Entraron en el entramado de madera y Ewan los siguió con paso torpe y lento, apoyándose en el bastón, sorprendido por la inestabilidad y el bamboleo de los caminos y por la agilidad de los soldados que paseaban sin esfuerzo en la creciente oscuridad, caminando despreocupadamente con las lanzas a los hombros y comentando cosas sobre el pueblo a medida que se adentraban en el laberinto de tablas y cuerdas.
—Esta es mi casa —señaló Pip, indicando una humilde construcción de madera que se mecía con el viento.
Estaba sujeta por cientos de cuerdas salidas de todas las direcciones posibles que la sostenían sobre el lago, unas gruesas sogas que a su vez servían para abrir nuevos caminos y niveles por toda la superficie del agua.
—La mayoría las construimos así —continuó hablando el soldado—, atadas a las orillas y a las pasarelas más fuertes. Como ves, la madera que se obtiene de los árboles de la montaña es liviana y resistente. Es gracias a ella que conseguimos vivir aquí.
El viento volvió a soplar y casi tira a Ewan de los tablones al lago. Se sujetó a tiempo a una de las miles de cuerdas que sobrevolaban el agua. El soplido del aire volvió a morder su piel y comenzó a tiritar. Faltaba poco para la noche cerrada.
—¿Cómo aguantáis el frío? Tiene que ser duro vivir con esta humedad.
—Estás a punto de averiguarlo —respondió Tet, caminando delante de él a través del enmarañado pueblo—. Ya falta poco.
Ewan continuó su torpe caminar tras los soldados, acercándose más y más al centro del lago. Allí, la selva de cuerdas, madera y casas comenzó a menguar hasta llegar al centro; donde una pasarela circular con barandilla rodeaba las aguas, flotando sobre unas extrañas y brillante algas que despedían vapor caliente. Eran muchísimas. Se amontonaban unas encima de otras, algunas húmedas por el contacto con el agua, otras totalmente secas por llevar demasiado tiempo fuera del lago. Todas lucían ese característico color rojo que tanto le llamaba la atención. Ewan se aferró al pasamanos como si le fuera la vida en ello. A medida que se hacía la noche más oscura, las algas comenzaron a encogerse, retrayéndose en el agua, y Ewan sintió el cambio que esto provocaba en su misma piel: calor. El lago humeaba y bullía, expulsando hacia la superficie un cálido y reconfortante aire.
Por todo el pueblo pequeños puntos de luz como los que brillaban a lo lejos comenzaron a iluminar la aldea. Se trataba de faroles y antorchas que brillaban con ese mismo color rojizo.
—El interior de la montaña está caliente —explicó Tet ante el asombrado Ewan—. Las plantas kolwerii salen de la roca para alimentarse de la luz diurna y enfriarse, pero por la noche vuelven a sus grietas en la piedra, y brillan al recibir constantemente la luz del día y el ardor de la tierra por la noche. Con el movimiento, las grietas de los montes se abren y el calor fluye hacia fuera, elevando la temperatura.
—¿Esas plantas están por toda la montaña? —preguntó Ewan, señalando los brillantes puntos de luz rojiza en el horizonte.
—Así es, viajero. Pero solo aquí, en el centro del lago, hay tantas. Son nuestro recurso más valioso y tenemos que administrarlas con cuidado.
Ewan observó cómo más y más gente se acercaba al centro del lago. Había llegado al pueblo al atardecer, y apenas se había cruzado con un par de personas, pero ahora las cuerdas y escalas estaban abarrotadas de gente que danzaba sobre ellas con indiferencia. Unos críos jugaban entre las casas flotantes, escapando unos de otros a través del entramado de pasarelas, y los adultos paseaban y charlaban entre sí animados, yendo de un lado a otro con paso tranquilo y seguro. Pip hizo un ademán con la mano al ver la expresión de sorpresa de Ewan y se encogió de hombros:
—Los kolwerii somos un pueblo nocturno, como ves.
Tet también se acercó a Ewan. El viajero aún no se había acostumbrado a su presencia. Era raro encontrar gente tan alta como él.
—Tenemos que volver a la muralla, así que aquí nos despedimos. Puedes curiosear todo lo que quieras, nadie te molestará. Disfruta de Kolwa.
Ambos se alejaron en dirección a la orilla como si nada, con el pasmoso equilibrio del que Ewan carecía.
«Me caen bien», pensó aún sujeto a la barandilla.
Cap.3
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