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Olegario, que además de la vigilancia ejercía otras tareas diversas como el mantenimiento y la iluminación, vivía en los altos del teatro, en una habitación con aseo y dos ventanucos: uno hacia la calle, y otro en forma de ojo de buey, disimulado entre el revestimiento del Paraíso, desde el que se divisaba el escenario. Se hallaba junto a un pasillo que embocaba a la puerta de la azotea. A Olegario, cuando terminaba de libar la última de las últimas copas en el bar Polo, en el Puente de Palo que cruzaba el barranco del Guiniguada, se le hacía un mundo caminar erguido hasta el teatro, que se hallaba apenas a veinte o treinta metros; así que subir los tres pisos hasta su cuarto era una tarea comparable a escalar el Everest. Lo habitual era que entrara por una puerta lateral que conducía al almacén, donde se arrebujaba en un sofá de piel ajada, que formó parte del atrezo de un Don Juan Tenorio.

A don Lucas se le cruzó la idea de esconderme en el Pérez Galdós mientras huía conmigo tras burlar al señor Obispo. Había descartado ingresarme en la Casa Cuna, porque se le desgarraba el alma al pensar que yo, que le había sido entregado por gracia de Dios, fuera a parar a un orfanato. Era un crío espabilado, tendría casi los tres años, sabía hacer mis necesidades y subía y bajaba escaleras como un títere saltarín. Nos dirigimos al Pérez Galdós; la primera impresión que tengo del teatro es que entraba en un lugar enorme repleto de gente que vociferaba. Todo el mundo corría de un lado a otro para poner a punto La verbena de la Paloma, la zarzuela que se representaba esa noche. Don Lucas dejó encargado a uno de los porteros que desde que viera a Olegario subiera de inmediato a su guarida. Allí me llevó y hasta que el guardián apareció con su silueta quijotesca, no dejó de adecentar el aposento y de explicarme lo que debía hacer, que en concreto consistía en que evitara el peligro y que hiciera caso al sujeto hierático de mostacho abundante que apareció pidiendo permiso.

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