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Le rogué a don Lucas que no hiciera más aspavientos, no podíamos despertar a la comunidad de religiosos. Le conté por lo bajo una reducida versión de los hechos y nuestra decisión de evadirnos. Al instante, abrió una gaveta y de allí sacó una talega. Desde que llegó al acuerdo con Olegario de que a cambio de que el guardián me cuidara, él se encargaría de costearle su reencuentro en Cuba con Altagracia, de sus escuetos ingresos había ido guardando mes a mes una pequeña cantidad para cumplir su palabra. Cuando le dije que no hacía falta, que la dejara allí, que se lo explicaría enseguida, que por favor bajara sin llamar la atención para reunirnos con Olegario que esperaba agazapado en una de las esquinas de la plaza, me miró como si reconociera en mí, no a su niño Jorge, sino al hombre en que me había convertido esa noche ardiente.
La despedida fue corta y dolorosa, no podía ser de otra manera; de todos modos, don Lucas nos prometió un encuentro próximo en la Perla de las Antillas. Esto me insufló el ánimo que ya estaba a punto de expirar. Leticia del Cielo me había traicionado, condenándome a una muerte segura, y ahora, también en aquella noche de brasas, perdía a quien he considerado toda mi vida como mi padre. Le di un largo abrazo a don Lucas y nos fuimos hacia el Puerto de Las Palmas, donde llegamos con la mañana encima casi
arrastrándonos, con un cansancio de siglos. Mientras yo me tiraba sobre un fardo a descansar, Olegario inició los trámites para nuestro embarque. Como presumíamos, con el aval de un fajo de billetes un capitán que zarpaba por la tarde rumbo a Buenos Aires, no halló inconveniente en hacer una escala técnica en Santiago de Cuba para desembarcarnos. Subimos al Galatea, que así se llamaba el mercante, y nos acostamos rendidos en dos estrechas literas. Cuando desperté, no vi a Olegario, fui en su busca mientras intentaba acostumbrarme al vaivén del mar.
Lo encontré escorado en la borda, miré a lo lejos y solo veía agua alrededor. Me esperaba balanceando la cartera de don Feliciano, había pensado entregarla en un consulado británico para devolverle la moneda por intentar abrasarnos; el documento que portaba en su interior delataría su colaboración con la potencia enemiga, su eliminación sería inmediata. Pero, a la vez, descubriría que seguíamos con vida, así que por nuestro bien era mejor que desapareciera. La tiró y las olas la engulleron como un apetitoso bocado. Había dormido más de veinticuatro horas, no se veía rastro alguno de las islas. Lamenté no haber visto su silueta mientras me alejaba; pero por otra parte pensé que había sido eso lo mejor, seguro que habría roto a llorar pensando en mis amigos, en el teatro que fue mi casa, en don Lucas, y sobre todo en Leticia del Cielo, cuyos ojos de aceituna y caramelo no he sido capaz de olvidar.

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