XIII LA TRISTEZA DE MUSGO DE MASITO

XIII

LA TRISTEZA DE MUSGO DE MASITO

El domingo por la mañana Carla y Lolo fueron hasta el hospital para explicarle a Masito el gran descubrimiento. Al entrar en la habitación lo encontraron despierto, mirando ensimismado a través de la ventana. Por las persianas podía entreverse las Canteras y los surferos, como un manto de hormigas surcando la espuma. Máximo no tenía buen aspecto, la rala barba de varios días reflejaba un cansancio incrementado por el vendaje de la cara y la oscuridad de su mirada.

Al verlos, sonrió seriamente.

—¿Qué hay? —continuó sin dejar contestar—. Desde aquí veo la playa. Tengo unas ganas que te cagas de darme un baño, aunque estoy realmente hecho polvo, nunca en mi vida me había sentido tan… cansado. Pero no es solo un agotamiento físico por la molienda de golpes…, es una muerte moral. Llevo tantos años dirigiendo la logia y he sido incapaz de encontrar el lugar. He sido el peor presidente de la asociación…

—…Pero Masito, tenemos buenas noticias. ¡La hemos encontrado! ¡Sabemos dónde está la playa secreta! Lo sabemos teóricamente, pero solo tenemos que ir hasta allí, encontrar la gruta volcánica y llegar hasta la playa. —Carla se mostraba eufórica.

Masito no parecía sorprendido ni alegre. Una extraña tristeza como el musgo turbio recorría su mirada y, en sus ojos, un pozo profundo, se percibía una lágrima destilada.

—En cuanto salgas de aquí, nos tienes que acompañar. Iremos contigo en su busca.

—No, aún no tengo fuerzas. Estoy reventado y deprimido. No es un buen momento. Si Peter Troy no hubiera muerto tan rápido lo habría conseguido, pero ahora ya es tarde para mí. Falleció el mismo año en el que me adjudicó el cargo de presidente. Al puto guiri no le dio tiempo de llevarme a la playa secreta. El tío se burló de mí durante un buen tiempo. Al final he sido el único presidente de la logia que no ha ido a la playa secreta. La vida en ocasiones nos tiene preparada extraños caminos. Carla, debes ser tú quien descubra la playa. Yo no podré acompañarlos. Así es el destino: extraño y cabrón.

Su mirada amarga volvió a perderse por la ventana, mirando los versos del mar.

—Pero ¿qué dices, Masito? Tú eres el responsable de todo esto. Tienes que venir con nosotros.

Lolo permanecía en silencio sin saber qué decir.

—¿Dónde está? —preguntó Masito—. La playa, ¿dónde está? Cuando el otro día fueron a Vagabundo, pensé que habían descubierto el lugar y se encontraba cerca de esa zona, por San Felipe, por eso los seguí hasta el norte.

—No, qué va. En ese momento no teníamos ni idea de nada de esto. Teníamos el cráneo, que ahora sabemos, como tú decías, que pertenecía a alguien llamada Miss Dora Curtis, una de las primeras presidentas de la logia, concretamente la siguiente a Agatha Christie, pero nada más.

—Si saben lo de Dora Curtis es que han descubierto el libro. ¿Encontraron The Gran Canary Surfer Lodge?

—Sí —dijo Carla—. Ya lo sabemos todo: quiénes fueron las creadoras de la logia y cada uno de los presidentes hasta llegar a ti. ¿Por qué no nos dijiste nada del libro y de Agatha Christie?

—¿Para qué? Era algo que tenías que descubrir tú misma. ¿Es alucinante, eh? La mismísima Agatha Christie. Nadie se podría imaginar una cosa así. Ella fue una de las primeras surferas de la Cícer y luego se convirtió en la presidenta de la asociación.

—Hay algo que no logro entender, Masito, ¿por qué estaba el cráneo de Dora Curtis enterrado en la playa?

—Eso fue la tarada de Miss Sarah Middlemore. No puedo estar muy seguro, pero creo que por envidia. Consiguió el cuerpo de Dora Curtis tirándose al inspector de policía que llevaba el caso en aquellos años y grabó el código en el cráneo para conservarlo como una reliquia. Al parecer, a Agatha Cristhie no le hizo ninguna gracia, por lo que se deshizo de ella enterrándolo. Peter Troy me comentó que en algún momento, con alguna cerveza de más, la señorita Middlemore le había dicho que estaba sepultado en la playa de las Canteras, que a ella le hubiera gustado esa sepultura.

Carla y Lolo se miraron desconcertados y entendieron en ese mismo instante muchísimas cosas, hasta que Carla, recogiéndose nuevamente la coleta y respirando con intensidad, contestó:

—Está en La Isleta. La playa secreta está en La Isleta. Los códigos indicaban la latitud y la longitud exacta en la que se halla. Y nos ha llevado directamente hasta allí.

—Mucho más cerca de lo que pensaba. ¡Joder! He vivido toda la vida junto al lugar que he buscado y no me daba cuenta. ¡Qué patético! ¡Soy el peor presidente de la historia!

—No te mortifiques, los demás fueron siempre acompañados la primera vez y tú, por culpa de la muerte de Peter Troy, no pudiste, pero no es un error por tu parte. De todas formas, eso ya es pasado. Ahora sabemos cuál es el lugar, vamos a descubrirlo y surfearlo de una puta vez. ¡Espabila!

—¡Ey! ¿Acaso no me ves? Estoy en una cama de hospital, mi niña.

—Masito —insistió Carla con sus dudas—. ¿Por qué no escribiste tú en el libro de la logia como presidente?

—¡Vete a la mierda, machanga! —contestó irritado tocándose el ojo libre. Finalmente, contestó—: Pensaba hacerlo cuando encontrara la puta playa.

—¡Vale! Entendemos que estés cansado y dolorido —dijo Lolo—, y que necesites tu tiempo para recuperarte. Te esperaremos, la playa no va a moverse, ¿no? ¿Qué más da quince años de espera, que quince años y una semana?

—Doce años, chicos. Está bien, disculpen. Tienen razón. No debería hablar así. Lo importante es que por fin hemos encontrado el lugar. Pero, sinceramente, yo ahora no puedo ir. Carla, Lolo, ustedes tienen que ir primero, yo iré en cuanto me recupere. Vayan acompañados de sus amigos y encuentren esa jodida playa. Es mi decisión como presidente de la logia. Dejo el descubrimiento en sus manos. Surféenla hasta desgastarla.

Masito agudizó su mirada penetrando en los ojos de Carla y de Lolo, que se sintieron por unos segundos encogidos y desalentados. Luego continuó:

—Nadie debe saberlo. Es lo único que les pido. Ha sido un secreto desde 1927, nada menos que 93 años. Tenemos que seguir guardando el secreto. Nada de móviles, fotos ni redes sociales. Si no, se acabó la logia, la playa y respirar surf. ¡Háganlo por mí! Y si no es por mí, háganlo por Agatha Christie.

—Te lo prometo —dijo Carla, mientras Lolo afirmaba con la cabeza.

Cuando salieron del hospital, y pese a la actitud mustia de Masito, los dos chicos estaban alegres. Para ellos la sensación de haber descubierto la playa resultaba increíble y apasionante. Quizá fuera la juventud y la fuerza, el no sentir temor por lo que les quedaba de vida o el no tener ni idea ni ganas de saber lo que les ocurrirá.

Solo vivir un presente áspero, pero presente en sí, hacía que emanaran una adolescencia llena de rabia e inexperiencia a partes iguales. Sus mentes bullían efervescentes, preparándolo todo en su organigrama mental y sintiendo sus vidas como una extraordinaria aventura. El gran momento había llegado.

Bajaron rápidamente del hospital hasta llegar a la Cícer, junto a la gran explanada en donde el tenor Alfredo Kraus canta impasible y envuelto en partículas de salitreSalitre Salitre: en este caso sal del mar. al Atlántico. Pasearon por la avenida y se acercaron a la barandilla para ver las olas infinitas que morían contra la orilla. Y entonces, ocurrió otra vez lo que tenía que ocurrir: los apasionados surferos se fundieron en un beso largo, abrazados sus cuerpos, enfrentados los labios ardientes, la melena de Carla caía sobre sus hombros y la piel eterna de los amantes se confundía en una radiante estampa de deseo.

Lolo y Carla, unidos en un amor que crecía a cada instante, empezaban a necesitarse. Y a cada momento germinaba en ellos la idea de una aventura tangible. No solo una historia de amor, sino una historia de la vida real. De encontrar un tesoro secreto escondido durante multitud de años. De iniciar un camino vital que los fusionaría, posiblemente, durante el resto de sus vidas.

No quedaba más remedio que organizarlo todo. Con la ausencia de Masito se reunieron en el local de Guanarteme, los cinco pusieron sus mentes a preparar el material que debían llevar para buscar la playa secreta. La furgoneta estaba lista, las tablas, fundas, sacos, mochilas, linternas para la gruta, algo de laterío y galletas. Poco más necesitaban. Los chicos no tenían problema para desaparecer de casa un par de días con la excusa de ir a coger olas a algún lugar recóndito de la isla. Carla e Irene tuvieron que mentir de nuevo para no dormir en casa, cosas de un machismo sombrío que aún pervive entre nosotros.

A la mañana siguiente, pusieron rumbo al Confital. Una extraña sensación entremezclada de peligro y euforia recorría sus cuerpos. Llegaron a la pista de la Avenida Marítima y tras recorrer varios kilómetros tomaron el desvío hacia Pérez Muñoz. Atravesaron el barrio de La Isleta y giraron hacia la carretera de las Coloradas. El camino serpenteaba sobre la tierra rojiza fruto de la erosión de los volcanes. Las laderas de las montañas adyacentes daban la impresión de un paraje lunar, salpicado de rocas ígneas tras el magma endurecido.

No era más del mediodía cuando llegaron a las Coloradas. Apuraron unos refrescos y un café en Los Padrinos.  En las mesas del restaurante solo se sentaban extranjeros, almorzando temprano unas papas con mojo y un plato de queso curado.

Aparcaron la furgoneta en la última calle del barrio de las Coloradas. Carla obligó a todo el mundo a dejar los móviles en el coche. Les recordó lo que Masito les había dicho: nada de fotos, ni móviles, ni redes sociales. Ninguno rechistó. Cogieron los bártulos y cargados como mulas se adentraron en el sendero que llegaba hasta el Lomo de los Morros.