I VERSOS EN EL AGUA

I

VERSOS EN EL AGUA

 Cuando Carla Murphy miró el mar leyó versos en el agua. Asomada en su tabla de surf, buscaba el menor indicio de surcos que trajera el Atlántico. «Solo unos minutos más», pensó. El océano se impacientaba con el viento del sur. En el otro rincón de la ciudad, los rayos de sol escalaban las Alcaravaneras atravesando edificios como lanzas hirientes hasta la Cícer.

Carla volvió a mirar el horizonte y vio renglones sueltos en el mar. Se acercaba finalmente la columna de olas y esta vez no estaba dispuesta a que se le escapara la mejor. Remó con fuerza, escorando un poco hacia la izquierda, buscando el pico en el que surfear. El resto de surfistas hizo lo mismo, pero se encontraban dos o tres brazadas por detrás de ella. Dejó pasar la primera y fue directa a por la segunda ola. Giró la tabla sobre sí misma y, justo antes de que la masa líquida la envolviera, braceó con nervio hasta quedar atrapada por su inerciaInercia Inercia: Propiedad de los cuerpos de mantener su estado de reposo o movimiento si no es por la acción de una fuerza ..

En un segundo estaba de pie sobre la tabla y se deslizaba por la pared acuosa del mar. Carla Murphy era norma y con la mano derecha acariciaba el muro líquido, haciendo salpicar el agua hacia el cielo. Realizó varios rentes para generar velocidad y bailar sobre el océano. Era algo sencillo y, sin embargo, una de las experiencias más atrayentes; una danza de tres elementos: el mar, la tabla y ella…

El aire cálido envolvía con un resplandor la playa de Las Canteras, ocasionando una rugosidad peculiar en el agua que aportaba un matizMatiz Matiz: Cada una de las gradaciones que puede recibir un color sin perder el nombre que lo distingue de los demás. especial —casi mágico, pensaría ella—, con tubos acuático-volcánicos por los que se adentraba cómodamente. De pronto, la cresta que cabalgaba originó un conducto que fue creciendo, y Carla penetró en una caverna azul, en un cilindro con múltiples reflexiones de luz sobre la superficie transparente. Solo en aquellos momentos en los que no pensaba, en los que simplemente se dejaba llevar, Carla era ella misma y sentía alas en su espalda que la elevaban por encima del mar. Terminó de romperse la masa marina y maniobró con dos o tres rentes más para acabar realizando un aéreo sobre la cúspideCúspide Cúspide: Parte más alta de una elevación de la melancólica espuma.

Sostenida por el filo del aire, un surfista que apareció del vacío chocó violentamente contra ella. Lo inesperado envuelve el miedo. La sorpresa golpea dos veces y, como no estaba preparada para aquel terrible zarpazo, la embestida fue aún más dolorosa. El encontronazoEncontronazo Encontronazo: choque fue silencioso y brutal. Por el sabor de la sangre en su boca, supo que el labio se había abierto ligeramente.

Carla cayó a la lápidaLápida Lápida: En este caso hace referencia a la superficie lisa del agua. de agua derrotada y sin aire que respirar. Luchó interminables segundos por salir a la superficie, pero la serie no quería terminar y permaneció sumergida más tiempo del deseado. La corriente la empujaba hacia los Muellitos, esquina de flujo traicionero de la playa. Entendió que lo mejor no era luchar contra el mar, sino percibir su movimiento y ser una gota sumisaSumisa Sumisa: Que se somete y se deja dominar por la fuerza de las circunstancias o por otras personas aceptando, sin cuestionarlos, su autoridad y su voluntad. de la corriente. Una elegante manera de salvarse.

Logró finalmente sacar nariz y boca y tomar una bocanada profunda de aire salino. Mareada y contusionada se dejó arrastrar sobre la tabla hasta la orilla para recobrar el sentido y apaciguar los músculos magullados. Necesitó unos minutos para recuperar la tranquilidad de su alma, inspeccionar la profundidad del corte de sus labios hasta descubrir que no era grave y liberar el pie de la amarraderaAmarradera Amarradera: Pieza con la que se sujeta el pié a la tabla de surf. que la aprisionaba. Entonces, y aún en cuclillas, escuchó una voz que le recriminaba.

—¡Pero, tú de qué vas, gilipollas! ¿No me viste en la ola? Si no controlas no te metas en la Cícer, cacho pinga… No ves que está glassyGlassy Glassy: Cuando la superficie del agua está completamente lisa, brillante, sin que la mueva el viento. y se forman unos tubos de puta madre…

Carla recuperó el aire y respiró profundamente. No era la primera vez que se enfrentaba a situaciones ni a tipos como ese. El mundo del surf es egoísta, la marea es ruin, una batalla sin forma, cuyo vencedor es el último que se rinde en la ola.

Carla se puso en pie y el energúmenoEnergúmeno Energúmeno: Persona colérica y que al enojarse se expresa con violencia., que se aproximaba dando gritos, se detuvo en seco.

—¿Pero qué dices, imbécil?  —preguntó Carla con un tono de voz pausado.

—¡Eh…, perdón! —Se fue quedando sin palabras—. No sabía que eras una…

—¿Una qué…, una tía…, pero de qué vas? No te tengo miedo, retrasado. —Carla se soltó el moño con el que tenía recogido el pelo y su media melena cayó desparramada sobre sus afilados hombros—. Yo cebaba esa ola mucho antes de que llegaras tú, así que no me hagas reír, pringao. Si la culpa es de alguien, tuya y de nadie más, bobito.

Irene, acostada en la arena repasando su teléfono móvil, vio a su amiga en la orilla, por lo que se dirigió hacia ella y se incorporó a la trifulca.

—¿Qué pasa, Carla? –preguntó.

A Irene le gustaba llevar el pelo corto, casi rapado por la sien izquierda y algo más largo, hasta la altura del hombro, por la derecha. EnjutaEnjuta Enjuta: Delgada, seca o de pocas carnes. y delgada por naturaleza, tenía unos ojos oscuros como tierra lanzaroteña y una nariz considerable para la pequeñez de su rostro, con una especie de botón o interruptor justo en el medio; cosa que no la hacía menos atractiva y sensual, sino que resultaba un apoyo para conquistar a quien quisiera para lo que quisiera. Amiga de Carla desde niña, decidió estudiar formación profesional de Técnico en cuidados auxiliares de enfermería, por, como ella repetía, un odio profundo a la especie humana.

—Nada, Irene… Aquí, el pibePiba Pibe: Niño, muchacho adolescente. es un primavera y se muere por pedirme ayuda. —Carla no se dejaba pisar por nadie. Sabía responder cuando la situación lo requería. Dulce la mayoría de las veces en el trato cotidiano, se volvía dientes si la realidad lo pedía.

—Oye, tampoco te botes. Ya te he pedido perdón, no te pongas así. —Lolo frenó en seco y no solo por tener frente a él a una chica más joven, sino por su actitud segura y firme, y por la mirada gris, casi de husky, con la que escrutaba su entorno—. Perdona de nuevo, a veces me pierdo cuando cojo olas. ¿Estás bien? Me voy adentro otra vez, ¿vamos juntos?

Lolo esbozó una sonrisa en la que se arqueaba el labio de arriba y dejaba ver una dentadura salpicada aún por gotas de agua salada.

—¿A que está buenísimo el tío? —le dijo a Irene girando la cara para que no la oyera aquel muchacho de pelo ondulado, ojos castaños y sonrisa de anuncio. Luego lo miró con sus ojos casi transparentes y escupió un salivazo mezclado con sangre—. ¿Por qué no? Vamos, que no te voy a dejar coger ni una, hermano.

Sobre el paseo de Las Canteras, un viejo surfero los observaba desde la distancia sin intervenir, pero con una mirada inquietante.


II COMO CROQUETAS EN LA ARENA

II

COMO CROQUETAS EN LA ARENA

 Carla Murphy García había cumplido los 17 hacía tres meses. El apellido de origen irlandés lo heredó de aquellos hombres que a finales del siglo XIX se establecieron en Canarias en busca de una vida comercial más llevadera. Vivía al final de Mesa y López, justo en el límite del viejo barrio de Guanarteme, por lo que su afición al mar y a la Cícer surfeante la atrapó desde que era una chiquilla y sus padres bajaban a la playa a jugar a las palas.

Pronto le llamó la atención el oleaje y su madre, preocupada porque su hija se bañara todo el tiempo seguido, decidió registrarla en una de las escuelas de surf que hoy en día florecen por todos lados. Una vez que la niña aprendió a dominar la tabla, equilibrarse de la forma adecuada y serpentear entre olas, ya nadie pudo bajarla jamás del mar de la Cícer.

Pasó de la típica tabla de esponja, la Morey Doyle, al Thruster de fibra, dejando que el tiempo y las horas remadas la fueran curtiendoCurtiendo Curtir: Endurecer y tostar el sol o el aire el cutis: sobre el agua, por lo que sabía enderezar encontronazosEncontronazo Encontronazo: choque como el sufrido con Lolo de forma rápida y eficaz. Además, su carácter pulido entre olas, la vigorosa energía de su genética y la educación de sus progenitores, hicieron que el surf se convirtiera en una escuela de vida, en una filosofía de ser, en una manera de pensar. «Todos los problemas se solucionan cogiendo olas, en el mar solo se puede ser optimista»; solía decirle a sus amigas.

Su cuerpo se moldeó a base de brazadas, y sin pasar por el gimnasio ni hacer dieta empezó a tener un cuerpo firme y fibroso, una piel morena arrebatada al sol de la isla y un color semejante a la arena de Las Canteras, o más propiamente a la bronceada arenilla de la Cícer.

Estudiaba Bachillerato y, aunque aprobaba habitualmente todo en junio, nunca destacó de forma sobresaliente en las materias, excepto literatura, ya que leer la transportaba lejos de su mundo y si bajaba a la playa y no había olas, se sentaba con un libro entre sus manos.

Carla y Lolo se dijeron adiós con un beso de gotas de salitreSalitre Salitre: en este caso sal del mar.. La subida de la marea rebajó la fuerza del mar y llegaron hasta la orilla, donde la arena mojada se hundía levemente bajo sus pies.

El oleaje tiene, en ocasiones, una extraña manera de hacer amigos. Tras un encontronazoEncontronazo Encontronazo: choque de propiedad marina: «esa ola es mía, ten cuidado con la ola que coges»; también se pueden crear interesantes amistades.

Era prácticamente mediodía y ambos, después del baño, despertaban a un giloriogilorio Jilorio: Sensación de malestar en el estómago producida por ganas de comer. agudo.

—¡Qué! Ahora sí que te he dejado coger buenas olitas, pibaPiba Pibe: Niño, muchacho adolescente. —dijo Lolo.

—¿Perdona? —Sonrió Carla con una mueca—. Lo que pasa es que yo he pasado de pillar algunas para que el señorito pudiera lucirse. Fuera de coña, ha estado de puta madre. Cuando la Cícer está glassyGlassy Glassy: Cuando la superficie del agua está completamente lisa, brillante, sin que la mueva el viento., las olas son geniales.

—Espectacular, tía. Hemos pillado olitas guapas. Oye, pues no lo haces tan mal. Me suena tu cara, ¿te conozco de antes?

—Seguramente de aquí, llevo años viniendo. —Carla se fue quitando el chaqueChaque Chaque: chaleco. y con la toalla se secaba el pelo—. Pues nada, Lolo, mira, al final me alegro de haberte conocido, aunque el primer momento haya sido un tanto…

—…gilipollas. —Lolo terminó la frase buscando en su vocabulario el término más adecuado—. Oye, ¿vas a venir esta tarde?

—No, no creo. He quedado para una movida… No puedo. Tengo que ir a Las Arenas a comprar una cosa. —Carla no sabía mentir.

— ¿Y luego? Si quieres… yo voy a estar aquí cerca. En el NYTaxi hay un concierto de un músico que toca de cojones, y además ponen unas hamburguesas del quince. No, solo te lo digo por si quieres pasar, sobre las ocho yo ya estaré. Vendré con unos coleguitas, para que te acerques con tu amiga. Si te pasas, te invito a una birraBirra Birra: cerveza-.

—Soy menor —dijo burlándose—. Bueno, ya veré, Lolo. Adiós.

Irene y Carla subían la cuesta que daba a la avenida cuchicheando y riendo entre dientes. Irene miraba de refilón hacia atrás y se recogía el pelo disimuladamente. Carla no lo miró ni un momento, aunque tenía ganas, intentando contenerse y herir un poquito el ego del atractivo surfero que acababa de conocer.

Lolo permaneció quieto como una estatua sonriente y con cara de subnormal, viendo cómo se alejaba entre la multitud aquella belleza de ojos siberianos. Cuando las chicas desaparecieron de su vista, dejó la tabla sobre la arena y encendió su teléfono móvil para buscarla en las redes sociales, pero resultó inútil, no encontró ni huella de la chica.

Horas después en el NYTaxi, Bejo tocaba una canción llamada Mucho y decenas de jóvenes bailoteaban alrededor del rapero. Entre ellos, Lolo y sus dos amigos, Colacho y Domingo, que canturreaban como podían las partes más divertidas de la canción: «Mucho macho, mucho mamarracho…».

Carla e Irene se acercaron y estuvieron viendo el concierto. Irene se partía de risa con las canciones, que le parecían absolutamente disparatadas y absurdas, sobre todo para una persona acostumbrada a escuchar música más popiPopi Popi: En este caso hace referencia a la música Pop. en los 40 Principales. Carla se dejaba llevar por el ritmo metálico y desacompasado del tipo estrafalario que rapeaba sobre la misma avenida de Las Canteras, sin escenario, pero que parecía elevado por la erótica del poder del sonido, de las cervecitas y de los petas que el nota sugería haberse fumado.

Hacía un ratito que había visto a Lolo con sus colegas haciendo el friquiFriki Friki: Persona extraña y estrafalaria en su aspecto o su modo de actuar. y no pudo evitar sonrisas cómplices con Irene, y ambas se fueron animando a medida que la música las recubría como una corriente eléctrica.

«Surfeando a Bejo», pensó Carla.

Cuando Lolo en una de sus extravagantes coreografías miró hacia atrás y vio a Carla e Irene, se acercó a ellas con el movimiento de sus arrítmicos huesos. Ellas le siguieron el rollo.

Finalizado el concierto, los cinco acabaron sentados en una de las mesas de la terraza papeando hamburguesas y bebiendo cervezas. La mayoría de la peña se había marchado al Tiramisú en la Plaza del Pilar para disfrutar de otro grupo. La playa se había despejado. La brisa del norte regresó y el viento que atraía el mar glassy desapareció hasta dejar una película de humedad que aun con chaqueta mordía el esqueleto.

Sentados en aquella mesa de plástico, protegidos por una mampara de metacrilato, los muchachos se conocieron, reconocieron y desconocieron en una noche de salitre de verano. Había algo en toda aquella situación que empezaba a fraguarseFraguarse Fraguar: Dar a una cosa la consistencia o forma requerida para desarrollarse o producir un resultado o efecto determinado. y tener el peso de la juventud, es decir, la levedad de la juventud, que especialmente se percibe en unas vacaciones de estíoEstío Estío: Verano., una sensación de calma que no existe en otras estaciones del año.

Atardeció con lentitud, las nubes de la panza de burro se difuminaron hasta mostrar un cielo turquesa que se transformaba en naranja y luego en rosa y luego en verde hasta el anochecer tenue y mortecinoMortecino Mortecino: Que parece estar a punto de morir.. Colacho, Mingo, Lolo, Irene y Carla rieron juntos y dijeron estupideces juntos y respiraron el silencio juntos hasta que se hizo tarde.

—¿Quieren tomar algo más? —indagó Colacho levantándose de la mesa—. La última o la penúltima, como dice la gente. Nunca se dice la última, ¿verdad?

—No, gracias. No me apetece nada más —contestó Irene—. Suficiente por hoy. Mañana venimos también tempranito a la playa.

—Pero ya está viniendo el choppy —comentó Mingo—. Se ha vuelto a meter el alisio y las olas no estarán como hoy.

—No importa. Nos gusta aprovechar las vacaciones y bajamos a la playa todos los días sin importarnos cómo estén las olas ni el tiempo. Y si no hay nos tumbamos sobre la arena y damos vueltas como croquetas.

—O una partidita de palas —apuntó Carla.

—¿Se han tirado alguna vez en el Lloret? —inquirió Lolo a las chicas—. ¿O en el Confital?

—Yo no —dijo Irene—. Me cago toda.

—En el Lloret sí, pero solo un par de veces, aunque si el mar está bueno y tú me acompañas, voy fijo —dijo Carla risueña.

—Pues nada, hecho. Mañana miramos a ver cómo está y decidimos, ¿vale?

—Ok, genial. —Sonrió Carla.

—¡Qué descojono, el Bejo! —dijo Colacho cambiando de tema—. Yo lo conocí por unos colegas de clase. Al principio me pareció un friqui que te cagas, pero a medida que lo escuchas te acaba gustando.

—Antes me vi como surfeando a Bejo —soltó Carla poniéndose filosóficosurfera—. Nunca lo había escuchado, pero eso fue lo que sentí. A veces me parece que cualquier cosa se puede surfear.

—¿Qué coño dices, Carlita? ¿Cuántas birras te has bebido? —preguntó Colacho.

—Yo sé a lo que te refieres —repuso Mingo—. A ver, creo que practicar surf es más que subirse a una tabla, y también creo que conducir por las olas es más que una manera de vivir. Hay flejeFleje Fleje: Gran cantidad de personas, animales o cosas. de películas que hablan del tema.

—Sí, más o menos voy por ahí. Está claro que es un deporte, pero también que no es solo eso. Te subes a una tabla de fibra, juegas con el mar, con las olas, pero…tiene algo más profundo que no sé explicar con detalle. Es un estremecimiento, un sueño, una sensación de flotar, de volar tal vez.

—¡Ya, coño! —exclamó Lolo—. Joder, no sabía que ibas a coincidir con las batallitas de Mingo…El mar, las olas… —Rio a carcajadas imitando a su amigo.

—¡Cállate, simplón! —Carla se meaba de la risa—. Pues yo estoy de acuerdo con tu amigo. Aunque no sepas verlo, hay algo de filosofía en todo esto. Y si no, ya lo verás con los años, cara huevo.

—Para mí todo esto —continuó Lolo— no es más que algo divertido, que me entretiene fleje y que me gusta hacer. No hay que pensarlo más. El rollo yoga para ti y mi colega.

—Pues eso es… tú lo has dicho…no pensar —aseveró Mingo—. Yo creo que voy a descubrir algo enorme entre las olas. No sé el qué, pero ya lo verás, tú, bobomierda.

—¿Quieres ver algo enorme? Mira esto… —Gesticuló Lolo.

—Sí, plástico por un tubo es lo que vas a descubrir —añadió Irene.

—¡El suelo es lava! —gritó Colacho entre risas. Todos subieron las piernas para no quemarse.


III COMPAÑÍA INSULAR COLONIAL DE ELECTRICIDAD Y RIESGOS

III

COMPAÑÍA INSULAR COLONIAL DE ELECTRICIDAD Y RIESGOS

La Compañía Insular Colonial de Electricidad y Riesgos, que con el paso de los años se recortó en el cautivador acrónimo de Cícer, suministró potencia, luz y energía a la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria durante más de 50 años. Precisamente, aquella mañana de sábado los cinco amigos habían quedado justo al lado de la vieja fábrica, que ya no existe sino solo por su nombre (qué más existir que un nombre), en una zona que todo el mundo conocía como El Piti. Para los surferos de la ciudad, ya desde hace mucho tiempo, la Cícer se subdivide a su vez en varias parcelas: El Piti, El Bufo y Los Muellitos; quien adjudicó los nombres era, sin duda, un genio.

Irene y Carla habían madrugado esa mañana y casi desde el amanecer cabalgaban algunas olas desfiguradas y sin forma, más espuma que otra cosa, a veces mansas y a veces pesadas, que costaban ser remadas, por lo que debían dejarse antebrazos y tríceps en el intento.

Manuel Navarro Ruíz, Lolo, estaba a punto de cumplir 21 años y llevaba meses sin ir al grado de Ingeniería Civil en el que se había matriculado y que le resultaba un auténtico coñazo. Había sido un estudiante ejemplar durante la secundaria, pero en este último año descubrió que solo había dos cosas que merecieran la pena: el surf y los amigos. En su casa —vivía en Castillejos 51, encima del bar La Nona—, aún no se habían querido dar cuenta de su deserción educativa. Por el momento, él lo salvaba con un «mañana empiezo a estudiar», «mamá, no me agobies, que en este puñetero país da igual, una carrera no me va a dar un buen curro»; y otras ocurrencias ingeniosas por el estilo.

Conocía a Colacho y a Mingo desde sus últimos años de instituto en el IES Pérez Galdós de la calle Tomás Morales, y con ellos había labrado una amistad intensa, de esas que merece la pena cultivar toda la vida. Nicolás Padrón, Colacho, delgado y vivaracho, era alegre e inquieto hasta casi rozar lo hiperactivo. Sus ojos marrones se juntaban provocando un extraño efecto cuando se le miraba de cerca, y el pelo oscuro y rizado crecía como un manglar subtropical. Cortar aquella cabellera sería un auténtico trabajo de fin de grado para cualquier peluquero por muy avezado que se fuera.

Al contrario, Domingo el Largo, Mingo, más soñador y buen observador, era el hombre tranquilo, como en aquella antigua película de John Wayne. Manso pero genética y surferamente fuerte, tenía la suficiente altura para desenroscar una bombilla sin subir a un taburete; no sería buena idea enfrentarse a él, sin embargo, de su carácter pacífico y amable emanaba una tranquilizadora dulzura.

Cuando llegaron al Piti, dejaron sus mochilas, enceraron tablas y corrieron al agua. Mar adentro, nadaron hacia el pico en el que surfeaban las chicas y bromearon un rato con ellas rememorando la noche pasada. Atraparon algunas olas y se sentaron a horcajadas durante un buen rato a mirar el horizonte en absoluto silencio mientras esperaban a que germinara una nueva serie. El tiempo de olas perfectas de ayer se había transformado en una calma chicha que sólo producía olas patosas repletas de espuma y distorsión.

—Chacha, ya llegó el choppy hasta Las Canteras. Estas olas son para primaveras —dijo Lolo sentado sobre su Pukas.

—Con unas así aprendí yo, por eso les tengo cariño, cacho bobo. —Rio Irene mientras se rehacía la coleta húmeda de salitreSalitre Salitre: en este caso sal del mar..

—¿Lolo? —preguntó Carla—, ¿no me ibas a llevar al Lloret?

—Antes de venir pasamos por allí, pero está igual que aquí. Hoy no es un buen día. En otra ocasión, guapita.

—Aguantamos un ratito más y nos vamos afuera, que me está entrando hambruna. Hoy al Ñoño, bocatita de calamares con alioli. —Colacho saboreó el bocadillo con palabras. Luego añadió—: Necesito un chaqueChaque Chaque: chaleco. nuevo. Este tiene flejeFleje Fleje: Gran cantidad de personas, animales o cosas. de agujeros y me estoy calando entero. Y eso que es verano, hermano.

—¡Qué pasa, poeta! ¿Vas haciendo rimas? ¿Qué te crees, Bejo? –Rio Mingo.

—¡No, soy tu puta madre! Mira qué poema: «Tú, que versos compones, bájame la bragueta y tócame los cojones».

—Esa no es mi madre, por lo menos es Bécquer, loco —sentenció Mingo.

La marea necesitaba pleamar. Carla y Lolo fueron hacia la orilla. Cuando se desprendían de sus amarraderas, una serie inusual los pilló sin haber salido totalmente del agua. De repente, una ola que no parecía más sólida ni potente que otras surfeadas esa mañana, creció ante ellos y los empujó con fuerza contra la arena mojada. El mar es espontáneo.

La tabla de Carla, una Santa Surf regalo de sus padres, salió disparada por la orilla. Lolo tuvo tiempo de reaccionar y sostuvo su Pukas con una mano y la cadera de Carla con la otra, aunque no pudo mantener el equilibrio y cayeron impelidos como en una centrifugadora por la playa a centímetros del agua.

Se detuvieron precisamente en el chupadero, un sumidero gigante que había vuelto a salir a luz ahora que realizaban obras en la Cícer para embellecer y unificar la avenida de Las Canteras con una gran pasarela. Carla y Lolo quedaron atrapados en medio de aquel inmenso desagüe.

En un primer momento Lolo se asustó pensando que Carla se había golpeado en la cabeza, no ayudó el ruido seco como cuando martillas un filete de carne, pero al mirarla vio que ella, pese a las magulladuras del revolcón, sonreía.

Al ponerse de rodillas la mano de Carla quedó enredada en una especie de malla vieja del color de la misma arena. Creyó que era la vieja red de un pescador olvidada en la playa, pero cuando tiró de ella apareció un bolso, como un pequeño saco de papas de no más de 30 centímetros, que contenía en su interior un misterio que les cambiaría la vida para siempre.


IV UN BOCATA DE CALAMARES DEL ÑOÑO

IV

UN BOCATA DE CALAMARES DEL ÑOÑO

El chupadero era un enorme hoyo cilíndrico de piedra por el cual la fábrica vertía agua a la misma playa. Durante los años de funcionamiento de la compañía el agua salía contaminada pero caliente, y los chiquillos se metían en grupo caída la tarde para darse un baño antes de que la humedad de la tardecita los enfriara y sus madres tuvieran que calentarlos con dos rebencazos y una toalla seca.

Lolo ayudó a poner en pie a Carla, que se encontraba un poco temblorosa, pero en buen estado, y se fue a por la tabla que había quedado mecida por las olas en la orilla. Ella lo esperó con una extraña sonrisa en el rostro. Los demás aún se entretenían con las últimas olas antes del bocadillo de calamares con alioli del Ñoño.

El muchacho llevaba las tablas en ambas manos y Carla, un saquito de esparto desgastado entre las suyas. Se dirigieron a donde estaban las mochilas y se sentaron sobre la arena.

La construcción de la nueva pasarela a la altura del viejo edificio de la Cícer llenó de una valla verde traslúcida toda aquella parte de la playa. A su alrededor había un par de enormes grúas, otorgando al cinturón de ese sector de Las Canteras un aspecto industrial. Probablemente, el movimiento de los materiales de construcción junto con el desplazamiento de toneladas de arena provocó que el chupadero sacara a la luz algo que llevaba oculto mucho tiempo.

—¡Chacha, abre eso ya a ver lo que es!  —dijo Lolo desprendiéndose del chaqueChaque Chaque: chaleco., que parecía unido a su cuerpo con pegamento.

—¡Ya va, joder, tranquilo! —exclamó la señorita Murphy. Colocó la bolsa entre sus piernas e intentó quitar con sus manos el nudo que apretaba la boca del saco—. ¡Coño, tengo que hacerlo con cuidado! Esto está hecho una mierda, me da que se va a deshacer.

Lolo se agachó a su lado para ayudarla y darle un poco de confianza, pero lo único que consiguió fue ponerla más nerviosa.

—Parece súper viejo —dijo Lolo.

—Genial, tío, se ve que eres un hacha descubriendo cosas. Vales para investigador privado. —Rio Carla.

—Déjame tía, que yo lo abro en un pispás. —Lolo metió sus zarpas por el medio y pegó un tirón a la soga, que efectivamente se deshizo como ceniza por una parte y, por otra, quedó tiesa como regaliz añejo.

Cuando abrieron el saco, la sorpresa fue mayúscula y sus caras de susto pudieron distinguirse desde la Peña de la Vieja. Del interior surgió un cráneo níveo, absolutamente blanco, con su mandíbula incluida. Los dos muchachos no sabían cómo reaccionar, así que lo primero que hicieron fue devolverla al interior del saquito canelo y taparlo con una toalla, cuya imagen impresa mostraba un tucán multicolor con una playa con palmeras. Todo un cuadro.

Carla miró en todas direcciones a ver si alguien los había visto. Parecía que todo estaba en orden, nadie los miraba con cara rara, no había ningún móvil cercano grabando o tomando fotos, ninguna cámara de televisión surgió para confirmar que aquello se tratara de un programa de cámara oculta…

Pero Lolo sí vio a alguien que los observaba desde la avenida y se lo hizo saber a Carla con un movimiento de cabeza. Cuando ella miró, reconoció al viejo surfero, a aquel

dinosaurio del surf que ayer los había estado observando. Seguía manteniendo la misma mirada inquietante y por sus gestos pudo intuir que él también se había puesto nervioso, aunque intentara ocultarlo. Se notaba que era una persona fuerte, probablemente por los años continuos atrapando olas, de expresión árida y ruda, moreno renegrido por el sol, escaso pelo y rostro cuadrangular. El tipo intentó esquivar la mirada de los jóvenes, disimulando como si oteara el mar, pero a cada salto de espuma sus ojos volvían a enfrentarse.

Carla y Lolo se mantuvieron en silencio un largo rato y esperaron a que sus compañeros salieran del mar. Hasta que eso ocurrió no pasaron sino diez minutos; a ellos les pareció una eternidad.

—¡Peña, bocata de calamares, que aprieta el jiloriogilorio Jilorio: Sensación de malestar en el estómago producida por ganas de comer.! —Colacho arrojó su tabla al suelo sin importarle que se le llenara de arena.

—Las olas, una mierda. Con lo guapo que estaba ayer y fíjate cómo cambia en un día. Estoy deseando que llegue septiembre y las mareas largas, las del Pino, que se suelen meter unas series perfectas —precisó Mingo con amplios gestos de sus largas manos.

—Los mejores meses de Las Palmas, en septiembre y octubre fijo —repuso Irene—. El otoño es la época más chachi, pero también empiezan las clases, cosa que lo hace una puta mierda.

—Chacho… ¿qué les pasa? Si están más blancos que la leche, ¡ños!

—Sí, es verdad, ¿qué pasó?

—Nada…, nada —dijo Lolo, Carla se había quedado bloqueada—. Mira a ver si hay un tío, un pureta, justo detrás nuestra…

—…Detrás de nosotros… —Se descongeló Carla.

—¿Qué dices, tía?

—Que se dice detrás de nosotros, no detrás nuestra.

—Vete al carajo, tú. ¡Coño! No es tan difícil, que miren a ver si hay un tío ahí en la avenida, vigilándonos.

Los tres amigos miraron buscando a alguien en el paseo.

—Pero así no, joder, tan descarado no.

—Lolo, no hay nadie acechándonos. Bueno, hay flejeFleje Fleje: Gran cantidad de personas, animales o cosas. peña por el paseo, pero nadie que nos observe fijamente. Pero ¿qué pasó, loco?

Entonces, Carla destapó la toalla que ocultaba el saco. Lo abrió lentamente y pudieron ver el contenido: un cráneo blanco, impoluto como si estuviese bañado en cal. Todos se quedaron pasmados y ojipláticos.

Desde una de las amplias rampas de bajada a la Cícer, oculto entre la imprecisa multitud, unos ojos inquietantes escrutaban a los cinco amigos.

—¡Qué! ¿Un bocata de calamares con alioli del Ñoño o qué? —arrancó Colacho.


V WAX EN CÍRCULOS CONCÉNTRICOS SOBRE LA FIBRA

V

WAX EN CÍRCULOS CONCÉNTRICOS SOBRE LA FIBRA

Esa misma noche en la penumbra de su cuarto, Carla sintió un temor extraño que no sabría reconocer ni transformar en palabras. No estaba segura de que hubieran hecho lo correcto. Se derrumbó en la butaca llena de ropa enfurruñada y conectó Spoty con su tablet. Las horas la envolvieron con un manto de desconcierto. Se notaba intranquila, agitada y revuelta como el revolcón de una ola inmensa en un remolino de la corriente. Llamó a Lolo llena de incertidumbre e inquietud.

—Estoy asustada…—le soltó.

—Pero, tía, que no es para tanto…No hemos hecho nada malo. Mira, nos encontramos un saco y ya está.

—Mierda, Lolo, un saco con una puñetera cabeza dentro.

—Carla, no pasa nada. Mañana vemos y decidimos qué hacemos. Si es necesario hablamos con alguien para que nos eche una mano, pero no te preocupes. Ni que lo hubiéramos matado nosotros. O si no, escucha, la tiramos por ahí y sanseacabó. Más de uno se reiría de esta situación, fijo.

—¿Dónde la tienes? ¿Se lo dijiste a tu madre?

—Estás pirada, a mi vieja…, ni de coña. Lo tira por la ventana, con lo cagada que es. Nada, lo tengo ahí en la mochila de la playa, justo al lado de la tabla; punto. Y óyeme, tú tampoco se lo cuentes a nadie, ¿vale? Ya tendremos tiempo de hacerlo. Mañana decidimos, tranquila.

A Carla le había entrado hambre y ansiedad casi a partes iguales, así que fue a la cocina a por algo que picar. Luego se dirigió al salón, donde los padres veían una peli y se sentó junto a ellos, pasando un brazo tímido por los hombros de su padre. Este siguió embebido en la televisión, acarició el pelo de su hija y le dio un beso rápido en la frente.

—¡Pero qué niña tan cariñosa! —dijo su madre chateando con el móvil y sin soltar los pulgares de la pantalla líquida.

—¿Qué, no puedo acercarme a ustedes? —preguntó con una disimulada sonrisa de amabilidad.

—Claro que sí, majadera, siempre que quieras. ¿Estás bien, Carla?

—Sí, sí. Solo algo cansada. Me voy a mi cuarto que quiero dormir. Mañana nos vamos otra vez a la playa —dijo mientras engullía con avidez galletas de Nutella horneadas en casa.

—Chacha, van a gastar todas las olas… —razonó su padre sin dejar de mirar la película.

—…Y todas las galletas —sentenció su madre sin dejar de pulsar el teléfono.

De nuevo en su dormitorio, intentó leer, pero los nervios no le daban tanto como para concentrarse en la trama de la historia, así que optó por dejar el libro sobre la mesilla, ponerse los auriculares inalámbricos y acompañarse de cualquier música que la evadiera del miedo.

Al día siguiente, Carla terminó de desayunar y bajó la escalera rápida. Tras el portal, la luz de la calle la inundó. Sus pupilas se dilataron amparadas por las gafas de sol, rehízo su coleta, que apretó con firmeza, y sus piernas, descubiertas, morenas y musculosas, se pusieron en marcha por José Mesa y López hasta la intersección con Lepanto, que la llevaba directamente a la playa de Las Canteras, a la Cícer, al Piti.

Pasada la incertidumbre nocturna, la refulgente mañana la llenó de virutas de alegría. Carla era día. Otros son noche, noctámbulos que prefieren la oscuridad. No era su caso. Ella era de Lorenzo, no de Catalina. Llegó rápidamente a la avenida, aunque paró a redoblar su desayuno en el Smoothie: un zumo de frutas que le aportaba un extra de fibra que requemar entre las olas. Luego descendió a la arena y se introdujo en el pasto salado del mar. Sus temores habían quedado atrás, olvidados por el empuje del oleaje. Estuvo un rato atrapando olas, haciendo quiebros, amagos y fintas, saltando con habilidad por encima de la corriente salífera. Necesitaba sentir las inevitables alas de las olas. Las inevitables alas de Carla Murphy.

Cuando horas después apareció Lolo con los demás, Irene y Carla estaban sentadas en la arena mirando el horizonte cercano. Se miraron cómplices y con ganas de averiguar noticias sobre el cráneo encontrado. Para no despertar sospechas fueron al bar Munbai, que les daba la intimidad suficiente en sus mesas interiores para ocultarse de la gente y pidieron a la camarera, que los miraba con su habitual mala hostia, unas bebidas para acompañar.

Lolo puso la mochila con la cosa encima de la mesa.

—Bueno, esto ya está aquí. ¿Qué hacemos? —preguntó al resto.

—¡Ños, qué guapo! —exclamó Colacho.

—¿Que qué hacemos? Nada. Si fuera por mí lo dejaba en un contenedor y punto. Me da un mal rollo que no veas —dijo Irene.

—¡Qué dices, tía! —soltó Colacho—. Si nadie lo quiere me la llevo al cholo. Tengo una estantería en donde puede quedar de puta madre.

—Con la misma ni siquiera es de verdad. Puede ser de plástico o de cerámica, digo yo. No es normal que nos encontremos una calavera por ahí. Seguro que es falsa, es lo más lógico —dijo Carla.

—Lo más lógico —retomó Irene— es que se la entreguemos a algún policía. Cuando veamos a alguno, se la damos y ya está. Así nos quitamos el marrón y pasamos de esto, que me da un mal rollo…

—Ya, tienes razón, Ire, puede ser lo más adecuado, pero seguro que si la calavera… —Carla interrumpió el argumento de Lolo.

—…No, por favor, me cago toda con la palabrita. Llamémosla de otro modo… No sé…

—Choriqueso for the children…No me jodas —cantó Colacho—, como una canción de Bejo.

—Vale, me parece. Pues si el choriqueso —continuó Lolo— es de verdad, nos van a estar haciendo preguntas toda una jodida semana, vas a ver. Yo creo que nos podemos meter en un problema.

—Venga tío, en el problema ya estamos. Joder, no sé qué coño hacer.

—A ver, déjame cogerla —dijo Mingo.

—Con cuidado, chavalín, que no se te caiga. Que la simpática de la camarera nos está mirando con cara rara.

Mingo empezó a observar la calavera de cerca palpando los recovecos, las cuencas de los ojos, los dientes níveos.

—¡Qué asco! —exclamó Irene.

—Fíjate Lolo, cuando paso la mano por aquí, por esta zona, por la parietal hay como unas marquitas, hermano. Chacho, toca tú para que veas. —Y se lo pasó para que lo comprobara.

—Joder, es verdad. ¿Qué será eso?

—Déjame mirar. —Carla repasó sus manos por encima de la sien del cráneo y pudo verificar dichas marcas.

—Yo sigo pensando que lo mejor es dársela a alguien con autoridad para que no nos metamos en líos, ¿vale? —dijo Irene asustada.

—Que sí —dijo Carla—, estoy de acuerdo con Ire. Hay que entregarla a un poli. Si nos hacen preguntas pues ya está. Las contestamos y punto, pero la calave…digo, el choriqueso, no podemos tirarlo por ahí para que lo encuentre otro. Además, fijo que ya está lleno de huellas nuestras.

—Es verdad, ¿tú no has visto el CSI? —Rio Colacho.

—Déjate de mierdas y mira, observa bien, también tiene unas muescas parecidas en el otro lado del cráneo. ¿Qué podrá ser?

—Espera, creo que puedo averiguarlo —dijo Mingo mientras sacaba de su mochila una libretita y un lápiz—. Esto lo hice una vez en clase de dibujo técnico para calcar un trabajo y el pringado del profe me puso buena nota y todo; quizás pueda funcionar.

Puso la calavera sobre la mesa intentando ser lo más discreto posible, aunque los demás creían que daban el cante. Colocó una hoja de la libreta previamente arrancada sobre la zona de las marcas y comenzó a raspar como cuando de chico calcábamos en un folio. Tras apretar con intensidad fue saliendo un código que se veía reflejado en el papel. Luego tomó otra hoja e hizo lo mismo en el otro lado de la cabeza. Los demás esperaban ansiosos por saber el resultado final del raspado craneal. La camarera los miró con cara de estupefacción y una mueca de indiferencia. Mingo siguió con su tarea hasta que finalmente estuvo terminado. Devolvió el muerto a Lolo, quien la guardó inmediatamente en su bolsa y la escondió de la vista de todos. Mingo puso en la mesa las dos hojas calcadas y en un folio nuevo copió el resultado con más claridad.

Entonces pudieron leer lo siguiente: L281709 RM y L154273 MR.

Los jóvenes se miraron con cara de no saber qué coño significaba aquello. Solo unos números sin ningún sentido. Estuvieron minutos en silencio tanteando posibilidades hasta que por fin la tormenta de ideas se volvió una lluvia tropical.

—Yo pienso que eso es pasta. —Los demás miraban a Colacho con cara de empalago—. Que sí, mira las cantidades, 281709 más 154273, eso suma, a ver, si no me equivoco 435.982.

—¿Cómo que si no me equivoco, subnormal? Si lo has sumado con el móvil —preguntó Lolo.

—Vale, tío. Eso son 435.982 euros. Eso es un pastón, hermano. Por eso se puede matar a alguien, ¿no? Casi medio millón de euros. Yo fijo que me cargo a alguien por esa pasta.

—Sí, tienes razón, es un montón de dinero —se explicaba Irene—, pero no nos dice nada. Vale, es flejeFleje Fleje: Gran cantidad de personas, animales o cosas. de pasta, ¿y qué? ¿Dónde está el dinero? ¿Ahí, dentro de la calavera?

—Choriqueso —dijo Colacho.

—A la mierda el choriqueso —continuó Ire—. Por mucha pasta que sea, no vamos a poder encontrarla. ¿No está aquí, verdad? Pues nada.

—Con la misma está en el sitio en el que encontramos la cabeza, en el chupadero al lado de la antigua fábrica —dijo Lolo—. Hallamos la cabeza, pero tal vez también esté el dinero.

—Y el resto del cuerpo —anunció Carla con recelo.

—Pues sí, tía. Quizás está todo ahí: el cuerpo o lo que queda de él y la pasta.

—Dios, con esa cantidad podríamos montar nuestro propio club. Una escuela de surf de las guapas. Podríamos vivir de lo que más nos gusta. El día entero cogiendo olas en la playa, enseñando a los pibes chicos. Ya me lo imagino: escuela de Surf «El Piti» —determinó Mingo.

—Mámame la minga, Mingo —se carcajeó Colacho.

—Joder —declaró Carla—, la verdad es que sería increíble, hermano. Déjame que solo sea una ilusión, pero a mí me gusta tener ilusiones…Trabajar así sería genial. Nada de horarios de oficina, ni de personas grises. Todo el día en cholas y bañador enseñando a coger olas: brutal.

—Pero tener una escuela no implica delinquir. Si nos ponemos a ahorrar, conseguimos un trabajo, pedimos un crédito…Es montar una puta empresa, no hace falta robar para eso —dijo Irene.

—¿Robar? ¡Cómo que robar! Esto es más bien buscar un tesoro. Nos han dado una pista, nosotros solo tenemos que encontrarlo.  Y yo estoy dispuesto a buscarlo —aseveró Lolo.

—Vale, paremos un poco —expuso Carla—. Estamos imaginando demasiadas tonterías. Tal vez no es dinero, puede ser cualquier cosa. Además, fíjate en las letras que aparecen: L al principio y al final RM y MR. ¿Qué querrá decir eso?

—Con la misma es un nombre.

—¿El nombre del muerto o el del asesino?

—Sí, el del asesino, ¿no me jodas? Justo antes de morir se tatúo en el cráneo con un afilado estilete que por casualidad llevaba en el bolsillo las iniciales del asesino y la cantidad de dinero que le había robado —ironizó Mingo.

—Ya está bien, chicos —formuló Carla—. Vale de chorradas. Sinceramente, creo que debemos dejar descansar nuestros cerebros. Vámonos a remar, quizás con las olitas veamos las cosas con más claridad.

Salieron del Munbai y regresaron a la playa. La camarera les echó una última mirada perdonándoles la vida. Aún quedaba un trozo de arena seca sin gente junto al muro de piedra para dejar las pertenencias. Mingo y Colacho se sentaron, uno manipulaba su móvil, el otro se recostó a tomar el sol o lo que la panza de burro dejaba entrever de cielo azul; no tenían ganas de meterse en el agua. Lolo, Irene y Carla sacaron sus tablas y comenzaron a darle wax en círculos sobre la fibra. No había mucha fuerza, pero lo suficiente para atrapar algunas olillas y sentirlas escurriéndose entre los dedos.

—¿Dónde está? —dijo Irene.

— ¿El qué? —contestó Lolo.

—¿Qué va a ser, melón? El choriqueso…

—Tía, lo puse en mi mochila. ¿Qué quieres que haga? —agregó Colacho.

—Déjalo ahí —aclaró Mingo—. Yo sigo dándole vueltas a esta matraquilla. Al código ese que apareció grabado en el cráneo. Algo tiene que significar, fijo. Voy a ponerme a indagar aquí un poco con el móvil a ver si averiguo alguna cosa. Vayan ustedes para el agua…

— …Y de paso échale un ojo a la mochila de Lolo, no se la vaya a llevar alguien —sentenció Carla.

—Sí, los «Walking Dead», morenita. —Se carcajeaba Colacho tumbado en la arena, retorciéndose los bucles enmarañados. Las aletas de su nariz se movían acompasadas al ritmo de la risa entrecortada de su respiración.

Las dos chicas y Lolo pusieron sendas tablas bajo sus brazos y se acercaron a la orilla. Calentaron un poco tobillos, caderas, brazos y cuello, y se introdujeron en la fría agua de la Cícer atravesada de pleno por la corriente del golfo del norte de México, que en su particular ruta recorría, entre otros, lugares tan lejanos como las islas Canarias.

—Lo chungo de esto es que hay fleje de peña —comentó Carla.

—¿Cómo dices? —preguntó Lolo.

—La Cícer, que se peta demasiado. Por eso me gusta venir súper temprano y claro, siempre está el mar en las condiciones óptimas.

—¡Coño! «Condiciones óptimas». Eres toda una profesional…—Reía Lolo.

—No, chafalmeja…Es solo que sé leer, no como otros.

—Tienes razón —continuó Lolo—, hay mucha peña. Pero eso es algo que pasa en todos lados.

—Dejen pasar…que ahí viene una olita. Menos palique y más concentración —gritaba Irene saltando una ola que la parejita no parecía haber visto—. ¡Esta es mía…!

—Tienes razón, demasiada peña y pocos picos. Antes tuvo que ser mejor.

—¿Antes?

—Sí, me refiero a hace años. Seguro que, no sé, hace veinte o treinta años aquí había menos gente pillando olas, todo era más fácil.

—Sí, seguro Lolo, pero por esa regla de tres, tú tendrías ahora por lo menos 50 y serías un pureta gordo, chungo y calvo y no estarías surfeando con un pibón como yo, ¿no?

—¡Vete al carajo!

Esta vez fue Carla la que le robó la ola a Lolo a la vez que su sonrisa cabalgaba sobre la espuma.

—¡Cabrona! —gritó Lolo sentado a horcajadas en su tabla.


VI OLAS TOMANDO LA LUNA

VI

OLAS TOMANDO LA LUNA

Fuera del agua, Carla se deshacía del chaqueChaque Chaque: chaleco. y enredaba la amarraderaAmarradera Amarradera: Pieza con la que se sujeta el pié a la tabla de surf. con las quillas de la tabla. Irene hundía los pies todavía mojados en la arena seca, un acto reflejo de cuando era niña, y Lolo se sacaba agua del oído izquierdo dando saltitos con el pie derecho, todo un experto vaciándose los tímpanos.

—Pues sería la hostia, morena. —Lolo retomó el palique—. Descubrir un sitio donde no hubiera tanta peña. ¿Te imaginas? Una playita para nosotros solos con olas cojonudas, ¿eh, Carlita?

—Hombre, genial. Pero eso no existe. La gente viaja a Maldivas, a Portugal o a Marruecos y aún así está todo lleno de surfistas. Mejor pensamos otra cosa.

—Pues tampoco estaría mal lo de la escuela de surf que dijiste antes —argumentó Irene—. En Las Canteras tenemos unas cuantas, además con dinosaurios de la Cícer que han pasado la vida en la playa. Tú empezaste en una escuela, ¿no, Carla?

—Sí, es verdad, en Mojosurf —recordó Carla—. Estoy contigo Irene en lo de la escuela, en un tiempo nos ponemos a ello. Podríamos aportar cosas nuevas que esos viejitos ya no hacen. Sangre nueva, ideas nuevas, movimientos nuevos, algo se nos ocurrirá. Yo, sinceramente, no encuentro otra cosa que me guste más.

—Si yo pudiera —dijo Lolo—, ni carrera ni nada, para lo que nos sirve. En este país todos al jodido paro. Por lo menos tengo una ilusión que me flipa.

— Pues yo creo que podríamos intentarlo, tenemos que vivir de ilusiones —insistió Carla—. No por ahora, está claro. Pero si aunamos esfuerzos, creo que podremos conseguirlo.

—Oído cocina —espetó Lolo.

Colacho y Mingo, que seguían tumbados en la misma postura, como bardinos un día de fuego, reaccionaron ante la última frase.

—¿Vamos a comer algo? —preguntó el ojijunto Colacho—. ¿Tiramos al Ñoño, a Pinomar, al «Oh qué Bueno» de la plaza del Pilar?

—Pareces el Tripadvisor de la Cícer, hermano —se burló el Largo, y añadió arrastrando las sílabas—. Tengo la clave sobre qué significa el código del choriqueso y sus números ocultos. He investigado mejor que en la «uni». Me van a poner un sobresaliente.

—Joder, ya me había olvidado de la calavera de las narices…—dijo Carla.

—El choriqueso, pibaPiba Pibe: Niño, muchacho adolescente., el choriqueso.

La plaza del Pilar era una explanada circular que parecía cuadrada. Era la cuadratura del círculo, rematada con la iglesia que lleva su nombre y algunas cafeterías que se habían adaptado al ritmo cambiante de una ciudad mestiza como Las Palmas. El calor pegajoso golpeaba con panza de burro incluida, transformándose en una grisura calimosa. Tras unos refrescos, unos bocatas y unos platitos de papas con las tres salsas, Mingo comenzó a exponer sus sesudas teorías acerca del código de numeración del cráneo.

—Miren, surferillos de pacotilla, según mis sensatas averiguaciones esto puede ser un par de cosillas de nada.

—A ver, inteligente, dinos.

—Primero, en internet hay una página que habla de un lenguaje secreto, un lenguaje críptico, lo llaman. Como no tenía ni pajolera idea de lo que significaba críptico, lo busqué y, tras leer la definición, seguí sin tener puta idea de lo que era.

—Críptico es secreto. Lo sé por las criptomonedas…los bitcoins esos —aclaró Colacho—. Un primo mío tiene un par de ellos. Valen una pasta. Pues podría ser, sí…

—Vale, sí, puede ser, no lo había pensado, pero no lo veo claro —continuó Mingo acariciándose la barbilla como si estuviera pensando—. Lo que yo creo es que tiene que ver con un lenguaje secreto, como tú dices, que mezcla números y letras, pero por más que lo he intentado, chicos, esto no tiene ni pies ni cabeza…

—Por lo tanto —repuso Lolo—, que tampoco tienes puñetera idea, claro. Pues estás bonito tú de investigador.

—Espera, loco.

Carla e Irene, expectantes, escuchaban mientras sorbían los últimos tragos de sus bebidas. Una media sonrisa como una media luna asomaba en sus labios.

—Después pensé —prosiguió Mingo— que esto puede que tenga que ver con la Biblia…

—¿La Biblia? —preguntó Carla.

—¿Qué dices? Ah, que el choriqueso es de un cura… —ironizó Colacho.

—No, ¡coño! Que puede ser algo de los versos esos de la iglesia, de la Biblia, digo…

—Versos no, versículos —aclaró Carla—. Los versículos de la Biblia son como las partes o los capítulos en que se divide…

—Eso, tú. Escucha: «L 2817». Eso no puede ser otra cosa que Lucas 28:17…

—¿Y el resto? —curioseó Irene—. ¿Los demás números del código y las otras letras?

—Oye, tranquilita…, que no soy una máquina. Poco a poco. Solo tengo hasta ahí: Lucas 28:17.

—¿Y bien…?

—¿Bien, qué?

—Que, ¿qué dice ese versículo?

—Atenta peña, aquí viene lo fuerte.

—Venga, machango, sorpréndenos.

—Lo apunté y los… ¿cómo era?, los versículos dicen lo siguiente. —El Largo carraspeó y puso tono de predicador—: «Asimismo como sucedió en los días de Lot; comían, bebían, compraban, vendían, plantaban, edificaban; mas el día en que Lot salió de Sodoma, llovió del cielo fuego y azufre, y los destruyó a todos».

Un silencio estridente golpeó de repente a los cinco amigos. Quedaron mudos. Lolo se rascaba la menuda barba de tres días, las niñas miraban hacia el suelo moviendo ligeramente los dedos de los pies en sus cholas balanceantes. Y Colacho, tras unos segundos de tensión reprimida, empezó a carcajearse con una risa gutural que explotó en la plaza entera. Al unísono, comenzaron a reír sin filtro. La algarabía fue brutal. Los clientes de las mesas colindantes miraban con asombro y el ambiente se llenó de una guasa que contagió al grupo durante mucho tiempo. Incluso el propio Mingo, genial investigador, tuvo que descojonarse de sí mismo hasta que lo detuvo una tos perruna.

—¡Joder! Pero qué chorrada acabo de decir. —Intentaba articular palabras pero volvía la tos y la risa floja—. Fuerte chorrada, por Dios. La verdad, gente, esto tampoco lo tengo muy claro.

—No me digas, simplón —intervino Lolo.

—¿Y quiénes son esos Lot y Sodoma? —preguntó Colacho.

Todos miraron a Carla, la resabida del grupo:

—Creo que Lot es un personaje del Antiguo Testamento, algo de una estatua de sal, no sé. Y Sodoma fue un lugar de sexo y perversión…

—Entonces el código es eso: sexo y perversión —concluyó Colacho.

La tarde cayó lentamente y el sol neblinoso dejó paso a una brisa que cerca de las Canteras empezaba a erizar la piel. Recogieron mochilas y tablas y bajaron por Lepanto de nuevo hasta las Canteras. Los cinco formaron un corrillo junto a uno de los bancos frente a la barandilla.

—¿Qué día es hoy? —preguntó Lolo.

—Miércoles, ¿por qué?

—Se me está ocurriendo una idea.

—A ver, di, Lolito.

—Señores, estamos de vacaciones todavía, ¿no? No tenemos compromisos urgentes, ¿verdad? Somos unos putos flipados de las olas, ¿ok?

—Chacho, arranca ya —espetó Carla.

—¿Quién quiere venir conmigo un par de días a Vagabundo?

—¿Cuándo?

—Mañana y pasado, jueves y viernes. Por la tarde ya estamos de vuelta y por la noche nos vamos de fiesta. Tengo la furgona. Preparamos un par de cosillas, nada…, unas chorradas, y mañana temprano arrancamos. ¿Qué dicen?

—¿Vagabundo? —Quiso saber Irene.

—Sí, es una playa junto a San Felipe, en el norte. En realidad, es aquí cerquita.

—Cuenta con nosotros —dijeron deprisa Colacho y Domingo.

—¡Venga, chicas, apúntense! Si el viento sopla como hoy puede haber unas olitas muy chachis, y no son excesivamente grandes. Van a flipar. No hace falta ni caseta. Hay una ruina que se limpia y plantamos ahí mismo los sacos. Está de puta madre. Un asaderito por la noche y si está rico hasta cogemos olas tomando la luna. ¿Qué?

Irene fue la primera en responder:

—Por mí sí, pero sola no voy. Si tú vas, Carla, me apunto contigo y con los pringaos estos…

—Vale, pero a ver cómo convenzo a mis viejos.

—Carla, tú y yo ya nos hemos ido al sur solas otras veces, ¿verdad?

—Hecho, morena —contestó la de ojos azules con diligencia.

—Genial, tíos, pues nos vamos tempranito al norte. Nos vemos aquí, en la esquina de la plaza, a las 9:00, ¿perfecto?

—Espera un momentito. —Retomó la palabra y tal vez la conciencia de Carla—. ¿Y qué pasa con eso?

—¿Con qué?

—¡Coño! Con el cráneo, joder, con el cráneo…

—Mierda, ni me acordaba. La verdad es que solo nos está dando problemas el rollo este.

—También unas risitas de vez en cuando —sentenció Colacho—. Chicas, no se preocupen. Lo tengo en mi mochila. Pues ahí se queda. Me lo llevo al chabolo y lo dejo allí. A mí no me da mal rollo y en casa nadie me va a preguntar.

—Ya, no creo que nos pase nada —atajó Lolo—. Nos encontramos la movida esa, nos asustamos un poco, pero no creo que pase de ahí. No vamos a estar condicionando nuestras vidas por el jodido choriqueso. Dicho queda: hasta mañana, que nadie falle.


VII EL RELOJ SE DETUVO UN MOMENTO PARA SIEMPRE

VII

EL RELOJ SE DETUVO UN MOMENTO PARA SIEMPRE

La destartalada pero viva Nissan Trade marrón claro del 91 aparcó en la esquina de Numancia con Lepanto en la Plaza del Pilar. Tras un rápido desayuno en los Muellitos, bocata de tortilla, sándwich mixto y café, los cinco subieron a la furgona y arrancaron. El tubo de escape bufó mientras saltaban a la carretera rodeando las Arenas hasta atravesar el Alfredo Kraus. Aceleró cuando llegaba a la autovía del norte en dirección a San Felipe, carretera 451. Bejo comenzó a sonar en el altavoz. No había tráfico un jueves a esas horas de la mañana. Pleno agosto. Las largas colas se formaban en sentido contrario, con gente que vivía en las poblaciones norteñas e iba a trabajar a la capital. Luego la circulación se relajaba, como la sangre.

No tardarían mucho en llegar, dejando la panza de burro olvidada tras ellos en la, cada día más italiana, ciudad de Las Palmas. Fue un paseo tranquilo. En el desvío oportuno giraron a la derecha y se adentraron en la sinuosa carretera que serpentea la costa hasta adentrarse en San Felipe. Bajo la falda terrosa de la montaña se abría la playa de Vagabundo: callaos con marea llena y arena cobriza durante la bajamar.

Lolo aparcó la Nissan lo más cerca posible de la playa para descargar bártulos, ajustó con fuerza el freno de mano y la dejó para que se tostara al sol un par de días. El camino de tierra que llega a la playa terminaba muchos recodos después. Pasadas unas esquinas de lava negra, quedaba en pie una casa desecha y arruinada que aguantaba el paso del tiempo no se sabe cómo. Solo resistían cuatro paredes del mismo color que la tierra en la que sobresalían rocas volcánicas labradas. Un hueco enorme hacía las veces de puerta hacia el infinito. Con un rastrillo de púas metálicas comenzaron a limpiar enérgicamente el suelo arenoso. El techo era el cielo, esa noche les habría gustado volver a recordarlo.

Ordenaron a su manera mochilas, sacos de dormir, agua, latas de cerveza y tablas de surf hasta crear un ambiente más o menos humano. Sudando y agitados se dieron cuenta por primera vez en dónde se encontraban. Lolo y Mingo habían acampado aquí un par de veces, para Carla, Irene y Colacho era la primera. Desde el vasto balcón de su estancia otearon el azul líquido todavía. Y desde la pequeña loma vieron con ojos de niños la fila de olas que cubría la arena, la serie intermitente que rompía contra la herrumbrosa orilla, la espuma que salpicaba los lisos callaos. Sin pensárselo, pillaron las tablas y corrieron hacia la playa.

Wax, círculos concéntricos, amarraderas en norma y gufi. El calentamiento estaba hecho con la barrida de la habitación de hotel en donde creían que dormirían aquella noche.

—¡Al agua, cabrones! —exclamó Colacho, lleno de ilusión y alegría.

La corriente era firme pero no potente. La fuerza de las olas rondaba el metro y medio y formaba un ligero tubo de izquierda por el que cabría cualquiera de ellos en cuclillas, menos Mingo el Largo. Si el mar seguía así, la playa no tardaría mucho tiempo en petarse. Debían aprovechar la mañana si querían disfrutar de unas olas estupendas, porque allí los locales daban mucho por culo.

—¡Joder, Lolo! Vagabundo está que te cagas —dijo Irene mientras remaba hacia el pico.

—No creas que es siempre así —respondió—. Hay días que está más chungo, pero hoy, sinceramente, vale la pena. Esto es un pasote, flipada.

—Eso es porque hemos venido nosotras, ¿eh? —Ironizó Carla, mientras le daba un jalón a la amarraderaAmarradera Amarradera: Pieza con la que se sujeta el pié a la tabla de surf. de Lolo, que cayó al agua fuera de su tabla.

—¡Ojito…, serie! —chilló Colacho—. A hacer el patito, niños.

—¡Mía! —exclamó Irene, que se fue directa hacia la ola y empezó a bracear.

—¡Joder! Para ser la primera vez en Vagabundo, la niña da caña, ¿eh?

Irene cebó la lengua de mar con avidez y el resto se sumergió hasta atravesar el cerco marino. Aguantaban la respiración. De nuevo en la superficie, remaron hacia adentro y se dispusieron a surfear de verdad: olas tubulares, espumosas, con fuerza, cerrojillos, lentas… Pasaron la mañana danzando en el Atlántico, y al llegar a media tarde, derrotados por el cansancio, fueron a su palacio derruido a tumbarse sobre los sacos desparramados. Cuando empezaba a atardecer, Mingo y Colacho montaron en un pispás la barbacoa con su carbón químico, papel higiénico y maderas secas que salpicaban el entorno.

—Colacho, tráeme esas maderitas de ahí, que esto prenda más chachi. —Pidió el Largo.

—¡Voy! Lolo, ponme musiquita. Ahí dentro de mi mochila está el altavoz, conéctalo al bluetooth de tu móvil que al mío le queda poca batería.

—¡Tengo un hambre que te cagas, Colacho! Vete dándole caña al asaderito. —Gruñó Lolo mientras rebuscaba en el bolso de su amigo.

—¿Qué tenemos para comer? —preguntó Carla.

—¡Pero mira esta! —dijo Mingo—, ¿fuiste tú a comprarlo?

—Venga, tío.

—Chorizos y chuletas, ¿querías otra cosa?

—No, eso está bien, loco.

—¿Están frías las birras?

La tarde recorría el tiempo. La marea inyectaba gotitas saladas en la bahía de Vagabundo. Otros bañistas paseaban por la playa o jugaban con los perros lanzando palos que arqueaban el horizonte. Verano.

—Gente, esto empieza a tener buen color —dijo Domingo, removiendo la barbacoa con un tenedor.

—Y buen olor a asadero, viejito —comentó Lolo—. ¿A qué mola esto, morenita? —le preguntó atravesando los ojos grises de Carla.

—Joder, pues sí. No me lo imaginaba. Había venido a San Felipe alguna vez con mis padres a comer a Los Pescaditos, nada más.

—Y puede que haya más sitios como este por la isla, ¿no? —intervino Irene—. Es lo que hablamos el otro día. Sería genial encontrar algún sitio distinto, salvaje, con buenas olas, solitario…

—Ya, tía, pero eso es lo complicado, digo, cualquier lugar en donde haya olas estará más petado que el carajo, loca.

—Pero hoy aquí ha estado muy guapo —dijo Carla enfrascada en abrir una lata de berberechos como aperitivo.

—Ya —continuó Mingo—, pero no todos los días será así. Hoy es jueves, mañana fijo que se empieza a llenar y nos costará mucho más surfear. Vas a ver.

La tarde oscurecía, pero tardó en transformarse en verdadera noche. Los cinco compartieron berberechos, chuletas, cervezas y música. Carla se arremolinó junto a Lolo y este no dudó en pasarle un brazo por su huesudo hombro.

—¿Sabes qué, morena? —preguntó Lolo mirando las estrellas del norte—, me alegro de haberme estrellado contigo el otro día en la Cícer.

—Ya ves tú. —Apostilló complacida—. Primero pensé que eras un gilipollas; un gilipollas guapo, todo sea dicho. Y luego me alegré de haberte parado en seco cuando venías a por mí como un cavernícola, pero, en el fondo, vi que eras buen tío. Esto puede ser el principio de una gran amistad, como en Casablanca.

Y le amasó el pelo revuelto al surfero de sonrisa encantadora.

—¿Cómo dices? —Lolo no tenía idea ni había visto la película en su vida—. Me caes bien, tía.

—Tú, sin embargo, a mí no, enterado…

Irene, Domingo y Nicolás hablaban en corro a unos metros. Colacho gesticulaba con las manos unas elipses, probablemente para reconstruir mentalmente una ola. Irene sonreía abiertamente. Mingo daba buena cuenta de una chuleta bien muerta a la que le colgaba una hebra de grasa. Por un momento, la sensación fue mágica y misteriosa al mismo tiempo. Impresiones de estíoEstío Estío: Verano., recuerdos de un presente continuo. No hay nada más. No existe otro tiempo. El reloj se detuvo un momento para siempre. Solo hay ahora, ya, instante, hoy es siempre todavía.

Sonó el silencio al final de una canción y se oyó el rumor de las olas golpeando las piedras de la costa. Tras las nubes delineadas en el firmamento por un pintor figurativo, se entreveía la luna gris. Del mar de la tranquilidad comenzó a sonar una canción: Gimme some pizza, de la Nathy Peluso.

Lolo aprovechó el dulzor del momento, la pizza sonora y la luz de la noche sonámbula para besar los labios de Carla. Un beso corto, sencillo, de labios que se encuentran al filo de la carne, bonito. Después hubo una sonrisa, también breve, pero sincera. No hizo falta más.

De improviso, Colacho se levantó de su asiento de piedra y fue en busca de algo entre sus pertenencias.

—¡Señores! —gritó, y una pardela lejana chilló como un eco—. Miren lo que traigo por aquí.

Colocó la cosa sobre una piedra junto a la barbacoa y comenzó a adorarla como un primitivo fiel a su dios.

—¡Hostia puta, tío! El choriqueso —exclamó el larguirucho Mingo—. ¿Pero, cómo se te ocurre, chiflado, traer eso aquí? Estás como una cabra.

—El otro día empezamos a discutir sobre qué debía significar el código que aparecía en el cráneo y no hemos llegado a ninguna conclusión —aclaraba Colacho—. Este me ha parecido el lugar perfecto para seguir con el tema y averiguar definitivamente de qué va todo esto.

—¿De qué va el qué? —preguntó Lolo.

—¡Mierda! ¿Qué hace eso aquí? —interrogó Carla—. Chacho, pensé que no volvería a ver esa calavera nunca más.

—Choriqueso, pibaPiba Pibe: Niño, muchacho adolescente.. —Rio Colacho.

—Tal vez no ha sido mala idea —comenzó Irene— traerla hasta aquí. Es el sitio perfecto para deshacernos de ella. La enterramos por aquí detrás, o la tiramos al mar…

—…y así la podrá encontrar alguien por casualidad.

—… o un perro que escarbe en la arena.

—…o un niño que haga un castillo.

—Vale, vale… No es mala idea mandar al carajo esa calavera de una vez. Irene tiene razón, la enterramos ahí detrás y ya está. Aquí nadie nos ve. Creo que es lo mejor. Y nos olvidamos del tema, por fin —dijo Lolo.

—Tenemos los datos del cráneo —anunció Mingo.

—¿Qué datos? —inquirió Colacho.

—¿Ya te olvidaste de los números inscritos en la cabeza? Por aquí los tengo apuntados. —Mingo sacó su móvil del bolsillo y comenzó a manipularlo hasta encontrar lo que buscaba.

—¿Lo guardaste en el móvil?

—¿Qué sitio mejor? Lo tenía en papel, pero aquí ya lo tengo digitalizado.

—¿Qué ponía?

—L281709RM y L154273MR —reveló leyendo la pantalla luminosa.

—Vaya, ¿y cómo vamos a saber lo que significa?

—Hemos pensado varias cosas, ¿verdad?

—Sí.

—Déjame recordar: dinero escondido…

—¡Hm! Dinero escondido… ¿solo hay que saber dónde? —ironizó Lolo.

—Permíteme que siga: dinero escondido, un lenguaje secreto, criptolenguaje…

—Bitcoins —cortó Colacho.

—¡Cállate, machango! —continuó Mingo—. Dinero escondido, un lenguaje secreto, criptolenguaje, bitcoins y versículos de la biblia. Sí, eso era.

—Tengo una duda —dijo Carla.

—¿Qué?

—¿Esos códigos en dónde estaban?

—En el puñetero cráneo. —Rio Colacho.

—No, subnormal. Lo que digo es que en la sien izquierda había una numeración y en la derecha la otra. ¿Es así?

—Sí, ¿crees que tiene algún significado? —preguntó Mingo.

—No estoy segura, pero puede ser.

Carla sacó el móvil del bolsillo de su chaqueta y le pidió a Mingo que le repitiera el enigmático código que les rompía las cabezas. La noche era conmovedora y apacible. A lo lejos se veían las luces de la avenida bajo la neblina salada. El batir del mar contra las rocas envolvía el Atlántico sonoro, a decir del poeta. Carla le pidió a Mingo que le repitiera la numeración y ella fue apuntándolo en Google.

—Lo que imaginaba. La búsqueda de L281709RM y L154273MR no obtuvo ningún resultado.

—¿Qué piensas? Eso lo había hecho ya antes. Por eso es un código secreto, porque ni siquiera aparece en Google.

—Si no aparece en Google no existe —sentenció Irene.

—Creo que ya está bien este rollo —dijo Lolo poniéndose en pie para estirar las piernas—. Hemos tenido la suerte o la mala suerte, tal vez, de encontrar el cráneo por casualidad. No tenemos ni puñetera idea de lo que es. Solo nos hemos puesto a hacer conjeturas absurdas de posibilidades que no nos conducen a ningún sitio. Quizá el choriqueso llevara en la playa decenas de años o cientos, no lo sé…

—Yo he oído en clases que durante la Guerra Civil hubo flejeFleje Fleje: Gran cantidad de personas, animales o cosas. de asesinatos con cuerpos que acabaron en la sima de Jinámar —intervino Carla—. Con la misma es la cabeza de alguno de aquellos muertos.

—Entonces —sostuvo Irene—, deberíamos devolver los restos. Puede que haya alguna familia que aún lo esté buscando.

—Tienes razón Irene, tal vez los números del cráneo identifican a esa persona, los nazis tatuaban a los judíos. Buen argumento, pienso también que debemos entregarlo a la poli. —Observó Mingo.

—Pero escucha —señaló Lolo—, deberíamos haberlo entregado el otro día cuando nos lo encontramos en la Cícer. Ahora es un poco tarde. Nos van a inflar a preguntas y no me apetece nada. Por mí acabamos con esto enterrándolo por ahí detrás y zanjamos definitivamente toda esta mierda.

—Si fuera tu familia, ¿no querrías saber dónde estaba y enterrarlo dignamente? —preguntó Irene.

—Lo que no quiero es llevarlo en la furgoneta de nuevo. El choriqueso ha venido hasta aquí y si nos llegan a parar los picoletos y la descubren, se nos cae el pelo, gente.

Sonó un sordo crujido metálico. Unas piedras de la ladera rodaron y chocaron contra la casa derruida. Retumbaba un estallido duro y seco. Los cinco guardaron silencio unos instantes mirando la oscuridad bajo el abrigo de la montaña. Pasados unos segundos, algo siniestro y desconocido cayó como una losa sobre ellos. Una sombra violenta golpeó a Lolo en la cabeza y lo derribó, cayendo, por la sorpresa del impacto, en la tierra dura. Una brecha nació derramando su sangre a la altura de la sien. Carla, impulsada por una fuerza desconocida, fue a proteger a Lolo interponiéndose entre la sombra.  Aquella bestia continuó golpeando el aire, los objetos y cualquier cosa que se cruzara en su camino. Instintivamente, Mingo saltó sobre el hombre agarrándolo por el cuello con violencia. Lo arrastró tirando con ferocidad, pero rápidamente la sombra giró sobre sí y se deshizo de la pinza de Mingo, arreando un golpe seco y potente en las costillas flotantes. Mingo se hundió ahogado por el dolor y en la caída recibió un rodillazo en la mandíbula que lo dejó sin sentido. La sombra era un hombre fuerte. No demasiado alto ni de músculos de gimnasio, pero sí irradiaba una fortaleza curtida por los años y por la experiencia en la pelea. No era joven, su mirada de rencor inyectada en sangre contrastaba con los gruesos pómulos en una mandíbula cuadrada y tensa. Se agitaba la respiración entrecortada por el esfuerzo, pero no se detenía la furia. Más importante que los músculos de acero es la rabia. La fuerza está en el coraje.

El animal salvaje, liberado de Lolo y Mingo, se dirigió velozmente al cráneo y lo cogió entre sus manos. Lo envolvió con su cuerpo como un preciado tesoro. Colacho, velozmente, recogió del suelo una piedra volcánica y la apretó contra su mano. Una parte redondeada sobresalía. La sombra solo cometió un error, al coger la calavera tuvo un segundo de descuido que Colacho aprovechó. Golpeó con la misma rabia robada a la bestia en su cabeza una vez y otra y otra. La sombra se tambaleó pero no soltó el cráneo. Luego, pateó la rodilla hasta que se hincó sobre la tierra y, aprovechando la superioridad de su altura, sacudió varias veces más la testa ya ensangrentada de aquel hombre, que cayó al suelo abrazado al choriqueso. Impulsado por la ira, lo pateó varias veces más sin saber realmente en dónde golpeaba.

—¡Para ya, lo vas a matar! —gritaba Irene, que había permanecido hasta ese momento en shock—. ¡Para, Colacho, por favor!

—¡Hijo de puta! —voceaba Colacho sorbiendo su rabia convertida en lágrimas y mocos.

—¡Basta, joder! —Ardía en angustia Carla.

De pronto, todo silencio. La sombra quedó tendida en el suelo arenoso del norte, la cara llena de tierra y oscuras manchas de sangre junto a su cabeza. No se movía.


VIII LA RESPIRACIÓN DEL SURF

VIII

LA RESPIRACIÓN DEL SURF

No se movía. La sangre restallaba ocultando el rostro impregnado de tierra.

Colacho respiraba desacompasado. Se agitaba el pecho inflado como un gallo de pelea y los rizos desordenados se impulsaban como ondas marinas. Aún mantenía en su mano la piedra asesina.

Carla se acercó a Colacho y con sutileza de psicóloga le retiró la piedra, que lanzó lo más lejos que pudo hacia el mar. Luego, lo alejó unos metros de aquel cuadro grotesco de hombre con cabeza rota, consolándolo de la terrible experiencia vivida. Lolo se esforzaba por recuperar la conciencia y la verticalidad; en otro lado, Mingo se frotaba las costillas percibiendo una fisura entre ellas. Irene, sentada sobre una piedra, permanecía conmocionada por toda la escena con el desasosiego como único apoyo. El lugar presentaba una escenografía tétrica y oscura. En un semicírculo lunar, los cinco amigos temblaban de rabia y de agonía. El vértice lo ocupaba la bestia, inerte, sangrando como un cerdo. Todo esto duró realmente unos segundos, un minuto o dos como mucho, pero para ellos la eternidad se hizo carne.

—¿Qué coño ha sido esto? —exclamaba Mingo como si aún no creyera lo que había visto y sentido en su propio cuerpo.

—¡Hostia, hostia! —repetía Lolo con labios temblorosos y las palabras aún borrosas en su boca. Se dejaba hacer con un pedazo de servilleta que Carla intentaba fijar en su cabeza.

—¡Menudo cabronazo! Quería matarnos. Si no le llego a dar con el tenique, nos mata, el muy hijo de puta… —mascullaba Colacho.

—Pero ¿qué quería este animal? ¡Está loco o qué!

—Pretendía robar la puñetera calavera. ¿No viste que fue a cogerla directamente en cuanto pudo deshacerse de nosotros? —dijo Mingo haciendo exagerados movimientos con sus manos.

—Pero quizás era un puto loco del norte. El norte de esta isla está lleno de desquiciados. ¿Tú has visto la calle Real de Gáldar los días de mercadillo? —Colacho parecía incoherente con argumentos absurdos en aquella situación.

—Sea lo que sea, me da igual —seguía Lolo—. Nosotros no hemos hecho nada para que este cabrón nos agreda de esa forma.

Irene fue la primera en darse cuenta de la leve vibración. En la penumbra sucia de tierra húmeda y sanguinolenta, un movimiento repetitivo y tembloroso de la pierna de la bestia volvió a provocar un pavor atroz en la pobre Irene.

—¡Se mueve!  Está moviéndose. Mira la pierna —susurró.

—¡Rápido! Coge la cinta americana de ahí atrás.

Colacho, de un salto, metió la mano en su mochila y extrajo la cinta gris que empleaba para parchear las tablas ante cualquier embestida de las olas o las rocas. La bestia se movía débilmente. Con una mano se palpaba la cabeza arrasada de dolor y con la otra, apoyada en la tierra, intentaba incorporarse, pero lo máximo que logró fue quedar sentado con la boca abierta y una baba espesa, blanca como un hilo de plata viscoso, manando de su boca. Su mirada continuaba alelada y, de su rostro, estropajo tinto, comenzaba un incipiente hematoma ocupando el pómulo y la sien izquierda.

Entre Lolo, Colacho y Mingo, con precisión de empaquetadores experimentados, ataron con cinta americana los brazos a la espalda del agresor, que quedó inclinado unos grados hacia delante. Las piernas acabaron apretadas y sin poder de escapatoria, constriñendo la poca sangre que le podía quedar en el cuerpo. Entre los tres lo arrimaron a una piedra alta, con forma de retablo surrealista, con lo que quedó inmovilizado a un metro de distancia. El silencio tronó sobre una ola arrastrando callaos.

Sin embargo, el primer gesto de aquel hombre dejó una angustia extraña en los muchachos. La bestia sonrió. Entre sus dientes manchados de sangre se atisbó una risa que terminó acompañada de un gran salivazo entremezclado de sangre y trozos de labio roto.

—¡Menudos cabrones, hijos de perra! ¡Joder, casi me matan! Hacía mucho tiempo que nadie me daba así. Muy bien chicos… —Y continuó con una sonrisa seria y una sorna que petrificó a los chicos.

Pese al cinismo que todos podían ver en sus palabras, porque las palabras, en ocasiones dramáticas, se pueden llegar a ver, no se le notaba cabreado. Era como un actor interpretando un papel, pero acaso en la vida real. No se le advertía enojado, como si esto no fuera más que un mero trámite, como si hubiera sido atacado por un animal, sin odio humano; algo verdaderamente muy confuso y extraño para aquellos cinco jóvenes surferos.

—Me podría haber llevado la jodida calavera y ya está. —Volvió a escupir sangre—. Llevaba buscándola muchos años y unos niñatos van y la encuentran. ¡Hay que joderse!

—Pero ¿por qué has tenido que ponerte tan violento? —advirtió Carla ante el silencio del resto—. Por poco nos matas, cacho perro.

—Por favor, ya está bien. Ha sido una estupidez por mi parte, podría haberlo hecho de otra forma, pero no siempre pienso como debiera. Por favor, ¿alguien puede limpiarme la cara? Me cae sangre por los ojos y no puedo ver. Sobre todo, por este de aquí —dijo inclinando la cabeza repetidamente hacia la izquierda.

Carla se acercó temerosa con un pedazo de servilleta y le limpió el rostro con aspereza.

—Espera, tú eres el que estaba el otro día por la playa. ¡Lolo! ¿Recuerdas? Cuando te dije que alguien nos estaba vigilando. Es este tío, seguro.

—Sí, era yo. Llevaba buscando ese cráneo mucho tiempo. Pensaba que nunca lo encontraría y mira tú por dónde, apareció. ¡La pobre Curtis! Tienen que dejarme verla —dijo quitando la sonrisa irónica que no había ocultado en ningún momento.

—Y eso, ¿por qué? —preguntó Lolo—. Lo que vamos a hacer es darte otra manta de hostias para que te quedes aquí para siempre.

—No, no, por favor. No tenía que haber provocado todo esto. Podría haberlo hecho de otra forma, pero…

—Tú poli no pareces, ¿verdad? ¿Quién eres entonces? —preguntaba Carla, que parecía la que más cordura guardaba.

—Tienen que dejarme verla. Es muy importante para mí. Luego, debemos destruirla, si no el mundo sabrá lo que significa y puede ser el fin de…—Dejó su frase inconclusa, reflexionando sobre sus palabras.

—¡Termina, machango! —exclamó Colacho—. ¿El fin de qué?

—Esto nos demuestra que ese cráneo es algo importante —dijo Mingo cogiendo el choriqueso entre sus manos—. A ver, cuéntanos, ¿qué significa todo esto?

—No puedo contar nada. Solo quiero verla y después destrozarla. Mira, coge una de esas piedras y rómpela en mil pedazos.

—¿Era alguien que tú habías asesinado?

—No, qué va. No tiene nada que ver con eso. ¿Tengo cara de asesino? —Rio la bestia ensangrentada.

—Pues sí, con nosotros casi lo consigues —afirmó Lolo.

—Chicos, necesito curarme estas heridas. De esta no la palmo, pero como no tapone rápido estas brechas me voy a quedar sin sangre…

—Si encima vas de buen tipo, no me jodas.

—Mira, o empiezas a soltar por esa boca de qué va todo esto o nosotros recogemos las cosas y nos largamos de aquí cagando leches. Y a ti te dejamos atadito ahí hasta que te arranquen la piel las pardelas.

—¡Mierda! De verdad, lo único importante es destruir ese cráneo. No puedo contar nada; solo les diré que tiene una información que…, digamos, no queremos que nadie descubra.

—¿Qué información? ¿Los códigos que hay grabados en el cráneo? Eso ya lo tenemos, subnormal.

—¡Ños, con los niñatos! Va a ser falso que la educación que se les da hoy en día sea una mierda. ¡Joder con la ESO!

—¿Qué significan esos códigos? —preguntó Carla.

—Si no me dicen qué pone…

—¿Con eso te quedarías tranquilo? —dijo Mingo.

—Sí, me quedaría mucho más tranquilo. Necesito que me taponen las heridas, estoy empezando a marearme.

Carla se acercó nuevamente y con servilletas y la propia cinta americana le envolvió la cabeza para detener la hemorragia. Más que un vendaje parecía el embalsamamiento de una momia grotesca y destartalada o un ciborg de plata distópico.

—Gracias —comentó tras el arreglo facial—. Y si ahora me sueltan estas ataduras, me sentiría como en casa. —Volvió a reír de modo sarcástico.

—Tampoco te pases, tío. Primero empieza a soltar por esa boca de qué narices va todo esto —dijo Lolo.

—Está bien…—La bestia momificada empezó con una pregunta—. ¿Son surferos? No me digan, ya lo sé. Llevo días observándolos. Empiezo así porque entenderán mejor lo que les quiero contar.

Aquel no era el mejor contexto para narrar ninguna historia, o sí, pero no había otro. La oscuridad cubría la playa de Vagabundo y solo la luna emitía algunos rayos de luz, acompañado por el destello de las ascuas del moribundo asadero.

Todo pareció relajarse y los cinco se sentaron alrededor de la bestia. Si no fuera por las heridas, la sangre, la violencia desatada, la calavera, las ataduras de la bestia y el miedo del rato pasado, se diría que estábamos ante un grupo de boy scout escuchando al monitor en un cuento de terror.

—Solo aquellos a los que les gusta el surf podrán entender lo que quiero explicar. Que ustedes sean surferos hará que todo sea más fácil. Coger olas no solo es un deporte. Quien piense así es un estúpido. Hay algo inexplicable en el acto de entrega al mar, elegir la ola, buscar los mejores sitios, darle wax a la tabla: es una práctica…casi religiosa. Es algo, digamos, para no pecar de cura, mágico y extraño. Una forma de vida, una manera de ver el mundo. Y solo aquellos que lo han sentido lo pueden entender de verdad. Hay surferos que buscan la ola perfecta en cualquier parte del mundo, que conviven con gente que no conoce en condiciones chungas, espacios mínimos, comidas rancias, baños infrahumanos. Todo eso da sentido al acto de acariciar el mar, aunque el propio mar en ocasiones nos devore y nos golpee. Cuando la ola te atrapa, estás con ella para siempre. Es nuestro matrimonio solitario, y nuestra madre el propio mar…

Todos permanecían en silencio, escuchando como si aquel hijo de perra fuera un guía espiritual. Incluso se pudo ver reflejada en las caras de los cinco alguna que otra sonrisilla de satisfacción.

—¿Cómo te llamas? —Cortó su discurso Carla—. Es que dices unas cosas muy guapas sobre el surf, pero antes te comportaste como un capullo. Antes de seguir escuchándote, me gustaría saber cómo te llamas.

—Masito —dijo.

—¿Cómo? —rogó Colacho.

—Máximo Sosa, pero todo el mundo me conoce por Masito.

—¿Masito? ¡Coño! Yo he oído hablar de ti —dijo Lolo—. ¿Tú eras un máquina, no? Fuiste el primer canario en ganar un campeonato de España de surf hace flejeFleje Fleje: Gran cantidad de personas, animales o cosas. de años. Nosotros ni habíamos nacido…

—Exacto, ustedes ni existían. Lo de los campeonatos fue allá por los 70, pero eso, gente, es ahora lo menos importante. Yo en aquella época no lo sabía, pero lo de ganar competiciones es una chorrada comparado con la esencia del surf que les decía antes. Lo importante es un sentimiento de plenitud que solo se logra en determinados sitios…Cebar olas es como respirar y eso es lo que ando buscando, respirar surf. Por eso desde hace mucho tiempo persigo esta puñetera calavera.

—Entonces dinos qué significan esos códigos que aparecen en ella. —Volvió a insistir Carla.

—Ya te he dicho que yo no había encontrado la calavera, hasta ahora. Solo quiero saber el código y después destruirla, con eso me vale.

—Pues dinos lo que sabes y nosotros te quitamos de encima toda esa cinta americana —aseveró Mingo frotándose aún las costillas doloridas.

—Está bien, puede que esto sea una solución. A ver, tú, ¿sabes lo que es C.S.C?

—Ni idea, ¿una marca de cerveza? —ironizó Mingo.

—Muy bien, hijo…Veo que no tienes ni idea. ¿Nadie?

Nadie respondió.

—C.S.C son las siglas de Club de Surf de Canarias. ¿Alguno de ustedes conocía que existía el Club de Surf de Canarias?

Nadie respondió.

—Pues entonces hagamos un trato. Yo les cuento qué es C.S.C y ustedes me dicen el jodido código. ¿De acuerdo?

—¿Y esto no lo podías haber dicho antes, en lugar de darnos de hostias de esta forma? —preguntó Colacho.

—Ya te dije antes que a veces soy un subnormal. Lo siento —dijo Masito con un sentimiento de culpa que no era habitual en alguien curtido por los años—. Pero, hazme un favor y déjame ver el cráneo. Acércamelo. Llevo tanto tiempo buscándolo y ahora lo tengo tan cerca…En serio, ¿crees que atado de esta forma puedo hacer algo? ¡Déjame verlo! Por favor.

Los chicos se miraron con temor, pero en su estado era poco probable que Masito pudiera hacer algo. Carla se levantó, cogió el choriqueso y se lo puso delante de los ojos ensangrentados de aquel hombre. Masito pareció llorar a la vez que esbozaba una leve sonrisa de alegría. Un nudo en el estómago se había desenredado, aportándole una insólita tranquilidad. Le mostró los códigos, ilegibles a simple vista, pero que él miró incesantemente como si pudiera leerlos.

—Y ahora…cuéntanos de qué va todo esto —dijo Carla depositando sobre unas piedras la calavera.

—Tengo la piel de gallina, lo poco sano que me queda de piel —adujo tristemente Masito.

—Para nosotros son un enigma. Solo unas letras y unos dígitos, pero no sabemos lo que es. No tiene ningún sentido.

—L281709RM y L154273MR. —Mingo leyó los códigos desde la pantalla de su móvil.

—Apunta en un buen lugar esos códigos, son la clave de todo. Llevo muchos años intentando descubrirlos. Chicos, yo creo que ya es hora de que me suelten. De verdad, perdón por lo sucedido antes. No volverá a ocurrir. Quiero confiar en ustedes. Suéltenme…por favor.

—De eso nada, chiflado —espetó Colacho—. Primero la historia, luego la libertad.

—Está bien. —Masito carraspeó y volvió a esputar saliva y sangre antes de comenzar. Colacho le puso una botella de agua en los labios para que se refrescara la garganta. Luego, continuó—. Mis amigos Juan Barreto, Suso Sierra y yo creamos C.S.C en el año 1973. Justo en la calle Guanarteme, en una destartalada casa terrera que todavía sigue en pie, al lado del asadero de pollos el Puente, que por supuesto en aquellos años el pollo todavía vivía —intentó hacer una broma que no fue reída por nadie—. Es de las pocas casas de ese viejo estilo que se mantienen por la zona. Me cago en todas las escuelas de surf y tiendas que hay hoy en día. Si esos cabrones ni siquiera habían nacido cuando nosotros creamos nuestra organización. En aquellos años prácticamente no había tablas, ni quillas, ni nada. Entre nosotros y con algunos foráneos íbamos consiguiendo lo imprescindible para surfear. Éramos los pobres del surf; los bichos raros de la playa de melenas ensalitradas. Aquello ni siquiera era una asociación, imagínate, justo al final del franquismo… Nos reuníamos allí y arreglábamos como podíamos las tablas, fabricábamos nuestro wax con cera de vela, conseguíamos foam para reparar nuestros bollos. Una locura. En aquella asociación descubrimos un nuevo mundo, una nueva manera de mirar el mar y de convertirnos, por así decirlo, en surferos que sentían las olas como una forma de vivir. Nunca nos gustó la palabra surfista, nos parecía muy pija; nosotros éramos surferos. Buscábamos la ola perfecta, la más nítida y potente. Y C.S.C. y la Cícer se convirtieron en el epicentro de nuestro pequeño mundo. Todo hasta la llegada del guiri, de Peter Troy.

—¿Peter Troy, el surfero australiano?

—Sí, el mismo. Peter Troy fue quien nos lo contó. Pero no nos lo dijo todo. Peter Troy era uno de ellos.

—¿A qué te refieres con uno de ellos?

—Era en aquel entonces, me refiero al año 1978 o 1979, el jefe de la Logia Surfera, aunque él lo llamaba Gran Canary surfer lodge.

—¿La Logia Surfera? ¿Qué narices dices? —preguntó Mingo.

—Mira, Masito, a mí me da que te estás inventando todo esto —dijo Carla.

—¿De verdad crees que me iba a inventar una cosa así? Pues vaya imaginación la mía. Gran Canary surfer Lodge es una institución secreta que existe desde principios del siglo XX y ha seguido siendo un gran enigma hasta nuestros días. La Logia guarda en secreto lugares con olas perfectas. Sitios ocultos al resto de la humanidad y por supuesto al resto de los surferos para que no se llenen y se vuelvan como, por ejemplo, la Cícer. No es que queramos que la gente no coja olas, pero sí pretendemos guardar en el máximo silencio ciertos lugares que consideramos, como decirlo, mágicos, para que podamos surfear de una forma personal, o mejor digamos, esencial. Para volver a sentir el origen del surf, como les dije antes, para respirar surf.

—Pues dinos en donde está ese lugar —reflexionó Lolo.

—No puedo. Por eso llevo tantos años buscando esa jodida calavera. Peter Troy nos ayudó en un montón de cosas. Desde que descubrió nuestra asociación, la C.S.C pasaba por allí a menudo y nos daba tablas y material para que nosotros lo usásemos. Surfeábamos muchas veces con él en la Cícer, en el Lloret y en el Confital, sobre todo disfrutaba de la ola de derecha. Con el paso del tiempo fuimos haciéndonos amigos, o al menos eso creía yo. Peter fue el último presidente de la Gran Canary Surfer Lodge, hasta que confió en mí y me nombró como su sucesor. Pensaba que yo sentía las olas y el surf con sinceridad y que llegaría a ser un buen presidente. ¡Cómo se equivocó! Lo único que faltaba para confirmar mi puesto era encontrar ese lugar de Canarias secreto con la ola perfecta. Pero no iba a ser tan fácil. Lo único que me dejó fue enigmas que he intentado resolver todos estos años. Quien presida esta institución deberá encontrar por sí mismo el lugar, me solía decir el cabrón de Peter. El último enigma es la puñetera calavera de Curtis. En ella está grabada el código del lugar.

—¿Entonces, esos números indican un lugar? —interrogó Carla.

—Sí, así es. Por eso me he puesto tan violento. Quería ese cráneo por encima de todo. Me he obsesionado con él durante tanto tiempo…Llevo cerca de quince años buscando a Curtis y el lugar secreto.

—¿Quién es Curtis?

Masito se detuvo a respirar y a escupir un poco más de sangre oscura. Por primera vez, la sonrisa seria que llevaba marcada se perdió en la noche. Intentó moverse, pero las ataduras de la cinta americana no le permitieron realizar más que un ligero tambaleo, que fue percibido por los chicos.

—¿Curtis? —dijo con gran esfuerzo—. Curtis es ese puñetero cráneo. No estoy bien. Y no he hecho las cosas bien. La Logia está a punto de desaparecer. Tal vez por mis miedos para que nadie descubriera el lugar mágico de olas de esta isla, o quizás por egoísmo…no lo sé. Ahora mismo estoy yo solo y será el final de nuestra logia. Ustedes son surferos, quizá me puedan ayudar. No lo sé… Tienen que entenderme. Probablemente, yo no era el mejor para presidir la asociación, pero así fueron las cosas. La he cagado mil veces… por favor.

Diciendo esto, ladeó la cabeza abriendo inusualmente la boca de la que fluía una baba gelatinosa entremezclada de miel sangrante. El lado izquierdo de Masito se paralizó y el brazo se contrajo enérgicamente hacia su hombro. El cuerpo quedó irremediablemente apretujado y tenso, por lo que la única solución que encontraron ligamentos y articulaciones fue resquebrajarse, el hombro se desencajó y se salió la clavícula. Masito quedó inconsciente.

Los cinco tuvieron un momento de duda y otro de terror, cada uno mayor que el otro. En sus cabezas rondaba el miedo de un asesinato posible.

Llegar hasta la furgoneta cargando con el cuerpo de Masito fue una gran agonía. Debieron detenerse unas cuantas veces para tomar aire y cambiar una persona por otra, con el fin de no desparramar el cuerpo inerte por las rocas. Aparte, recogieron las tablas y poco más. El surf camp de Vagabundo parecía un campo de batalla salino. Antes de partir, Lolo, impelido por una sensación extraña, aplastó repetidamente con una piedra el cráneo, por lo que el choriqueso quedó fracturado en infinidad de virutas de polvo blanco junto a la ceniza de la barbacoa. El deseo de Masito se había cumplido.

El camino de vuelta hasta el hospital fue rápido. La carretera vacía, la madrugada errante y la velocidad hicieron el resto. Solo se oía el sordo rumor de las ruedas contra el asfalto negro. En la puerta de urgencias bajaron con torpeza el cuerpo y los celadores de guardia acercaron una camilla.

—¿Qué ha ocurrido? —El médico de urgencias sostuvo la mirada de Carla y de Lolo. Los demás esperaron afuera.

Lolo no supo qué decir. Entonces Carla, cagada de miedo y con las piernas temblando, lo contó.

—Es mi padre —dijo—, estábamos de acampada en la playa y cayó por un terraplén golpeándose contra las rocas.

El médico la miró severo esperando que continuara su relato.

—Estuvo bien durante un rato…no parecía muy grave…pero luego dejó de hablar y… se le descolgaba la cara, además, el brazo se puso tenso y muy rígido. Empezó a desmayarse…y nos asustamos. Rápidamente lo trajimos hasta el hospital.

—¡Código ictus! —ordenó el médico sin dejar de controlar sus pulsaciones con una mano y palpando los golpes de su rostro con la otra.

Varios enfermeros y personal auxiliar se llevaron rápidamente a Masito al box de asistencia de urgencias del hospital. El movimiento de aquel sitio hacía recordar al rem de los ojos mientras se sueña. Gritos lejanos de alguna otra estancia se oían roncos en el aire.

—¡Usted! —exclamó el médico señalando a Lolo— ¿Los golpes de su cara? ¿También tuvo usted un accidente en la acampada?

—Sí —respondió nervioso Lolo—, cuando fui a ayudar al padre tras la caída, me golpeé con una piedra.

—Miren, todo esto suena muy raro…Deja que te vea. —Y le inspeccionó el rostro hurgando en sus hematomas—. Quédense por aquí, en esta salita para los pacientes. —Les indicó una habitación adyacente—. Enseguida vuelvo para hacer algunas preguntas y curarte ese golpe de la cara. Tal vez tengamos que realizar un tac para ver si tienes alguna fisura, los golpes en la cabeza hay que estudiarlos con rigor.

La última mirada del doctor, acompañada de pupilas brillantes, les hizo intuir que no creía una sola palabra de lo narrado. Así que desde que dobló la primera esquina, Carla y Lolo apresuraron el paso y, cabizbajos, salieron del hospital por la misma puerta por la que habían llegado.

Afuera, los demás esperaban en la furgoneta mal aparcada. La cara seca del segurita precipitó la angustia. Arrancaron y se alejaron de allí en un silencio absoluto. Lolo condujo sin saber hacia dónde hasta que posiblemente por inerciaInercia Inercia: Propiedad de los cuerpos de mantener su estado de reposo o movimiento si no es por la acción de una fuerza . llegó a la Cícer. En la esquina de la calle Lepanto con la plaza del pilar, frente al Club de Surf 3RJ, cerraron los ojos unas horas hasta el amanecer; dormir sería otra cosa.


IX UN MAR EN MOVIMIENTO

IX

UN MAR EN MOVIMIENTO

Los primeros rayos de luz se filtraron por las ventanillas de la furgoneta a las siete y diecisiete, dibujando unas motitas de polvo luminoso que flotaban en el aire como en ausencia de gravedad. La humedad marina arrastrada por los alisios entraba por las rendijas y calaba los huesos de los cinco ocupantes. Lolo y Colacho bajaron a estirar las piernas, entumecidas por la postura. Carla dormitaba en el asiento del copiloto protegida con una toalla. Irene apoyaba la cabeza en el hombro de Mingo, forrada hasta el cuello con un cortaviento.

El único establecimiento abierto a esas horas de la mañana era Ca´Manolín, en la calle Numancia, paralela a Las Canteras. Una cafetería de las de siempre, que resistía a las deshumanizadas franquicias de pan congelado y a los italianos empeñados en parecer canarios a los que delataba un nasal vaffanculo, con barra de bar de madera, banquetas altas y mesas en el fondo. Manolín se apuraba preparando cafés para los primeros clientes soñolientos que pasaban las páginas del periódico sin leerlas (ya nadie lee) o miraban la televisión sin sonido (ya nadie oye) con las noticias. Era viernes. Los cinco comieron bocatas, de cualquier cosa, especiales, acompañados de zumos de naranja del país y algunos cafés con leche. Lolo se esforzaba en masticar con corrección, pero el dolor por las hostias de ayer aún le tiraba hasta el cerebro.

La noche había sido firme y pétrea —y solo con piedras se deshizo la noche, la piel, la sangre y la calavera—, y la sensación general de todos era igual que una nube extraña, una especie de sonambulismo insomne que se veía reflejado en sus rostros cansados.

Seguramente tendrían muchas cosas que hablar, muchas interrogantes que contestar y varias contusiones que cuidar. ¿Masito habría superado la noche o estaría muerto? ¿Los habría denunciado a la policía? Aunque si así hubiese sido, él, en parte, era también responsable de lo sucedido. Si estaba vivo, ¿iría en busca de las olas secretas que Peter Troy le había dejado en herencia?

Lolo abrió la parte trasera de la furgoneta, se enfundó en su traje de neopreno, agarró la tabla y, descalzo, fue caminando hasta la avenida de la playa. Los demás lo siguieron, imitándolo. En aquel momento, en aquel lugar, no había nada mejor que hacer sino coger olas. En el pico del Piti, los cinco amigos cebaron olas con bastante magia. Era temprano y no había mucha gente.

Entrar en el tubo de una ola volvía a hacerlos revivir como si permanecieran en un sueño líquido. Cabalgar el mar significaba en estos momentos tan extraños de su vida lo único que no carecía de sentido. Un renteRente Rente: La expresión del habla popular cubana a rente suele usarse para referirse a algo que pasa/corta (u otra acción similar) muy cerca de otra cosa. perfecto en el labio de la ola o un snap seco provocaba en ellos una sensación de euforia cercana al éxtasis. La marea seguía subiendo y la fuerza de la Cícer aumentaba por momentos.

El mar es fácil si surfeas con él; como la propia vida, solo hay que surfearla. Debes seguir su ritmo. Es un baile entre el hombre y los versos que brotan de las olas. Incluso los momentos de silencio y espera son activos. Eres un animal en acecho, cazando corazones de espuma. Es el propio latir en simetría. El equilibrio de tu cuerpo es el equilibrio de tu alma. Carla sintió, nuevamente, inevitables alas que batían en su espalda, elevándola por encima del mar. Por primera vez en mucho tiempo, sintió qué era eso que Masito les había dicho de respirar el surf. Ella respiraba surf.

Cuando salieron del agua, Carla y Lolo se quedaron parados en la orilla, con las olas lamiendo sus pies. Todo lo que les había ocurrido era una puta locura. Parecía una película chunga de un domingo por la tarde. Desde que se conocieron todo giraba muy rápidamente y por primera vez, aunque sonara extraño, parecía tener sentido. Cuantas más cosas les sucedían juntos, tenían ganas de más.

Y mirando el horizonte, viendo lo lejos que estaba la línea que separa el cielo del mar, sintieron que sus hombros se rozaban, y en aquel instante, la piel de ambos se erizó.

—Nos han pasado muchas cosas en poco tiempo, Carla.

—Nos han pasado muchas, tío. Quizá demasiadas.

—Pero ¿a qué no sabes qué ha sido lo más bestia de todo?

—¿Lo más bestia? Joder, quieres que empiece a enumerar…

—…El beso que me diste.

—Me lo diste tú a mí.

Carla esbozó una sonrisa pasajera mirando hacia la arena mojada. Sus ojos de husky brillaron con extraña ilusión y las aletas de su nariz hicieron un gran esfuerzo por respirar generando un simpático movimiento cartilaginoso. Tragó saliva y tras unos segundos comentó:

—Quizás lo mejor, pero muy corto.

Entonces, Lolo rodeó con el brazo que le quedaba libre el cuello de Carla, la atrajo hacia él y se fundieron en un largo beso lleno de belleza y quietud. Un beso de estatua clásica en un mar en movimiento.

El cielo azul acompañaba la performance amorosa. Carla y Lolo abrazados, uniendo los labios encarnados, llenos de carne comestible, con una presión adolescente como la metamorfosis de jóvenes que nacen al beso. De lejos, la escena era bonita. Dos jóvenes con sendas tablas unidos en un largo beso líquido fundiéndose con el mar.

Los sentimientos de los dos chicos cambiaban como la dirección del aleteo de las gaviotas. Por un lado, el dolor de los golpes, la violencia de la noche pasada, la angustia de la vida o la muerte de Masito, el deseo del secreto de un lugar aparentemente mágico, la destrucción del choriqueso… Por otro, el beso furtivo, el amor acompasado de miradas complacientes, la ilusión de conseguir algo extraordinario en el descuento de sus vidas, la amistad formando un núcleo de densidad ardiente como un campo magnético. Una amistad que solo es capaz de forjarse a esa edad en la que ahora agonizan o florecen según los instantes, como filamentos yuxtapuestos de una consistencia perfecta. Todo cambiará, pero eso, ahora, qué importa.

Otra vez en la furgoneta y despojados de sus chaques, tomaron lo que sin duda les pareció la mejor opción: irse cada uno a su jodida casa y descansar. No debían comentar con nadie lo que les había ocurrido. Los hematomas y golpes de los chicos tendrían que pasar desapercibidos a los ojos de sus padres. De hecho, en otras ocasiones, llegaban malheridos y siempre se lo achacaban a los gajes del oficio de surfero: que si una roca, una embestida de una ola, un golpe con la tabla.

Se despidieron con temor y con un gran abrazo para reconfortarse de todo lo pasado. Las calles cercanas a la Cícer bullían. Las tiendas abiertas, las cafeterías rebosantes, los paseantes de Las Canteras deambulando por la playa como si nada. Como si el mundo no se hubiera venido abajo. Los cinco se fueron con la angustia sobre los hombros como una losa de plomo.

Esa tarde, ya en su casa, Carla se tumbó en el sillón con un libro entre las manos y la televisión encendida, sin volumen. Sus padres todavía ausentes, gestionando las cositas de su vida: el trabajo, las imprescindibles compras cotidianas, el café de media tarde en Mesa y López. Carla se dejó llevar un rato por las páginas de la novela, pero sus pensamientos iban a la deriva entre la protagonista y el recuerdo atropellado de los acontecimientos.

Incluso horas después, con sus padres ya en casa preparando la cena, se quedó en el sofá, cosa extraña, ya que la mayoría de veces las pasaba en su cuarto, entre las redes marinas sociales y música de fondo, enfundada en su último pijama y los calcetines de rayas. Cuando su padre se sentó a su lado, cogió el mando a distancia y subió el volumen para poner las noticias, ella se acurrucó junto a él, apoyando la cabeza en su regazo. El padre le acarició el cabello y ambos sintieron un recuerdo de hace mucho tiempo, de cuando Carla era aún una niña de seis años y él la arrullaba con ternura.

—¿Te pasa algo, Carlita? —le preguntó.

—No, ¿es que no puedo estar con mi padre un rato?

—¡Mamá! —exclamó el padre, feliz—, a esta niña le pasa algo. Dice que quiere estar conmigo… —Y rio dulcemente mientras daba buena cuenta a los berberechos con limón del enyesque precena.

—No seas tonto, papá.

—¿Qué lees ahora?

—Lectura fácil, de Cristina Morales. Está guay, pero me está costando concentrarme. Estoy algo cansada.

—Oye, y no me has contado nada, ¿qué tal con Irene? Te quedaste ayer en su casa, ¿no?

—Sí, claro. Nos fuimos prácticamente todo el día a surfear a la Cícer…Lo de siempre.

—Y a ver a los chicos, ¿o no? ¿Te gusta alguien?

—¡Cállate, papá! ¡A mí no me gusta nadie!

—¡Mamá! —Volvió a gritar a viva voz—. ¡Qué tu hija se ha enamorado!

—¡Joder, papá! ¡Déjame en paz, anda! —Y volvió a abrir la novela haciendo que leía.

Después de la cena fue a su cuarto. Tumbada en la confortable cama después de la mala noche anterior, le pareció el colchón más cómodo en el que jamás hubiera dormido. Apagó la luz, pero le costó un buen rato cerrar los ojos. Las sombras y la penumbra le hicieron tener visiones de olas sin forma y a ella depositando en un contenedor de basura enormes cantidades de carne picada que se mezclaba con hilos de plástico. Antes de caer en un sueño intranquilo, envió un guasap a Lolo: «Necesito saber qué ha sido de Masito». Lolo, por su parte, respondió: «Necesito saber qué hay detrás de nuestro último beso».


X LOS INSTANTES PERTENECEN A LA ETERNIDAD

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LOS INSTANTES PERTENECEN A LA ETERNIDAD

—¿Máximo Sosa? Por favor.

—Lo han pasado a planta. ¿Es usted un familiar?

—¡Eh, sí! Soy familia. —Era mejor no decir mucho más. «En la indefinición radica el éxito», pensó.

—Pues mira, mi niña, se encuentra en la tercera planta de la zona principal. En la parte de abajo del hospital, donde las banderas…

—Ajá…

—…hospitalización B, habitación 311. —La sonrisa mecánica de la celadora tras su pelo revuelto dejó entrever que ya había terminado su relación administrativa con Carla.

—¡Vámonos! —dijo. Giró sobre sus pies y salió de urgencias acompañada de Lolo, que la seguía con paso acelerado. Pensó que había sido muy fácil conseguir la información que buscaba sin dar más explicaciones.

—¡Hija! Frena un poco.

—Estoy nerviosa, Lolo.

—Tranquila, Masito de ahí no se mueve —bromeó metiendo las manos en los bolsillos de sus vaqueros.

—Vamos, es por aquí, bajando la cuesta.

Al llegar donde las banderas, subieron en silencio en el ascensor. Tercera planta. Al alcanzar la habitación 311 se detuvieron. La puerta estaba cerrada y no se atrevían a entrar. Algo en su interior les impedía el paso, como una barrera imaginaria de temor que los bloqueaba.

Era sábado por la mañana y no se veía mucho movimiento por los pasillos del hospital. Enfermeras que reían en superfluas conversaciones y familiares que tomaban café de máquina o miraban despistados las enormes cristaleras por las que se veía la ciudad baja y la playa de Las Canteras al fondo.

Los instantes pertenecen a la eternidad.

Finalmente, dio dos golpes en la puerta y sin esperar respuesta abrió. La estancia quedaba mal iluminada por la penumbra que emitía la persiana metálica. Aun así, la primera sensación no era desagradable. La primera cama estaba desocupada, tras la cortinilla que divide la habitación en dos, se intuía una respiración humana.

Masito dormitaba con los ojos cerrados y envuelto en sábanas blancas hasta la cintura con el membrete del Hospital Negrín xerografiado. Llevaba puesta la bata que siempre te deja el culo al aire. Una vía ocupaba su brazo en la flexura del codo, de la que emergían unos tubos que colgaban de un perchero al lado de la cama articulada. Su rostro llevaba un vendaje que le rodeaba la cabeza y el ojo izquierdo. Había que fijarse bien para descubrir que realmente era Masito quien permanecía tumbado.

Permanecieron unos segundos en silencio a los pies de la cama sin atreverse a formular una palabra. Los dos chicos se miraron y en sus pensamientos se dibujó un sesgo de incertidumbre, como si fuera un error estar ahí en ese momento. La espera acumuló palabras desordenadas en la boca de Carla y de la que solo pudo salir un:

—Hola…¿Masito?… —Casi susurró, pero no hubo ninguna respuesta.

—Carla, creo que es mejor que nos vayamos. Debe estar sedado y no se despertará —comentó Lolo tomando la mano de Carla y mirándola directamente a los ojos siberianos.

Cuando se disponían a salir de la habitación oyeron la voz de Masito:

—¡Buenos días, chicos! Sabía que volvería a verlos. No me iban a dejar aquí tirado. —La voz de Masito sonaba cansada pero severa. Su rostro, o lo que quedaba de él, resultaba adusto. Mostró, como en la charla de la otra noche, una sonrisa seria que no daba pie a muchas interpretaciones. No se podía saber si sonreía o estaba enojado.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó Carla.

—Pues bien jodido, niña. Pero, pese a todo, tengo una sensación de felicidad en el cuerpo. Algo extraño, ¿cierto? Debe ser por los chutes que me están metiendo en el cuerpo estos matasanos.

—Solo quería saber cómo estabas. Lo del otro día fue una mierda y como sabrás, principalmente por tu culpa. Si no hubieses llegado agrediendo y dando golpes de esa forma, nada de esto habría ocurrido. Nosotros hubiéramos disfrutado de unos días de surf estupendos y tú estarías con tus movidas de loco de la logia tan tranquilo.

—Escucha…Ahora que lo pienso… Ni siquiera sé cómo te llamas —dijo Masito.

—Carla, me llamo Carla.

—¿Y tu novio?

—Me llamo Lolo, y no somos novios.

—Ah, ¿no? Pues lo parece. Hacen buena pareja. Escúchenme, según parece tendré que estar aquí unos cuantos días, o eso me han dicho estos. Me siento como una mierda, pero por lo menos no he tenido un ictus, que fue lo que pensaron los médicos en primer lugar.

—Menos mal. ¿Y qué es? Bueno, aparte de los golpes.

—Conmoción cerebral. Es grave, pero menos. Y sí, todo gracias a los golpes… Soy un viejo pero duro dinosaurio, aunque no tan duro como pensaba y no tan joven como creía.

—Lo nuestro fue en defensa propia —explicó Lolo.

—Sí, tienes razón. Por eso no he dicho nada. A la policía, me refiero. Ayer los médicos me preguntaron cosas.

—¿Qué cosas? —preguntó Lolo.

—Cosas sobre mi llegada aquí. Supongo que querían que corroborara la versión de caerme por una ladera en la playa de Vagabundo, ¿no? Fue eso lo que me pasó… Incluso me dijeron si quería hablar con la policía.

—¿Y eso?

—Al parecer, la otra noche ustedes se marcharon de aquí rápidamente y eso los mosqueó bastante…

—Hicimos lo suficiente trayéndote hasta el hospital y no dejándote tirado en la playa.

—Sí, tienes razón, Lolo. Y se lo quiero agradecer con sinceridad. Tal vez hubiese muerto, pero tranquilos, no he dicho nada. Después de todo lo ocurrido: el descubrimiento del cráneo, conocer los códigos que aún retengo en la memoria…Y eso pese a la conmoción. Creo que debemos, digamos, trabajar en equipo. Los necesito para descubrir la playa secreta.

—¿Cómo?

—Que ahora soy yo quien los necesita a ustedes… Llevo casi veinte años buscando el lugar y da la casualidad que ustedes están en medio de mi camino en el momento preciso, tal vez no sea casualidad. Las casualidades no existen.

—¿Y por qué íbamos nosotros a ayudarte ahora? —preguntó Carla.

—Ustedes son surferos. Veo en ustedes una posibilidad. Es, quizás, una intuición… pero… tal vez ustedes respiren surf. No sé si me explico.

—Sí, creo que sí…Sé lo que es respirar surf —dijo Carla.

—Ha llegado el momento, definitivamente, de encontrar el lugar. Ya estamos muy cerca, pero yo solo no podré. Sé que con sus ganas y con su juventud, podremos llegar allí y sentir lo que sintieron todos los que pertenecieron a la logia. La Gran Canary Surf Lodge no se merece desaparecer. Ha llegado el momento. Además, Carla, si tú eres mi hija.
—Guiñó el ojo derecho, que era el que le quedaba libre—. O eso al menos me dijeron los médicos: que mi hija me había traído hasta el hospital…pues si tú eres mi hija, ¿qué mejor herencia que descubrir el lugar secreto?

—¿Y cómo podremos saber eso? Conocemos los códigos desde hace más de una semana y aún no sabemos lo que significa.

—Pero yo sí sé cómo podemos averiguarlo. Si descubriesen algo así, ¿de verdad que no les gustaría encontrarlo? Un lugar en la isla mágico y secreto, de olas perfectas y completamente desierto. Es el mejor regalo que un surfero podría soñar.

En ese momento, entró en la habitación la enfermera para comprobar el líquido de los medicamentos que pendían del perchero. Hizo un cambio de los potingues, ajustó válvulas y comprobó el pinchazo en el brazo del paciente. Luego, saludó sonriente y se marchó sutil como un ángel vaporoso.

—Y… si decidimos ayudarte, ¿qué se supone que tenemos qué hacer? Ni siquiera tú sabes cuánto tiempo vas a estar aquí.

—Espero que no mucho, pero tienes razón. —El ojo vivo de Masito tomó una luz especial. Su pupila se contrajo como si un rayo de luz hubiese impactado directamente en ella—. La conmoción cerebral suele tener efectos temporales: dolor de cabeza, falta de concentración…Lo normal para mí, creo que he sido siempre así. —Rio para sus adentros.

—¿Qué crees tú, Lolo? —preguntó Carla.

—Lo que tú decidas será lo correcto —contestó galante.

—Encontremos ese puñetero sitio, entonces –—afirmó tajante.

—¡Genial, así me gusta! —dijo Masito chasqueando los dedos en señal de aprobación.

—Pero antes de empezar —dijo Carla—, me gustaría saber más cosas sobre la Gran Canary Surf Lodge. Comentaste que Peter Troy, el guirififlay ese, era el último presidente de la logia antes de ti. ¿Quiénes fueron los anteriores presidentes?

—Está bien —contestó Masito—. Existen documentos en el club de la calle Guanarteme que te pueden ayudar a saber. Lolo, coge de ese armario unas llaves. Deben estar por ahí.  Son del Club de Surf de Canarias. Allí encontrarás toda la información que andan buscando. —Lolo rebuscó entre las cosas de Masito hasta hallar el llavero—. ¿Somos un equipo?

—El tiempo lo dirá —dijo Carla.

—Espero noticias —concluyó Masito.

Carla y Lolo salieron de la habitación conmovidos. Ni por asomo pensaron que la conversación tomaría ese rumbo. El temor de Carla por la vida de Masito se transformó en pinceladas de ilusión e excitación a partes iguales. Una vez en el pasillo, miró a los ojos de Lolo con astucia y dijo:

—¿No somos novios?