Yebra guio a Ewan por el pueblo, adentrándose en la oscuridad de la noche creciente mientras el fulgor rojizo de las montañas crecía más y más. Los habitantes siseaban y se apartaban de su camino, alejándose del bastón que el norteño mantenía en alto con esfuerzo.
«Estoy al límite de mis fuerzas», pensó para sí mientras intentaba mantener la espalda erguida.
Cada paso que daba le pesaba como una roca y los ojos se le cerraban sintiendo la necesidad de descansar. «Lo que sea que es este sitio me está matando. Tengo que salir de aquí cuanto antes».
A diferencia de él, Yebra caminaba con una gracilidad y energía que la noche anterior no tenía, avanzando con decisión hacia los diferentes vagabundos que se iban encontrando por el pueblo, que se encontraban en un estado muy parecido al de Ewan.
—Los está devorando. Lleva siglos haciéndolo —explicó la joven—, pero yo puedo ayudarles, y tú puedes guiarlos a través de la montaña. Él te guiará
Ewan pensó que se refería a su viejo bastón, pero Yebra miraba el cielo, no a la vara.
Cada vez que se encontraba a uno de ellos, les tocaba en la frente y estos se levantaban para seguirlos, confusos y nerviosos, con el mismo caminar pesado de Ewan, murmurando por lo bajo cosas incomprensibles.
«Supongo que ella está bien porque es del Pueblo Huido. Su longevidad y fuerza es diferente a la del resto de humanos. El último pueblo con la Antigua Magia, el pueblo oculto», pensó para sí Ewan. Había muchas leyendas sobre los poderes y la magia de esos humanos que decidieron esconderse del mundo. Ya le preguntaría a Yebra sobre ellas cuando consiguieran salir de allí. Tenían que lograrlo.
Tras recorrer todo el pueblo, llegaron hasta el último de los vagabundos: se trataba de aquel loco llamado Josman que había rechazado la comida de Ewan. Este estaba ya de pie, y se le veía descansado. Una sonrisa plácida iluminaba su pálido rostro, alumbrado por el fulgor de la montaña y la luz del bastón.
—¡Hola! Bienvenidos a Kolwa —exclamó afablemente.
Ewan avanzó hacia él, pensando que simplemente estaba delirando, pero Yebra lo detuvo con un gesto de su mano.
—Atrás —su voz estaba quebrada por la pena—. Se ha perdido durante el día de hoy. Ya es de la montaña.
El norteño parpadeó, confuso, y acercó más el bastón a Josman. La luz reveló unos ojos en blanco sin ningún tipo de color, con la piel llena de gruesas venas rojas. Su boca estaba apretada en una extraña sonrisa rígida que enseñaba unos dientes entre los que caía al suelo una espesa baba.
—Tienes que estar siempre alerta, Ewan —advirtió Yebra—. Este lugar juega con vuestras mentes, disfraza la realidad, oculta a los monstruos hasta que te conviertes en uno de ellos.
Ewan asintió y se apartó de Josman. Se giró con desconfianza hacia el lamentable grupo de vagabundos. Apenas se tenían en pie entre el cansancio y el bamboleo de los tablones. —¿Cómo sabes que ellos son reales?
La pequeña mujer se situó a su lado y susurró con ternura mirando a los hombres que los seguían:
—Porque llevo tiempo cuidándolos, protegiéndolos, y la fatiga, el cansancio, es cosa de los vivos.
Ewan la observó de reojo, allí a su lado, con el sucio atuendo gris y el revoltoso pelo castaño cayendo en cascada sobre sus hombros. En su mente afloró el recuerdo de ese cadáver tendido en el suelo de una diminuta casa del pueblo. La casa donde no le habían dejado entrar los kolwerii.
—Yebra, tú…
—Venga —lo cortó, tajante—. Ya están todos los que tienen oportunidades de salir de aquí. No tenemos tiempo. Sabe que nos queremos ir y cada vez será más agresiva.
Avanzó hacia los vagabundos y estos la dejaron pasar, quitándole la oportunidad a Ewan de hacer su temible y triste pregunta.
Los habitantes del pueblo cada vez rondaban más cerca de los hombres que huían, pero cuando Ewan acercaba el bastón a uno de ellos, siseaban y gemían como bestias furiosas. Algunos parecían normales, pero al fijarse con atención se veían los mismos rasgos que en Josman, con esos ojos en blanco y gruesas venas por todo el cuerpo.
La oscuridad crecía más y más, lo que acentuaba el tenebroso brillo de la montaña y de las algas y plantas que volvían a las grietas para reclamar su alimento.
—¡No os acerquéis a la vegetación! —chilló Yebra, asustada.
Ewan lo entendió por fin. Las algas, las plantas y su brillo enfermizo: de su cuerpo y del de los demás vagabundos brotaban finas líneas que parecían vapor, una especie de humo que fluía ininterrumpidamente hacia las plantas. Del propio Ewan salía muchísimo de ese vaho, pero el bastón parecía ralentizar la velocidad con la que los hilillos escapaban de su cuerpo. Aún tenía bastante energía, pero había algunos vagabundos de los que apenas salía nada ya. Un par de ellos se quedaron inmóviles entre las cuerdas, convertidos para siempre en habitantes de la montaña.
—¡Seguid avanzando! ¡Se ha dado cuenta! —exclamó Yebra, mirando consternada a los vagabundos que se quedaban atrás.
La pequeña mujer iba una y otra vez del principio al final de la fila de fatigados hombres, incansable y ágil entre el laberinto de tablas y cuerdas.
Ewan no pudo evitar fijarse en su figura, pues de ella no brotaba vapor. De vez en cuando el viento soplaba animándole a seguir, refrescando el ambiente caldeado y termal del pueblo durante la noche, cortando los hilos de humo que salían de él hacia las plantas. Cuando esto sucedía le parecía a Yebra mirando hacia él de reojo y asintiendo para sí.
«Me estoy imaginando demasiadas cosas. Tengo que salir de aquí de una vez».
La penosa procesión avanzaba cada vez más lenta, aunque sin descanso, hacia la entrada del pueblo; mientras las plantas brillaban con más fuerza y los kolwerii se arremolinaban a sus espaldas, siseando furiosos. Tras un tiempo que pareció una eternidad, llegaron a las casas abandonadas de la orilla y desde sus tejados bajaron al pedregoso terreno. Caminaron lo más rápido posible hacia la entrada del pueblo, hacia la destartalada muralla que Ewan había atravesado por primera vez el día anterior.
Allí, bloqueando el portal cerrado con sus lanzas cruzadas, Pip y Tet aguardaban, con gestos serios y sombríos.
Ewan se frenó en seco y alzó los brazos a los lados para detener a los vagabundos. En su mente se sucedieron las imágenes de Tet y Pip ayudando a construir el pueblo. Tet y Pip tirando cadáveres al lago. Tet y Pip rogando por la muerte.
Los guardias se acercaron al norteño lentamente, con las lanzas alzadas, apuntando al grupo que huía, apuntando a Ewan.
—Lo siento, chico —dijo el larguirucho Tet—. Es nuestra función. Somos el cebo de este lugar.
—Ewan, si te dejas llevar será mucho mejor, —continuó Pip, animado—¡podrías vivir aquí para siempre! ¡Ser inmortal!
Como respuesta, el viajero alzó su bastón. No tenía miedo de esos dos traicioneros manipuladores. Solo sentía ira. Pese al cansancio, se irguió cuan alto era, orgulloso.
—Me mentisteis. Me engañasteis, engendros.
—¡Somos el cebo de la montaña, muchacho! —repitió Tet—. Nos ata, nos da forma y cuerpo, nos hace más vivos que el resto de kolwerii; pero no podemos morir, no podemos sentir, no podemos unirnos a los nuestros. Y lo aceptamos de buen grado mientras ellos puedan estar en paz. Tus palabras vacías no significan nada.
Nuestro sacrificio es más grande que cualquier cosa.
Detrás de Ewan, la cantarina risa de Yebra sonó como un trino.
—¿Sacrificio? Condenasteis a vuestro pueblo, y ni siquiera saciasteis el hambre de esta tierra maldita —sacudió la cabeza, apenada—. Durante años he protegido a los pobres desventurados que acababan aquí, y todo por vuestra culpa. Vuestros actos no son nobles, ni honrados. Sois unos cobardes que en el pasado decidisteis huir a luchar en las guerras, y ahora este es vuestro castigo.
Pip entrecerró los ojos y sonrió con malicia:
—Tiene gracia que alguien del Pueblo Huido diga eso. Oh, no pongas cara de sorpresa. Hace años que te dejamos pasar pensando que eras una pobre oveja descarriada más, hasta que nos dimos cuenta de que te habías colado como una serpiente en un nido, cortando los flujos con la montaña, racionando su alimentación —miró más allá del grupo, hacia el pueblo, y se estremeció—. Ahora su apetito es voraz. Aunque tú no tienes por qué preocuparte. Ya eres parte de ella. Yebra alzó la cabeza, orgullosa.
—Yo soy del firmamento y las estrellas, y no pienso quedarme aquí, gusano. Sabes muy poco del Pueblo Huido para decir esas tonterías.
Los guardias hicieron caso omiso a sus palabras y avanzaron con las lanzas apuntando hacia Ewan, que alzó el bastón a su vez.
—Ni lo intentes, muchacho —dijo Tet—. Las armas de los vivos no funcionan en este lugar.
El norteño no bajó el bastón, mirando fijamente a los dos guardias. El silencio era sepulcral, interrumpido ocasionalmente por los quejidos y siseos de la gente del pueblo, ahora cubierto por una misteriosa neblina roja que avanzaba poco a poco hacia la orilla, hacia el techo de árboles donde se encontraba la entrada al lago.
—Ewan, tenemos que salir de aquí. Ya. —advirtió Yebra, observando inquieta la bruma que se acercaba.
Ewan asintió y aferró el bastón con más fuerza, listo para enfrentarse a los guardias.
Pip suspiró:
—Bien, tú lo has querido. La magia de este tiempo no funciona aquí. Ese palo no es más que una baratija. Te ayudó a llegar con vida por senderos olvidados, pero no te ayudará a salir.
El viento sopló con fuerza y Ewan se movió con él, dando la espalda a Pip, deteniendo la afilada punta de lanza de Tet, que se había deslizado tras él como una sombra. El arma se rompió en mil pedazos al chocar con la madera de Ewan, que brillaba ahora como un metal incandescente.
—La magia de estos tiempos es débil, pero en el norte la Antigua permanece —sentenció Ewan, sorprendido por la firmeza de su voz. Sabía que su bastón era una reliquia familiar poderosa, pero hasta ese momento no se había creído lo que su abuelo le contaba sobre ella y su poder.
Los dos guardias retrocedieron hacia la muralla, asustados:
—¡La Antigua Magia! ¡Ha vuelto! —gritaba Tet, mirando aturdido los pedazos rotos de su lanza.
Pip también estaba asombrado, pero observaba con ojos calculadores al norteño, evaluándolo:
—No has llegado aquí con vida únicamente por el bastón… maldito Hablavientos.
Tet alzó la vista, nervioso, murmurando para sí mismo.
—Hablavientos, claro, claro. Por eso su fuerza, Hablavientos, Hablavientos.
Ewan no entendía lo que decían, pero ya no podía más. Quería gritar y llorar. Desde que había llegado a ese sitio todo habían sido problemas y complicaciones, y a cada minuto que pasaba notaba que se le escapaba la vida poco a poco, saliendo de su cuerpo a través de esos hilillos con los que se alimentaba la montaña.
En un último y desesperado intento de hacer entrar en razón a los guardias, tiró el bastón a un lado, se inclinó hacia delante y se agachó, suplicando
Por favor. Dejadnos salir.
Una suave brisa avanzó suavemente con su movimiento y tocó a los soldados, que abrieron los ojos con asombro: ese soplo de aire fresco había penetrado en sus corazones, librándolos durante unos instantes de las ataduras del valle.
Los vagabundos se arremolinaron alrededor de Yebra y el norteño, asustados. El viajero echó un rápido vistazo a sus espaldas y se estremeció.
—La montaña te ha descubierto, Ewan. —dijo Yebra con un hilo de voz.
La bruma roja avanzaba ahora a gran velocidad, cubriendo todo el lago y a todo el pueblo, y los aullidos y quejidos que se escuchaban en su interior helaban la sangre.
Tras Pip y Tet la montaña se alzaba, oscura y silenciosa con sus sombríos pinos y escarpadas laderas esperando, solemnes.
Los guardias se miraron entre sí durante un tiempo que a Ewan le pareció eterno.
Finalmente, asintieron y tiraron las lanzas al suelo.
Ambos hicieron el gesto de respeto que Ewan les había hecho al conocerse, y lentamente, comenzaron a diluirse en la oscuridad.
Tienes que darte prisa. Ha detectado tu poder—comentó Tet mientras desaparecían en las sombras.
Tras estas palabras, los guardias se hicieron totalmente invisibles en la oscuridad, y las puertas que llevaban siglos guardando se abrieron con un siniestro crujido sin que nadie las moviese, dejando salir a los vivos de Kolwa por primera vez desde que se anclaran a ese lugar maldito.
Cap.7
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