estrechamiento reptante: todo se dibujaba en sus mentes para no cometer errores inapropiados, como que se rompiera otra pierna o sangrara alguna nueva cabeza.

Salieron temprano con el estómago vacío y calcularon que alrededor de veinticinco minutos de caverna serían suficientes para llegar al otro lado: el Lomo de los Morros. La noche se les echó encima durante la radiante mañana, otra vez las linternas encendían sus pasos. Nada preocupante en el primer tramo, vuelta a girar el recodo que los introdujo en una oscuridad mayor.

—¡Cuidado, aquí comienza el descenso! —exclamó Lolo girando su cabeza hacia el resto.

—¿Aquí es dónde me jodí la pierna? ¡Ojito, locos!

—Espera, Mingo, deja que bajemos Carla y yo primero. Colacho, tú quédate el último por si las moscas.

—Oído, jefe.

No resultó complicado bajar entre los filos cortantes. El embudo magmático se fue ensanchando hasta llegar a la magnífica bóveda que, como un templo silencioso con barras de luz y gotas de sal, convino un remanso en donde detenerse a descansar. Así lo hicieron. A los pocos minutos retomaron la marcha, llegaban ya al estrechamiento y otra vez debían desembarazarse de las cosas para pasarlas por el ajustado hueco por el que cabía una sola persona a la vez.

Inesperadamente, una sombra surgida de las rocas volcánicas comenzó a moverse. Al principio lo tomaron como un juego engañoso de la penumbra y la luz, pero en cuestión de segundos descubrieron la figura de un hombre. Iba armado con un bastón largo y metálico de los utilizados para senderismo. Su actitud agresiva envolvía la estancia.

—¡Hijos de perra! —resonó la caverna mientras golpeaba al aire—. ¡No saldrá nadie vivo de esta cueva! ¡Nadie tiene que saberlo! ¡Los mataré a todos!

—¡Masito! —exclamó Lolo— ¡¿Qué haces, tío?!

—El presidente de la logia… —Rio enloquecido—. Y ustedes, niñatos de mierda, han encontrado la playa secreta antes que yo. Me los cargo a todos. —Se acercaba golpeando al aire con más violencia si cabe—. Nadie debe saberlo.

Actuaba como un perturbado, completamente desequilibrado. Sus ojos desprendían una cólera inmensa y su boca, contraída por la rabia, parecía llena de colmillos puntiagudos. El movimiento de su mandíbula y su aspecto revuelto lo convertían en un sociópata consumidor de cocaína.

—¡Masito, por Dios! ¡Para! ¿Te has vuelto loco?

Irene y Carla pasaron rápidamente por el estrecho hueco, Mingo les iba pasando las mochilas y tablas a toda velocidad sin tener en cuenta si se golpeaban contra las paredes volcánicas de la gruta, seguidamente atravesó el pequeño hueco y llegó al otro lado. Masito no se detenía, tal era su furia. Alzó su brazo y asestó un golpe, pero Lolo pudo esquivarlo dando un salto hacia atrás. Colacho aprovechó la ocasión para dar un recio empujón a Masito, que cayó de espaldas sobre las piedras. En ese momento, Lolo y Colacho se colaron rápidamente por la angosta grieta y, ayudados por el resto, consiguieron atravesar, pero no antes de que Colacho recibiera un terrible bastonazo en una de sus piernas.

—¡Hijos de perra! —Se oyó desde el otro lado resonando en la bóveda con un eco siniestro la voz rota.

Masito reptó por el estrecho hueco. Se había transformado en una monstruosa serpiente escupiendo amarga bilis.

Los cinco corrieron buscando la salida. El aire de sus pulmones era rancio. El miedo en forma de hombre envolvió de adrenalina el lúgubre espacio. Huían lo más rápido que sus piernas le permitían, atemorizados y caóticos como niños asustados por un trueno. Una ansiedad persistente corría por la sangre de los chicos. Mingo se apretaba el muslo que empezaba a sangrar. Colacho renqueaba por el golpe de la fusta que se le enterró en la piel como un latigazo. Irene y Carla lloraban de rabia e impotencia acercándose a la salida de la gruta, ahora maldita. Jamás sintieron un pánico semejante. Terror en primera persona, alarma en las venas de la piel…

Masito había tomado nuevamente forma humana, aunque se movía irracional. El bastón golpeaba irascible contra las paredes negras de la cueva, produciendo un sonido áspero y metálico.

Por fin vieron la luz del exterior y con un ímpetu sacado de las recónditas tripas se precipitaron a la cima de la montaña. No miraron hacia atrás temiendo que Masito los alcanzara. Aún se oían sus gritos.

—¡Malditos niñatos de mierda! ¡Los mato a todos! ¡Hijos de perra!

El alma de los chicos iba más rápido que sus propios pasos. Saltaron por encima del roque y descendieron el risco haciendo saltar rocas y peñascos que rodaban hacia el barranco. Sentían a sus espaldas el silbido de los bastonazos golpeando contra el aire. Y, de repente, silencio.

Cuando Lolo se atrevió a mirar atrás, vio el vacío. Nada de gritos, nada de golpes, solo silencio, quebrado de vez en cuando por alguna roca tardía que rodaba por la tierra. Las piernas temblaban. El corazón transitaba en los riñones.

Poco a poco todo quedó en calma. El aire soplaba continuo, acercando las nubes de la panza burro que se avecinaba sobre la ciudad. Masito ya no estaba a sus espaldas. Los golpes quedaron como un eco desordenado por el viento.

—Ya no está —dijo Lolo.

—Estará escondido por algún sitio, cuidado. —Pensó Colacho.

—¿Dónde habrá ido? —preguntó Mingo con la voz quebradiza.

—No sé, hermano. Vaya hijo de puta, quería matarnos —aseveró Lolo.

Irene y Carla palpitaban en un llanto entrecortado. Carla pensó que se había equivocado con Masito.

—Pero si no sabía dónde estaba la playa, ¿cómo ha llegado hasta la gruta? —inquirió Mingo apretando la mandíbula.

—Ni puta idea, loco.

—Nos siguió —apuntó Carla—; nos siguió hasta aquí de alguna manera. Es fácil escaparse del hospital. Lo que me incomoda es saber cuánto tiempo ha estado observándonos. Solo esperaba el momento oportuno para jodernos la vida.

—¿Qué haces, Lolo?, ¿adónde vas? —preguntó Colacho viendo a su amigo subir por la ladera de la montaña.

—Un segundo, ahora vuelvo, todos quietos —ordenó.

Lolo subió por el risco rojizo hasta el roque de rosas volcánicas. Nadie se atrevió a dar un paso. Carla retomó un llanto que jamás se había detenido. Cuando llegó a lo alto se detuvo sobre un saliente entre las rocas ígneas. El viento azotaba su figura fibrosa y desordenaba su pelo de bucles salados. Estuvo inmóvil el tiempo suficiente para que los demás comprendieran que debían acercarse. Desde allí, los cinco vieron en el fondo del barranco el cuerpo sin vida de Masito, que con la pierna quebrada y la cabeza escarlata en un ala de mariposa de sangre era lamido por las cercanas olas del mar. Masito vivió su muerte en el mismo lugar que Miss Dora Curtis, quizás todo fruto de una misteriosa casualidad.

A su lado no había ninguna tabla de surf.

XVI ¿CRIMEN EN EL CONFITAL?

XVI

¿CRIMEN EN EL CONFITAL?

La deslucida Nissan Trade cubierta de polvo derrapaba escupiendo arena negra y bajando velozmente la carretera de las Coloradas. Mingo apagó la música; no era momento de escuchar ninguna melodía, sonaba mejor el silencio.

—¡Pero qué hijo de perra, el Masito! ¡Iba a por nosotros! —Colacho revisaba su pierna castigada con el fustigazo del ahora expresidente de The Gran Canary Surfer Lodge.

—¡Joder, está muerto! —exclamaba Irene masajeándose las sienes inquietas por el llanto.

—Tuvo que resbalar mientras nos perseguía y precipitarse por el barranco. Al final, ha muerto él solo —dijo Carla.

—Se lo estaba buscando, cacho mierda. Primero en la playa de Vagabundo y ahora aquí. El tío se lo estaba buscando…

—¿Saben qué? —sentenció Lolo—. Carla tiene razón, al final nosotros no hemos sido, se mató él solo al caer por el barranco.

Al tomar una curva, un coche de la guardia civil subía hacia Las Coloradas. Instintivamente, Lolo pisó el freno y redujo la velocidad a la vez que aumentaba la frecuencia cardiaca de los cinco amigos en el interior del vehículo.

—Pero será difícil quitarnos lo ocurrido de la cabeza. En parte, somos responsables…

—Nosotros no somos responsables de nada, nosotros no hicimos nada; salimos huyendo de un puto loco que nos perseguía, realmente fue un accidente. No debemos sentirnos culpables.

—Pues a mí, en el fondo, me da algo de pena…

Regresaron por inerciaInercia Inercia: Propiedad de los cuerpos de mantener su estado de reposo o movimiento si no es por la acción de una fuerza . a la Cícer. En la esquina de la Plaza del Pilar encontraron un hueco en el que detenerse. La furgoneta dejó de rugir, al contrario que la intranquilidad del alma de los chicos.

La discusión sobre si avisar a la policía de lo ocurrido en La Isleta quedó zanjada por el cansancio, no solo físico sino también anímico. Los cinco se abrazaron y se fueron a casa con la intención de descansar, cosa que no iba a resultar fácil dado los acontecimientos. Las últimas miradas expresaban espanto por la muerte de Masito y, al mismo tiempo, una minúscula centésima de delirio por el encuentro de la playa secreta.

Colacho y Mingo se dirigieron hasta el piscolabis Pinomar a hincarse un bocata y un cono de papas con alioli; la muerte dolía bien, pero el hambre cortaba las tripas y las entrañas: el muerto al hoyo y el vivo al bollo. Se sentaron en uno de los bancos que miraban al mar. Lolo arrancó la Nissan para llevarla un par de manzanas más allá, al garaje de la calle Castillejos. No se lo ocurrió otra cosa que ponerse a lavar la furgoneta, tal vez una manera de relajarse como otra cualquiera. Conectó la aspiradora, extrajo las alfombrillas, pasó un trapo por el salpicadero y le dio un manguerazo a la chapa de la que aún caían restos volcánicos de La Isleta. En definitiva, estamos hechos de partículas de volcanes, de lava y de moléculas de magma. Irene y Carla se echaron a andar hacia Mesa y López con una sensación de amargura plasmada en sus largos silencios. Un beso frío sirvió de despedida.

Cuando Carla Murphy llegó a casa, solo una ducha caliente pudo despejar el salitreSalitre Salitre: en este caso sal del mar. adherido a su piel, dejó que el agua corriera como enjuagando algo más que su epidermis; la conciencia de dolor no era tan fácil de limpiar. Tumbada en el sofá, pudo dormir unas horas hasta que la incertidumbre le impidió cerrar más los ojos. No tener noticias de la muerte de Masito le generaba un estado de nerviosismo gigantesco. Comenzó a buscar noticias en su teléfono móvil, algún suceso que apareciese en las redes sociales o en alguno de los periódicos locales para intentar detener su ansiedad, pero no había nada. El cuerpo roto debía continuar en el fondo del barranco acariciado por las olas.

Solo horas más tarde, descubrió una reseña en Twitter que explicaba la muerte de un conocido surfista cerca de la capital. Las mariposas en el estómago de Carla revoloteaban batiendo las alas y el conjunto de sus tripas. En negrita se podía leer un titular: ¿Crimen en el Confital? Y una breve reseña periodística:

El levantamiento del cadáver por parte de la jueza y las primeras pesquisas policiales indican que el hecho parece un accidente fortuito por la caída de un barranco cercano al Lomo de los Morros, pero aún quedan pendientes algunos detalles de los peritos de criminalística para confirmar la muerte exacta del sujeto. El fallecido era Máximo Sosa, más conocido por Masito, primer surfista grancanario en conquistar el campeonato de España en la década de los setenta del siglo pasado.

Tuvo que permanecer ausente durante mucho rato, porque su padre que pasaba a su lado vio cómo corría una lágrima por su mejilla.

—¿Te pasa algo, Carla?

—No, nada.

—¿Algún chico?

—Sí…

Se encerró en su cuarto el resto de la tarde hasta caer dormida. Extrañamente, esa noche no tuvo ninguna pesadilla que la despertara.

XVII AGATHA SURF SCHOOL

XVII

AGATHA SURF SCHOOL

El viento sur había traído la rugosidad precisa para que la zona de la Cícer volviera a estar glassyGlassy Glassy: Cuando la superficie del agua está completamente lisa, brillante, sin que la mueva el viento.. Excelentes olas para surfear, pero demasiada gente sobre la corriente; locales mezclados con guiris de diferentes partes de Europa para atrapar la misma masa marina, el mismo verso de agua.

En esta ocasión, Lolo fue más veloz que un barbudo nórdico y se adelantó a la ola en la que rápidamente invertía enérgicos movimientos de destreza y danza, pero le sirvió de poco porque un principiante con su corcho asaltó el espacio donde maniobraba. Remó de nuevo hacia adentro, ya en el pico se sentó a horcajadas en su Pukas, miró con una sonrisa burlona a Carla y le asestó un beso en los labios con gotas de agua salada que brillaban como el rocío en un pétalo. Ambos permanecieron unos minutos mirando el horizonte: esa delgada línea de azules y turquesas que degrada el espacio en dos universos paralelos.

Conseguir el local de la calle Numancia les costó unos meses de interrogatorios y asaltos a los conocidos del barrio. El alquiler de un almacén en una vieja casa terrera, de las pocas que se sostenían por la zona, era más caro de lo que esperaban, pero con la ayuda de una partida del distrito y del ayuntamiento para jóvenes emprendedores, la reforma hecha por ellos mismos: pintura, muebles de ocasión, y alguna visita a la obra social, pudieron ahorrar una buena cantidad de pasta que se gastaron en el material imprescindible: tablas, neoprenos y licencias.

Sentados en la terraza del Dorado daban buena cuenta a un plato de queso, papas arrugadas con mojo y unas cañas. Una forma humilde de celebrar la próxima inauguración de Agatha Surf School. Nombre decidido por Carla, al que nadie se opuso.

La mañana siguiente franquearían por vez primera su escuela. Ya tenían un grupo de iniciación y una ruta por la zona de olas capitalinas para aprender el arte de moverse entre las olas. La danza clásica de la Cícer.

Habían expuesto en sus reuniones previas, en lo que ellos llamaban la sala de juntas y que no era nada más que un tablón de madera apoyado sobre unas desgastadas burras, su intención de no ser solo una simple tienda de alquiler y cursos, sino de regirse por el espíritu de The Gran Canary Surfer Lodge y enseñar, con tiempo, a sus alumnos a respirar surf.

Esa misma tarde, cuando las nubes se filtraban al final del cielo con un color anaranjado y la masa de sol palpitaba en su huida diaria por detrás del volcán del Teide, Carla puso encima de la mesa un viejo y amarillento libro: Origen e Historia The Gran Canary Surf Lodge.

Los cuatro amigos, sentados alrededor de la mesa miraron extrañados.

—Debemos añadir una nueva página en este libro.

—¡Joder, hermana! ¿Tienes el libro?

—Sí, lo recogí el mismo día que fuimos a descubrir la playa secreta. Quería que estuviera cerca de nosotros. En aquel momento pensé que nos daría suerte…

—Por una parte nos la dio… —dijo Mingo.

—Pero por otra está claro que no, loca. —Colacho garabateaba algo en un papel.

—Eso ahora no importa, pero hay algo dentro de mí que me dice que debemos continuar con la logia. Solo nosotros conocemos este secreto. Creo que…

—…debemos continuar con él. Yo lo tengo súper claro —prosiguió Irene hasta darle conclusión a los pensamientos de Carla.

El asentimiento general dejaba claro que la decisión estaba tomada. Los cinco ya eran miembros de la logia. Posiblemente, lo habían sido desde que se embarcaron en esta aventura, pero era ahora el momento en el que verbalizaban sus pensamientos.

—Solo nos queda, entonces, decidir una cosa —dijo Carla.

—¿El qué?

—Quién de nosotros se hará cargo de la presidencia de la logia…

XVIII Páginas en blanco

XVIII

PÁGINAS EN BLANCO

Resultó sencillo digitalizar el insólito libro, añadir una portada con tapas duras respetando el original y convertirlo en un nuevo facsímil con el agregado de otras páginas en blanco.

Lo verdaderamente complicado fue escribir un texto que estuviera a la altura de Agatha Christie, cosa totalmente inalcanzable, pero que por lo menos dejara claro que lo realmente importante era continuar el legado de la famosa escritora británica y ser coherente con el espíritu de la logia.

La última página llevaba escrito el siguiente texto:

Anexo v

Solamente el deseo de sentir el surf de una manera auténtica y apasionada me ha llevado a tomar la decisión de ocupar el cargo de máxima responsabilidad de esta asociación. 

Sin el corazón de Agatha Christie, esta logia de surf sería inconcebible, por eso quiero agradecer su labor con mi más sincera humildad. Afrontaré este cargo con ilusión, con ganas y, sobre todo, con la misma idea e igual espíritu con el que mis predecesores lo ocuparon.

En estos doce años en los que nadie ha escrito absolutamente una palabra en este libro, han ocurrido numerosos hechos extraordinarios que casi llevan a la desaparición total y absoluta de The Gran Canary Surfer Lodge. 

Por este motivo deseo recordar a todos ellos: Agatha Christie, Dora Curtis, Sarah Middlemore, Peter Troy y Máximo Sosa, Masito (desaparecido de forma trágica en circunstancias muy similares a las de Miss Dora Curtis), y darles las gracias por llegar a ocupar este insigne lugar.

Asimismo, debo agradecer a los nuevos miembros de la logia la confianza depositada en mí para la gestión de nuestra empresa. Desde el día de hoy empezaré la labor de presidenta de The Gran Canary Surfer Lodge.

Que la respiración del surf sea con nosotros.

Carla Murphy García,
Las Palmas, noviembre, 2020.

Notas

NOTAS PARA EL FINAL DE UN LIBRO

 Por lo que sabemos, Máximo Sosa, Masito, personaje fundamental de esta novela, existe realmente y fue el primer surfista canario en convertirse en campeón de España en el año 1973. Lo ocurrido en esta historia no tiene nada que ver con su vida real. Esperamos que no tome en serio su paso a la ficción.

El Club de Surf de Canarias existió realmente pero no en la calle Fernando Guanarteme, 112. Este lugar exacto hace unos años era un taller de coches, ahora mismo es un solar en próxima construcción, probablemente de apartamentos de lujo para vivienda vacacional. Establecimientos como el Ñoño, Pinomar, Ca´Manolín, NyTaxi, típicos de la zona de Cícer, y algún otro que aparece en esta historia, son reales.

Hay que agradecer a Javier Campos Oramas y su obra Crimen en el Confital, la relación que nuestro relato tiene con Agatha Christie y algunos de los personajes que aparecen en ella, como Dora Curtis, Sarah Middlemore, el doctor Lucas Apolinario y Antonio Galán Cruzado que por el arte de la magia literaria se trasladan de una novela a otra.

Todo lo demás, roza la pura ficción.


FICHA DE LECTURA