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Yo estudié Derecho en La Habana y luego regresé a Santiago de Cuba a hacerme cargo de la plantación de caña de azúcar en la que empleamos casi la mitad del dinero de don Feliciano. Somos los primeros productores de esta zona de la isla, y nuestra azúcar se vende muy bien en los mercados extranjeros. Vivo en una hacienda poblada de flamboyanes y palmas reales, y asisto con frecuencia por las tardes al Casino donde hablo de política o de poesía con el ardor contagioso del Caribe. Podría decirse que soy un hombre feliz, y hay momentos del día en que así lo creo, pero en el fondo solo soy un ser resignado a vivir sin la persona que en el mundo nació para mí. Estoy convencido de ello. Lo he intentado con otras mujeres deslumbrantes, inteligentes, gráciles, vaporosas e, incluso, divertidas; sin embargo, todo ha sido en vano. Ninguna me ha esponjado el alma como Leticia del Cielo, ni tampoco otra me exprimió con tal crueldad las fuentes de mi dolor hasta dejarlo seco, sin gota, cuando le entregó a su padre mi carta de amor, y con ella el nombre de a quién debía asesinar.
En la memoria no escrita de la noche del 28 de junio de 1918 en Las Palmas de Gran Canaria, consto como fallecido, devorado por las llamas del incendio que calcinó el Teatro Pérez Galdós. Hoy, tras treinta años de aquella barbarie, he repasado mi vida y he tomado una decisión que dé fin a mis tristezas de amor. He resuelto regresar para buscarla y traerla conmigo, si hace falta a la fuerza, raptándola, a Santiago de Cuba. He sido un tonto, hasta ahora no he caído en la cuenta de que ni las balas de don Feliciano ni la mirada verdimiel de Leticia del Cielo pueden ahora hacerme daño. Yo soy un fantasma y los fantasmas ya estamos muertos.





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