Un roque muy vanidoso

Un roque muy vanidoso

En el Puerto de las Nieves, en Agaete, había un roque muy peculiar. Durante siglos las frías aguas habían acariciado caprichosamente su cuerpo rocoso y le habían proporcionado una hermosa y curiosa forma. Parecía un dedo señalando al cielo. Tan hermoso parecía que animales y turistas se acercaban a Agaete para admirar su belleza.

Un día un escritor lo hizo llamar el Dedo de Dios. Debido a su elegancia, no se podía llamar de otra manera. Tanto lo alabaron, tanto lo contemplaron y tanto lo mimaron que el roque se volvió vanidoso, muy vanidoso.

Un día, paseando por allí, se posó una gaviota en lo más alto del dedo. El roque se enfadó mucho:

—¡Quita tus sucias garras de mi maravillosa piedra volcánica!

La gaviota asombrada lo miró y le dijo:

—Desde aquí puedo ver los peces que quiero merendar. ¿No me quieres ayudar?

—¿Estás loca? Yo no tengo por qué ayudar a nadie, ¡soy el Dedo de Dios! —replicó el roque muy enojado.

—Pero aquí no te molesto y, si me ayudas, yo te puedo contar maravillosas historias. Viajo mucho y veo mundo —le explicó la gaviota.

—Yo no necesito tu ayuda. Desde aquí puedo contemplar todo lo que quiero, soy alto y veo muchas cosas. ¡Fuera! ¡No quiero volver a verte por aquí!

La gaviota pensó que aquel roque era demasiado orgulloso y buscó un nuevo lugar donde posarse.

Al cabo de los días subió por su ladera un pequeño cangrejo rojo. El roque se enfadó mucho:

—¡Quita tus sucias pinzas de mi hermosa roca volcánica!

El cangrejo se quedó asombrado y le dijo al roque:

—Necesito salir del agua de vez en cuando para tomar el sol. Este sitio es el adecuado y creo que no te molesto.

—Sí, sí me molestas y mucho, así que vete a otro lado.

—Si me dejas estar aquí un rato, yo te puedo ayudar a limpiar las algas incrustadas en tu roca —le ofreció el cangrejo.

—¡Yo no necesito ayuda! Me veo hermoso y no necesito que me limpies.

El cangrejo malhumorado saltó al agua y fue a buscar un lugar más agradable donde poder tomar el sol.

El roque se sentía orgulloso de ser tan hermoso. Posaba para que le hicieran fotos y buscaba la forma de verse más bello.

Entonces se acercó un pobre pescador que ancló su barca a su lado. El roque estaba muy enfadado.

—¡Vete de aquí! Estás estropeando las fotos que me hacen los turistas… ¿no te das cuenta de que tu barca no deja que admiren mi belleza?

El pescador asombrado le dijo:

—Aquí se esconden los mejores peces y creo que no te molesto. Lo necesito para comer y mantener a mi familia.

—A mí eso me da igual, ¡estás estropeándolo todo! ¿No ves que la gente me está haciendo fotos?

—Si me dejas pescar aquí, te puedo ayudar a limpiar las aguas que te rodean para que no haya nada de basura y te veas más hermoso.

—¡No necesito tu ayuda! Las aguas que me rodean están muy limpias. ¡Fuera! —gritó el roque.

El pescador cabizbajo se alejó de aquella zona con la esperanza de encontrar un buen lugar donde pescar.

Durante las siguientes semanas nadie molestó al roque hasta que un día empezó a soplar el viento. Antiguamente, al roque le gustaba sentir el viento en su roca, pero se había vuelto tan vanidoso que todo le molestaba.

—Viento, ¡lárgate de aquí! Me molestas con tu brisa.

El viento le dijo:

—Mi obligación es soplar para refrescar el ambiente, así que no me puedo marchar.

El roque, que se creía el dueño del lugar, le dijo:

—¡No necesitamos tu estúpida brisa!

El viento no le hizo caso y siguió soplando moderadamente. Sin embargo, el roque no paraba de gritar:

—¡Vete, vete, vete!

—Deja que haga mi trabajo —le advirtió la brisa.

—¡Eso que dices es una estupidez! Yo soy el más hermoso del lugar y desde aquí te ordeno que dejes de soplar —sentenció el roque.

Entonces el viento empezó a enfadarse y a soplar con más fuerza.

—Pero… ¿qué haces? ¡He dicho que dejes de soplar!

Cuanto más hablaba, más se enfadaba el viento y más fuerte soplaba. Sopló y sopló sobre el roque mientras este no dejaba de gritar y ordenar al viento que parara.

De repente el roque escuchó un ‘crac’ y pasó lo que nadie se pudo imaginar: el dedo de su roque se empezó a resquebrajar y poco a poco se desplazó hasta caer al mar.

El dedo se sumergió en el agua y el roque empezó a llorar. Todos lloraron por la pérdida.

El roque pensó que había sido demasiado vanidoso y que su desgracia se la tenía merecida por haber sido tan poco amable con los que le habían querido ayudar.

Desde entonces dejó de ser vanidoso y permitió que las personas y los animales vivieran a su lado. La gaviota se posaba sobre sus rocas, el pescador pescaba a sus alrededores y el pequeño cangrejo se encargaba de cuidar el dedo bajo las frías aguas de Agaete.

Todos seguían contemplando su belleza y recordaban su dedo con nostalgia y admiración.

Y sopló y sopló hasta que el cuento se acabó.


La miel del tajinaste

La miel del tajinaste

En una pequeña colmena en la isla de Tenerife habitaba una abeja reina muy exigente. Le gustaba que su colmena estuviese reluciente y pretendía que su miel fuera la más exquisita de la zona. Cada primavera, cuando las flores nacían en el prado, la abeja reina reunía a todas las abejas obreras y les decía:

—Como cada año, iremos en busca de una nueva flor que cubra las exigencias de mi real paladar. Debemos ser especiales y nuestra miel no se diferencia de la de las demás colmenas de la zona.

—Con todos mis respetos, majestad, ya hemos traído el néctar de todas las flores de la zona, no sé qué más podemos hacer. Miles de flores han pasado por tus manos y ninguna ha contentado vuestras exigencias.

—¡No han buscado lo suficiente! ¡Tienen que ir más lejos! —exigió la reina.

Las abejas se pusieron manos a la obra. Por la mañana temprano salieron de la colmena y se alejaron para encontrar nuevas flores que satisficieran el exigente paladar de la reina. Solo una de ellas se dirigió hacia el Teide a pesar de las advertencias de sus compañeras, que insistían en que, si se alejaba demasiado, se perdería en la montaña y se moriría de frío.

Después de varias horas, las abejas volvieron a la colmena, algunas con flores nuevas y otras con las manos vacías.

La primera abeja se acercó a la reina y le dijo:

—Su majestad, he encontrado esta hermosa flor en las paredes rocosas y la he querido llamar ‘malva de risco’. Espero que sea lo que busca.

La reina cogió la flor y probó el néctar.

—¡No, no y no! ¡No es lo suficiente buena para mí! ¡Que pase la siguiente abeja!

La segunda abeja se acercó a la reina, se arrodilló ante ella y le dijo:

—Su majestad, he encontrado esta flor para usted en el bosque de laurisilva. Es una flor espectacular y la he llamado ‘cresta de gallo’.

La reina cogió la flor y cató su néctar con cuidado para saborear toda su esencia.

—¡No, no y no! ¡No lo es lo suficiente buena para mí! ¡Que pase la siguiente! —gritó.

—Su majestad, ya no hay más… Esto es todo lo que hemos encontrado —habló una de las abejas.

La reina se enfureció y gritó:

—¡No han buscado lo suficiente! ¡No se han esforzado!

—Su majestad, aún hay una abeja que no ha regresado.

—¡¿Cómo?!, pero ya es de noche… —contestó la reina con tono preocupado.

—Se alejó demasiado hacia el Teide en busca de la flor especial que pidió.

—Ohhhh, espero que no se haya perdido… —suspiró la reina.

Entonces a lo lejos pudieron ver a la pequeña abeja exhausta por el largo camino recorrido.

—Su majestad, espero no haber llegado muy tarde. He encontrado esta flor para usted en el Parque Nacional del Teide. La he llamado ‘tajinaste’.

—Es muy pequeña… No creo que sea lo suficientemente buena para mí, pero la probaré ya que has demostrado tener una gran valentía.

La reina cogió la diminuta flor y se la acercó a los labios. La olisqueó antes de probarla y la saboreó muy despacio. Todos la miraban expectantes con la esperanza de que la pequeña abeja aventurera hubiese encontrado la flor que buscaba.

Entonces la reina alzó la cabeza

y dijo:

—Esta flor es… Cómo diría yo… ¡Sublime! ¡Espectacular! ¡Especial! ¡Es la flor que buscaba!

Todas las abejas empezaron a aplaudir y a felicitar a su valiente compañera. Por fin la reina estaba satisfecha y podrían hacer la mejor miel de la zona.

A la mañana siguiente, bajo el mando de la reina, todas las abejas obreras se dirigieron hacia el Parque Nacional del Teide en busca del néctar tan deseado y se quedaron asombradas por el majestuoso paisaje que se cernía sobre ellas. Hermosas plantas en forma de lanzas se alzaban hacia el cielo llenas de flores rojas. Era un espectáculo de la naturaleza. Y decidieron que ese lugar sería su nuevo hogar.

Desde aquel día la miel del tajinaste es famosa por su consistencia cremosa, su sabor suave y su aroma floral intenso.

Y de flor en flor, este cuento se acabó.


La siesta de los vientos alisios

La siesta de los vientos alisios

En el Océano Atlántico había ocho pequeñas islas. Estas eran muy especiales porque una brisa las envolvía constantemente y ayudaba a que las temperaturas fueran primaverales durante todo el año. Esta era la razón por la que muchos turistas las elegían para pasar sus vacaciones. Las especies animales que allí vivían estaban encantadas. En invierno no tenían que buscar refugio, ni las aves migrar; y en verano, aunque hacía algo de calor, era muy agradable pasear por las tardes.

Pero un día todo cambió. Llegó el verano y el sol incidía con fuerza sobre las islas. Los lagartos ya no tomaban el sol, estaban escondidos entre los huecos de las rocas. Las aves se posaban en las fuentes con la esperanza de refrescar sus plumas. Los turistas regresaron a sus países. Las palmeras soportaban como una carga pesada sus hojas recalentadas. Y los peces asomaban su cabeza sobre las aguas, que ardían con las altas temperaturas.

Todos estaban desesperados, no estaban acostumbrados a pasar tanto calor.

Una familia de pequeños capirotes dejó de revolotear inquieta entre la arboleda, sus plumas eran ahora una pesada carga. Buscaban refugio entre las hojas de los árboles, pero el calor apretaba con fuerza en todos lados. Los frutos de los que se alimentaban se habían marchitado y los pequeños insectos no salían de sus guaridas ahuyentados por las altas temperaturas. Hacía días que no se oía la pequeña serie de silbidos que cada mañana alegraba su casa.

—Mamá, ¿qué está pasando? Moriremos si no acaba pronto el calor. Parece que el sol está muy enfadado —dijo el pequeño de la familia de capirotes.

—No sé, hijo, esto nunca había sucedido —respondió la madre.

—Me acercaré al sol y le preguntaré qué le pasa.

—Ten cuidado, te puedes quemar… No te acerques demasiado —le advirtió preocupada su madre.

Esa misma tarde, cuando el sol estaba más suave, el pequeño capirote se acercó a él y le preguntó:

—Oye, ¿por qué estás tan enfadado?, debes tener cuidado o nos matarás a todos de calor.

—Yo caliento lo mismo que todos los veranos, pero mis amigos los vientos alisios no han aparecido. Todos los días se acercaban a jugar conmigo y gracias a su brisa apaciguaban el calor de mis rayos —le explicó el sol.

—Pero… ¿dónde se han metido? —preguntó el capirote.

—No tengo ni idea, los llevo esperando todo el verano —respondió el sol.

—¿Y sabes dónde los puedo encontrar? —insistió el capirote.

—No lo sé, pueden estar en cualquier lado —le sugirió el sol.

—Bueno, los buscaré de todas formas —afirmó decidido el capirote.

El pequeño capirote voló durante horas sin resultados, el fuerte calor hacía que cada vez tuviera menos fuerza. Cuando se disponía a regresar a su refugio entre los árboles, escuchó un fuerte ronquido.

Miró hacia arriba y se dio cuenta de que los vientos estaban dormidos. Allí no se movía nada y solo entre ronquido y ronquido se podía sentir una suave brisa.

El capirote pensó que lo mejor era despertarlos con el dulce piar de una canción, así se despertarían de buen humor. Entonces se aclaró la garganta y empezó a cantar, primero suavemente y luego más fuerte.

—¡Uaaaaah! —los vientos se despertaron con un bostezo—. ¿Quién eres tú? Nos has alegrado con tu canto.

—Soy un pequeño capirote que está desesperado.

—¿Y eso? ¿Qué te pasa? —le preguntaron los alisios.

—Hace mucho calor, la tierra arde, el agua está caliente y los animales están escondidos en sus refugios en busca de un poco de frescor —les explicó la pequeña ave.

—Ummmmm, ¿y qué quieres que hagamos nosotros?

—Cada día ustedes iban a jugar con el sol y soplaban para apaciguar el calor. Desde que empezó el verano no han pasado por ahí
—siguió hablando el capirote.

—Es que nos quedamos dormidos. Estábamos muy cansados, todo el año soplando y soplando sin parar… Necesitábamos un descanso —se justificaron los alisios.

—¡Es importante que vuelvan a soplar! ¡Miren cómo está la tierra! —insistió el capirote.

Los vientos miraron para abajo y comprobaron que todo estaba desierto. Las hojas se estaban marchitando, del agua salía humo y de los animales, ni rastro.

—Vaya, no sabíamos que éramos tan importantes, enseguida iremos a jugar con el sol.

Los vientos alisios se apresuraron y en pocos minutos ya estaban revoloteando alrededor de su ardiente amigo.

—¡Es verdad que hace mucho calor!

¡Soplaremos con fuerza!

—¡Hola, amigos! Los echaba de menos —los saludó el sol alegrándose de volver a verlos.

A partir de ese día los vientos alisios no dejaron de soplar y las Islas Canarias volvieron a ser un sitio ideal para vivir y pasar las vacaciones.

Y soplando, soplando este cuento se está acabando.


Lavita no controla sus emociones

Lavita no controla sus emociones

Lavita era un volcán que vivía bajo el Océano Atlántico. Estaba muy triste porque se sentía muy solo y no tenía con quién jugar. Los animales marinos le tenían mucho miedo y no querían acercarse a él.

Un día llegó por casualidad una morena a la falda de Lavita buscando algo que comer. Lavita se puso muy contento pensando que iba a tener una nueva amiga. Tan contento se puso que empezó a temblar y a echar humo por su cráter.

—¡Ay, ay, ay! ¿Qué es eso que se está moviendo? Creo que he molestado al volcán —dijo la morena y se marchó nadando muy deprisa.

—¡Morena, morenita! ¡No te vayas! —gritó Lavita—. Yo solo quería ser tu amigo… —pero la morena ya estaba muy lejos.

Al cabo de un par de días se acercó por allí una pobre vieja despistada, bailando y cantando:

—Bajo el mar, bajo el mar…

Lavita se puso muy contento, tan contento que empezó a temblar y a echar humo por su cráter.

—¡Ay, ay, ay! Creo que he enojado al volcán —murmuró la vieja.

Rápidamente huyó moviendo sus aletas.

—¡Vieja, viejita!¡No te vayas! —gritó el volcán—. Yo solo quería cantar y bailar contigo.

Pero la vieja ya estaba lejos y Lavita volvió a quedarse triste y solo.

Una buena mañana llegó a la falda del volcán un pequeño pulpo buscando un lugar donde esconderse. Lavita no podía contener su entusiasmo, así que empezó a temblar y a echar humo por su cráter. El pulpo asustado se quedó mirando a Lavita y, cuando se iba a marchar, el volcán le dijo:

—No, no te vayas, yo solo quiero ser tu amigo.

—Yo no puedo ser tu amigo —le contestó el pulpo.

—Pero … ¡¿Por qué?! —preguntó extrañado Lavita.

—Porque eres muy peligroso. Cada vez que te pones contento, triste o malhumorado empiezas a temblar o a echar humo y lava. ¡Nos puedes hacer mucho daño!

—¡No, eso no es verdad! —gritó Lavita muy enfadado.

Tan enfadado estaba que empezó a temblar cada vez más y más.

—¿Ves como tenía razón? ¡No sabes controlar tus emociones! Yo me voy antes de que pase una desgracia.

Estaba tan frustrado que empezó a echar cada vez más humo, la tierra temblaba, las aguas burbujeaban y entonces pasó lo que había predicho el pulpo: de las profundidades de Lavita empezó a emerger una masa roja, ardiente y espesa que caía por sus laderas lentamente.  La lava entró en contacto con las frías aguas del Océano Atlántico y esta se fue endureciendo. Entonces pasó algo extraordinario.

Se formaron ocho islas maravillosas, todas ellas muy hermosas. Lavita no se lo podía creer. ¡Ya no estaba solo! Se tranquilizó y pensó que el pulpo tenía razón. Debía controlar sus emociones, ya que podía ser muy peligroso.

Nombres les puso a las islas: Gran Canaria, Tenerife, Fuerteventura, Lanzarote, La Graciosa, La Gomera, La Palma y El Hierro.

Desde ese día, Lavita estaba muy calmado en compañía de sus nuevas amigas. Dejó de temblar, de echar humo y lava, y los animales marinos ya no le tenían miedo.

Pero… ¡cuidado! Eso no significa que algún día Lavita se vuelva a enfadar, a estar triste o demasiado entusiasmado, y no consiga controlarse.

Y colorín colorado los temblores han acabado.