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Cuando, al regresar de la Guerra de Cuba, entró a trabajar como guardián del teatro, circulaban muchas leyendas en torno al Pérez Galdós: a unas no les hizo ningún caso, en todos los teatros se ha dicho que habitan fantasmas; pero sí a otras. Fue así como se empeñó en comprobar la veracidad de una historia que hablaba de la existencia de un pasaje secreto que se había construido, en el más estricto de los silencios, como medida de emergencia para que pudieran salvarse las altas personalidades que acudían a las representaciones en el caso, no inverosímil, de inundación. Era vox pópuli en la isla que la ubicación elegida para que el arquitecto Francisco Jareño levantara el nuevo coliseo no resultaba la idónea, pues lindaba con el mar en la desembocadura del barranco del Guiniguada, y se hallaba a expensas de que una repentina subida de la marea lo inundara. Hasta el genial escritor que le dio nombre con el tiempo, don Benito Pérez Galdós, en sus años mozos, se había burlado de tal circunstancia componiendo versos irónicos y dibujando viñetas en las que aparecían los actores interpretando las obras debajo del agua rodeados de peces.
Recorrió con paciencia Olegario arriba y abajo todas las estancias del teatro y nunca dio con el corredor que buscaba, así que lo dio por inexistente, fruto de otra de las fantasías que envolvían aquel noble edificio. Quiso, sin embargo, el destino que un ratón huidizo tuviera a mal traer al personal del teatro. Su cacería lo llevó con una escoba en ristre tras el animal hasta el sótano y vio que desaparecía tras una cómoda antigua. Con sumo cuidado, se agachó para ver si el bicho permanecía bajo la cómoda; había escapado, pero vio en el fondo lo que sin duda era una puerta escondida. Se desentendió del ratón al que dejó campar a sus anchas, y se dedicó a rodar a duras penas la pesadísima cómoda y a entrar en la cavidad. Había descubierto el misterio.
Estábamos vivos, pero no a salvo. Olegario agarró la cartera, la colocó entre sus piernas y apretó el cierre. Ante mi incredulidad se abrió a la primera, no estaba cerrada con llave ni con una combinación oculta. Parecía que don Feliciano estaba muy seguro de que con él aquella maleta de piel no corría ningún peligro. Se equivocó. Olegario sacó dos sobres marrones. El primero tenía en su interior unos papeles redactados en alemán que, gracias a lo que había aprendido con don Lucas del idioma teutón, entendí que hacían referencia a un acuerdo de suministro a barcos y submarinos en alta mar. Olegario me hizo caer en la cuenta de que, mientras España se mantenía neutral, en Europa se estaba librando la Primera Guerra Mundial. Se jugaba la cabeza a que don Feliciano estaba metido hasta los huesos en un negocio sórdido que tenía que ver con la contienda. Olegario me arrancó el documento de la mano, lo escupió, lo guardó en el sobre y lo metió en la cartera. Luego sacó el otro sobre, lo miró y dio un silbido agudo y largo como su cuerpo. Estaba lleno de billetes, billetes y billetes de 100, 500 y 1.000 pesetas.

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