Ewan asintió y tomó aire. Estaba aterrado, pero tenía que hacerlo. Tosió de nuevo con violencia y se adentró en el entramado, avanzando hacia el agua y las cuerdas, alzando una mano sin mirar atrás, despidiéndose de los guardias. Su cansancio era tan evidente que comenzó a apoyarse en el bastón a cada paso que daba, caminando con paso inseguro, lentamente, directo hacia el corazón de Kolwa
No había duda de que los lugareños eran nocturnos, pues, como el día anterior, no se cruzó con un alma. Toda la aldea estaba desierta. El silencio era sepulcral, solemne. El viento helado soplaba a su alrededor, meciendo todo el pueblo, intentando tirarle al agua.
Caminó por los tablones, cada vez más agotado. Veía sombras en el límite de su visión, figuras macabras, deformes. Personas esqueléticas que alzaban los brazos en dirección hacia él con unos brazos acabados en garras de bestia. Escuchaba sus gruñidos, su sed de sangre, sentía que a cada paso que daba ese cerco de criaturas iracundas y odiosas se cerraba más y más en torno a él.
Cerró los ojos con fuerza intentando apartar los delirios de su fatigada mente.
«Huye. Sal de aquí», volvió a decir esa extraña voz.
Ewan maldijo por lo bajo. ¿Desde cuándo sus pensamientos sonaban con una voz distinta a la suya?
—YEBRA —gritó a todo pulmón—. YEBRA, SAL. MALDITA SEA.
El viento volvió a soplar con fuerza y Ewan continuó caminando con paso inestable, las piernas temblorosas y un sudor frío que le recorría todo el cuerpo. Llegó a la barandilla circular donde se encontraban el mirador de las algas rojizas. En el extremo más alejado, una figura diminuta y andrajosa lo saludó.
—Hola, Ewan —dijo Yebra, observándole con curiosidad. Parecía estudiar el lamentable estado del viajero—. Necesito que me ayudes a encontrar al resto de vagabundos.
Se acercó a él y Ewan la miró de arriba a abajo, incrédulo. La muchacha que ahora estaba ante él distaba mucho de la persona con la que había hablado la noche anterior. Yebra había recuperado el color de la cara, y se la veía con una energía y vitalidad totalmente nuevas. De hecho, ahora se movía por las cuerdas con la agilidad de los kolwerii.
Ewan la apuntó con el bastón, agotado y con los hombros caídos, furioso.
—No te voy a ayudar, espectro —exhaló, jadeando—. Devuélveme. Mi. Energía.
—¿Perdona? —preguntó ella echándose una mano al pecho, indignada.
—He hablado con los aldeanos, Yebra. Conozco tu naturaleza, sé que atormentas a esta pobre gente. Devuélveme mi vitalidad y déjalos en paz.
Su bastón comenzó a emitir un peligroso brillo anaranjado en la punta.
—Aún puedes verlos… sangre del norte. —Los labios de Yebra cayeron hacia abajo y casi hizo un puchero. Parecía a punto de romper a llorar—. Tu falta de energía no depende de mí, Ewan de Más Allá. Pero aún puedes ayudarme a salvaros, a ti y a ellos. Confía en mí. Por favor.
Ewan titubeó. Quería creer a esa chiquilla.
Percibía honestidad en sus palabras, pero Pip y Tet le habían dicho lo que era. Sin embargo, al mirar sus enormes ojos castaños, sentía un entendimiento que conocía de sobra, un intercambio de miradas que había aprendido a reconocer y a lo largo de sus años de viaje desde el norte: la mirada de la amistad, de la confianza entre iguales.
Algo le susurraba que tenía razón. Pero, por otro lado, le estaba drenando la energía, ¡lo estaba matando! No podía volver a dejarse engañar. Si era como Pip y Tet decían, cuando él muriera el espectro podría volver a atormentar a todo el pueblo, aunque esto último tampoco le importase demasiado. Tenía que encargarse de sí mismo primero. ¿Qué hacer? ¿A quién creer?
Cayó sobre los tablones, totalmente vencido por el cansancio. Una brisa fresca le reanimó lo justo para no cerrar los ojos.
«Confía en ella».
«Confía».
«Confía».
—¡Ya está bien! —gritó con rabia, agarrándose la cabeza—. Bien. ¡Bien! ¡Lo haré!
Yebra continuaba a su lado, grácil y elegante pese a los andrajos, hermosa y delicada. Ladeó la cabeza, observando la conversación del viajero consigo mismo.
Ewan se incorporó con dificultad y miró con los ojos entrecerrados a la muchacha. Se fiaba de su palabra. Era difícil engañar a la gente del norte, y si ella era capaz de algo así, huiría lo más rápido posible, dejando a todos atrás.
—Te ayudaré a encontrar a los vagabundos —Yebra sonrió y dio un saltito de alegría, pero Ewan no había acabado—. No te emociones. Antes vas a contarme, por todos los dioses, qué me está ocurriendo y qué pasa en este sitio.
El rostro de la muchacha se ensombreció.
—Si lo hago, te absorberá con más velocidad. Aún no sabe que puedes escapar, que te estoy ayudando.
Ewan no entendió ni una palabra. La apuntó con el bastón, que volvió a brillar.
—Dime la verdad. Ya. O no hay trato.
Yebra lo observó con detenimiento. Parecía sopesar algo que él desconocía, con un debate interno que se reflejaba en la angustia de su cara. Finalmente, asintió con solemnidad y su rostro se relajó.
—Prepárate, Ewan de Más Allá. Una vez termine la historia, se te levantará el velo de este lugar.
Le diminuta mujer se acercó a él y extendió el dedo índice de la mano izquierda hacia su frente antes de que el atemorizado Ewan tuviera tiempo a retroceder. No sintió el tacto de su piel, tan solo un leve calambrazo en la cabeza.
Parpadeó, sorprendido. Yebra había desaparecido, las sombras también. Se encontraba de vuelta en el camino tras la cascada, justo antes de la entrada del pueblo. Avanzó de nuevo hacia la orilla seguido por el ruido atronador del agua y el rumor de algo más allá.
Cuando salió de la cascada se encontró con un paisaje diferente al del Kolwa que conocía: las murallas habían desaparecido, y el entramado de cuerdas y madera se había reducido a apenas unas cuantas que cruzaban precariamente el lago.
En la orilla, muchísimas personas trabajaban y se esforzaban. Unas cortaban madera de los árboles de la montaña, otros avanzaban con cautela sobre las cuerdas, pescando e instalando tablones. Ewan caminó entre ellos, asombrado.
«Debe de ser un sueño. Me habré dormido en la orilla del cansancio. Seguro que es eso», pensó con temor.
Las casas de la orilla resplandecían con el sol de la mañana, hechas de fuerte piedra, cuadradas y sólidas. Parecían recién hechas, pese a que Ewan las recordaba viejas y destartaladas. Muchos aldeanos se amontonaban alrededor de ellas, esperando su turno para subir al tejado y seguir colocando cuerdas y tablones sobre el lago.
Dos soldados se alzaban en el tejado de una de las casas más grandes, ayudando a subir a la gente y dirigiendo las construcciones y tareas: eran Pip y Tet.
Ewan los saludó, aliviado al ver a alguien conocido en sus alucinaciones, pero ellos no parecieron verlo. Intentó abrirse paso entre la gente para acercarse y estos de deshicieron como niebla a medida que avanzaba.
«Un sueño, sin duda».
Subió al tejado y se acercó a los soldados. Tet murmuraba entre dientes, apenado:
—Maldita guerra… estamos condenados. Mira sus caras, sus cuerpos. Ya no hay
vuelta atrás.
Ewan observó a los aldeanos y se sorprendió al no haber reparado en ello antes. Todos tenían la cara pálida y ojerosa, caminaban con los hombros caídos y ojos cansados. Pese a la cantidad de mujeres, hombres y niños que había, apenas hablaban entre sí, y el único murmullo que se escuchaba era el del monótono movimiento de sus cuerpos al trabajar sobre las cuerdas y la orilla.
—No sabíamos qué era esta montaña… mientras no se den cuenta podrán tener una vida. Tenemos que hacer que sigan moviéndose —dijo Pip, con la misma cara de pena que su compañero.
Ambos se veían igual de derrotados que el resto, pero por algún motivo, ellos parecían más sólidos y enérgicos.
—¿Cuántos crees que han muerto ya? —preguntó Tet.
Ewan dio un respingo. ¿Muertos? Allí no había ningún cadáver.
—Por lo menos la mitad —respondió Pip, llevándose una mano a la barbilla—. Quizá más.
Dejaron de hablar y ayudaron a subir a un nuevo grupo de trabajadores que se dirigía al lago con más cuerdas y madera. Arengaron y dieron ánimos, apretaron manos. Uno de ellos se les acercó con paso renqueante y les ofreció un poco de pan con queso.
—Gracias por sacarnos del infierno de la guerra. En este lugar podremos vivir en paz.
Pip y Tet asintieron y sonrieron. Cuando el trabajador se fue entre las cuerdas, sus sonrisas se tornaron amargas.
—Mejor esto que Las Guerras Desavenentes —susurró Pip, rascándose la poblada barba—. Vamos. Tienen que mantenerse entretenidos.
«¡Las Guerras Desavenentes! Imposible. Hace mil años de eso»., pensó Ewan.
Ambos avanzaron hacia las aguas y Ewan trató de seguirlos, pero con el primer paso que dio hacia ellos, la oscuridad creció y un torbellino verde lo envolvió. Cerró los ojos, sintiendo el viento aullar con furia a su alrededor. Cuando los abrió, se encontraba en la pasarela de madera que rodeaba las algas kolwerii. A su alrededor, el entramado de cuerdas y madera había crecido, parecía haber avanzado meses en el tiempo desde la primera escena del sueño; pero las estructuras no eran tan vastas ni extensas, ni había tantos niveles como Ewan recordaba. Era de noche y el característico brillo rojizo de las algas, ocultas tras las grietas de la montaña, iluminaba levemente el entorno. En la parte opuesta de la pasarela, el larguirucho Pip se arrodillaba, acunando el cadáver de un crío pálido como la nieve. A su alrededor la gente paseaba y charlaba, indiferente al soldado, que con toda la fuerza de sus pulmones y lágrimas en los ojos exhaló un grito desgarrador, mirando hacia la sombría e imponente montaña.
—¿PORQUÉ NO NOS LLEVAS? DIOSES, ¿QUÉ MÁS QUIERES?
Los lugareños parecían ignorar al soldado y únicamente giraron las cabezas hacia él cuando Pip tiró el cadáver hacia las profundas aguas del lago.
Tet apareció de la nada y posó una mano en su hombro. Pese a la distancia, Ewan escuchó sus palabras como si estuviera a su lado.
—Solo quedamos nosotros, pero sigue hambrienta.
—Somos su cebo —dijo Tet, derrotado.
—Para siempre —sollozó Pip—, para siempre…
El viento volvió a soplar, y antes de que Ewan pudiera moverse o hacer algo, se vio en una nueva escena. Esta vez parecía el Kolwa que conocía. Era de día, y se encontraba sentado en uno de los niveles inferiores del poblado, muy cerca del muro donde se había apoyado para comer. Se levantó y comenzó a correr y a subir por las cuerdas y pasarelas, angustiado.
«Despierta de una vez. Despierta. Despierta».
Se detuvo cuando llegó a la casa donde los aldeanos le habían rodeado e instado a irse. Esta vez pudo entrar en la casa. Pese a estar soñando, era muy extraño entrar en un hogar que se bamboleaba y se movía a merced del viento, liviano como una pluma. Tenía dos habitaciones. La primera con un taburete pegado a una ventana desde donde se veía la orilla. Allí, Ewan contempló con un escalofrío una escena que conocía de sobra. Se vio a él mismo paseando delante de Pip y Tet, recogiendo muestras de roca y escribiendo notas, intentando cartografiar el lago. Era lo que había hecho esa mañana, pero desde la perspectiva de otra persona. Desde ahí, veía a los dos soldados con semblante sombrío y amenazador, observándole ceñudamente mientras él se agachaba para recoger piedras, arena y algas.
Ewan sacudió la cabeza, confuso, y decidió ir a la otra habitación.
En ella, había un cadáver diminuto boca abajo, vestido con harapos grises. Quiso salir de allí, alejarse lo máximo posible, pero sus piernas se movieron solas y se descubrió volteando la pequeña figura.
Yebra miraba sin ver, muerta. Con enormes ojeras, la piel blanca y los labios amoratados por el frío. Sonreía. Ewan ahogó un grito y salió corriendo de allí. Al traspasar el umbral, la negrura lo envolvió de nuevo y el sueño terminó.
Ewan cayó hacia atrás, aferrándose con fuerza a una de las miles de cuerdas que formaban el entramado del pueblo mientras el tablón donde estaba se sacudía con violencia por su repentina caída. ¿Qué demonios había sido eso? Se arrastró por las escalas, alejándose de Yebra.
«Estoy demasiado cansado», pensó mientras su cabeza comenzaba a atar cabos e intentaba
huir.
– Ewan…–susurró la chiquilla. Su rostro estaba contraído por la pena.
En la mente del viajero las conexiones se sucedían a toda velocidad, uniendo imágenes, momentos y explicaciones a la locura que acababa de ver. Una locura que no quería creer.
Pip y Tet.
Los aldeanos.
Yebra tendida en el suelo.
—Ewan —repitió Yebra, más seria—. Si no me crees a mí, cree en tu olfato.
El norteño detuvo su arrastre, extrañado por sus palabras, y decidió inspirar. Abrió los ojos, horrorizado. Tendría que haberse dado cuenta antes. Mucho antes.
Sentía su olor, sentía su sudor, el olor de su capa y de la comida que llevaba en los bolsillos.
Aparte de eso, nada. La ausencia total y más impactante de olor de su vida. Había ido a miles de pueblos y ciudades, viajado por medio mundo y conocido a gente extrañísima. Sabía de sobra que los lugares olían. A humo, a comida, a gente, a animales. Bien, mal, regular, pero la civilización olía. La humanidad olía.
Los vivos olían.
Kolwa no olía a nada.
Cuando lo entendió, el velo que ocultaba la verdad se abrió ante él. Fue como despertar poco a poco de un sueño, uno mucho más profundo que el que Yebra le había mostrado: la montaña que rodeaba el lago comenzó a brillar levemente, palpitando con un color rojo enfermizo. Miles de susurros atravesaron sus oídos, susurros cargados de odio, de pena, de ira. A lo lejos, los habitantes del pueblo caminaban con los ojos apagados y los cuerpos blancos y lánguidos, deambulando sin rumbo, chocando entre ellos, contra las paredes, levitando sobre las tablas y cuerdas de forma antinatural, apenas apreciable para el ojo humano. De vez en cuando clavaban los ojos en él y se abrían de par en par, sedientos, hambrientos.
—Yebra… ¿qué es este lugar? —preguntó con voz trémula.
La mujer contempló a su amigo encogido, temblando y fatigado. Se agachó junto a él, evitando tocarlo, y le contó una historia. No la que le había contado la noche anterior, sino su historia en Kolwa. Se puso frente a él para que la mirara a los ojos, para hacerle reaccionar. El norteño tenía unos ojos grises increíbles, casi plateados.
—Yo nací mucho después de Las Guerras Desavenentes —comenzó Yebra—, pero aún estaban recientes en la memoria de mi pueblo, y mucho aprendimos de ellas.
«Como sabes, Erindor se ocultó al mundo durante esas guerras, la guerra de dioses, cuando La Fuente se estancó y El Poder dejó de manar hacia Aramion. Nos refugiamos con muchos hechizos, palabras y trampas que aún siguen vigentes ahora. Estaba y está prohibido salir de Erindor. Además, desde el lugar que escogimos para vivir teníamos todo lo que necesitábamos: agua, alimento y el cielo abierto para contemplar las estrellas.
La mayoría del pueblo rechazaba enérgicamente el contacto con el exterior, pero yo, y sospecho que muchos otros, deseábamos abrir las fronteras. Desde pequeña siempre he tenido la necesidad y las ganas de ayudar a quienes más lo necesitaban, pues mientras nosotros vivíamos con tranquilidad, el resto del continente se partía con violencia por la pérdida de la Antigua Magia.
De vez en cuando llegaban noticias del exterior que los mayores captaban: olores de humo y sangre en los vientos, voces entre las hojas de los árboles, temblores en la tierra. Escuchar la naturaleza es una capacidad propia del Pueblo Huido, y ni siquiera yo la domino, así que poco puedo explicarte sobre ello. Lo que sí que puedo decirte es que por entonces era una muchacha inquieta e inconforme con la paz y serenidad del pueblo mientras Aramion sufría, así que, tras años y años de discusiones con mis mayores sobre la necesidad de volver a mostrarnos al mundo, decidí huir.
Levanté los hechizos, sorteé las trampas y esquivé las palabras que aislaban nuestra tierra, y feliz de sentirme libre, comencé a caminar por el mundo exterior, pese a dejar atrás a mi querido pueblo.
Durante un tiempo anduve de aquí para allá, ayudando a refugiados de la guerra que veía por los caminos o a gente sin hogar de las ciudades de los reinos. Unos reinos que desde lo que nosotros llamamos La Reclusión habían cambiado, crecido y menguado.
Fue así como me encontré con un vagabundo que me habló de un valle en la frontera con Lo Desconocido, de unas montañas en las que había perdido a su Compañera de Vida, que se había adentrado en los oscuros pinos de las montañas como hechizada mientras él la llamaba a gritos, temeroso de la oscuridad de la zona.
Así pues, me decidí a ayudarle, y viajé junto a él durante varios días hacia el oeste, donde estaba el supuesto valle. Nada más llegar a una de las laderas de las montañas y ver el lago lo sentí: un frío helado recorrió mi cuerpo, las fuerzas me abandonaron y caí de rodillas. Ahí había algo que escapaba a mi percepción, más antiguo que Erindor, más maligno que el peor horror de las guerras.
Me levanté para decirle al vagabundo que huyera, que no había nada que hacer en ese lugar maldito, pero no me escuchó, y hechizado por la montaña, lo vi desaparecer en el pinar caminando lentamente hacia el lago, donde un extraño pueblo flotaba sobre las aguas.
Tragué saliva y reuní coraje para avanzar, segura de mis poderes y mi capacidad de luchar contra el mal que allí había, empujada por mi afán de ayudar a los demás. ¿Me arrepiento de mi decisión? No, creo que no: tras bajar al lago y saludar a los guardias del pueblo maldito, descubrí a muchas personas vivas entre los muertos. Vagabundos y desventurados que habían acabado allí atraídos por la influencia de la montaña. Personas sin patria ni hogar, como las que llevaba deseando cuidar desde que era niña, así que me prometí mantenerlos con vida, aunque me costase la mía propia.
Los primeros días fueron difíciles. No entendía la naturaleza del lugar, su maldad, su gula. En muchos momentos de apuro estuve tentada de huir, pero poco a poco aprendí a ocultarme de las criaturas, a alimentarme de las pocas cosas orgánicas que había en el valle y a escuchar los sonidos de la montaña maldita, siempre insaciable, siempre iracunda, pues yo le quitaba presas con mis poderes, protegiendo a los vagabundos que habían caído en sus garras y previniendo y ayudando a los errantes que llegaban al lugar atraídos por el hechizo del valle, volviéndola a ella más y más hambrienta.
Los días se convirtieron en semanas, en meses, en años, hasta que asumí que ya jamás saldría de Kolwa, y muy poco a poco las fuerzas y el poder de mi pueblo me abandonaron por el influjo de la montaña, hasta que solo pude proteger a unos pocos. Así me mantuve hasta que llegaste tú, tan enérgico, tan curioso. Y volví a creer en que los que quedaban vivos tenían una oportunidad de huir».
—Ya has visto otros fenómenos sobrenaturales, Ewan –susurró Yebra al acabar su
historia—. Tienes que creerme.
El viajero se estremeció ante la mirada de Yebra. Sus enormes ojos castaños le analizaban atentamente. Demasiada información. Todo era demasiado abrumador. Consiguió hablar:
—No así… no así. Esto es demasiado grande. No tiene sentido.
El norteño se mecía hacia delante y hacia atrás, girando la cabeza y lanzando rápidas ojeadas hacia las casas y los aldeanos.
«Está viendo el pueblo por primera vez, en cierto sentido», pensó Yebra. Se sorprendió al comprobar que en las pupilas de Ewan había algo más fuerte que el miedo: la curiosidad, el ansia de saber más.
—Es algo más antiguo que tú y que yo —explicó la muchacha—, algo que ya estaba aquí en los inicios del mundo. No se ha desvelado el misterio aún, y nosotros no lo haremos.
Ewan volvió a clavar sus ojos en ella:
—No tiene explicación. No lo entiendo. Ojalá pudiera…
—Tampoco entiendes tu bastón, y sin embargo lo usas —le cortó Yebra.
El norteño dio un respingo:
—¿Tú también lo sabes?
Yebra bufó, divertida.
—Soy del Pueblo Huido, jovencito. Reconocería la Antigua Magia en cualquier forma —se levantó, dejando que Ewan rumiara sus palabras—. Venga, arriba. Prometiste ayudarme con los vagabundos. No puedes quedarte ahí. ¿Qué hay de tus metas, de todo lo que te queda por ver, por visitar, por escribir?
La mención de la promesa hizo reaccionar a Ewan, que cerró con los ojos con fuerza y asintió para sí.
«No solemos ayudar a la gente si no nos conviene, pero tampoco somos monstruos, Ewan. No lo olvides», las palabras de su abuelo resonaron con fuerza en su mente.
No podía engañarse a sí mismo. Poco le importaban los vagabundos, pero la amistad con
Yebra y la necesidad que sentía de ayudar a esa chiquilla lo ataban. Lo había prometido. Los norteños no incumplen un juramento, por muy duro que sea. Seguir ese camino suele acabar mal, pero así lo habían educado. Así era él.
Las imágenes de su familia en el día de su partida de Thalesse volvieron. Sus padres, las garras de su abuelo sobre sus hombros y su arrugada frente tocando la suya. Sus palabras, duras, frías y pesadas como losas.
Tenía que salir de allí y cumplir lo prometido. Ver todo el mundo, recabar conocimientos y toda la información posible. Volver y contarlo. Encontrar el camino de regreso al mar, por muy lejos que estuviera de él.
Para eso, también tenía que cumplir con Yebra. Aunque estuviese muerto de miedo y la realidad de ese lugar escapase a su entendimiento, aunque no le quedase un ápice de fuerzas en el cuerpo.
—Bien —dijo aún con los ojos cerrados mientras se levantaba—. Bien. Te ayudaré. Yebra sonrió con ternura. Los norteños y sus juramentos. Ese chiquillo era adorable.
—Te lo advierto —dijo Ewan con los ojos cerrados. Se sentía cansadísimo—, no estoy en mi mejor momento, pero haré lo que pueda.
Abrió los ojos, y Yebra los miró una vez más, fascinada: eran unos ojos grises, casi plateados, tremendamente fatigados, angustiados, pero ya sin dudas, inteligentísimos, que miraban todo con una voracidad similar a la de montaña, absorbiendo toda la información posible para sus libros, sus memorias. Saldría de allí. Tenía muchísimo que hacer.
Sacó el bastón de su espalda y se apoyó en él. La madera comenzó a brillar como un pequeño sol, con un fulgor anaranjado.
—Vamos —sentenció con determinación.
Cap.6
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