El rapto

EL RAPTO
Nunca Doramas perdía de vista el horizonte donde quiera que se encontrara. Temeroso de lo que pudiera llegar por el mar, en cualquier lugar buscaba una atalaya para escudriñar la inmensidad marina que lo rodeaba. El mar era fuente de vida, pero también lo veía como una amenaza desde que siendo niño martirizara su mente el recuerdo de un hecho que lo persiguió toda la vida y marcó su carácter. Aunque no era muy frecuente, algunos barquichuelos tripulados por gentes de las vecinas islas de señorío ejercían también el pillaje en Canaria buscando ganado, frutas o maderas nobles. Los canarios solían evitar el enfrentamiento directo dejando que los intrusos se internaran tierra adentro, para cuando la ocasión fuera favorable sorprenderlos con una lluvia de piedras desde los riscales haciendo que emprendieran la huida dejando atrás ropajes y objetos que podían serles útiles.
Una tarde que arreció el mal tiempo, uno de aquellos barquichuelos encalló y se viró en la costa norte. Los náufragos en apuros fueron salvados por algunos nativos que observaron la escena y acudieron en su auxilio. Entre ellos estaban el padre y el abuelo de Doramas.
Otro barco que formaba parte de la flotilla vino al rescate y les obsequiaron con abalorios, telas y alguna herramienta. Tiferán, el padre de Doramas, insistió en que tenían que curar al capitán y a dos de sus hombres que estaban malheridos. En una cueva cercana les habilitó aposento y les suministró unas zaleas para recostarse, y provisiones para algunos días.
Tiferán tomó mucho empeño en curar a los heridos con hierbas medicinales, reposo y una buena alimentación, así que Doramas y su hermana mayor iban a diario a llevarles agua y todo lo que su padre les encomendaba.
Al cabo de una semana los heridos habían mejorado notablemente. Solo el capitán, que al principio parecía menos grave, se mostraba reacio a levantarse. Vista la recuperación, Tiferán distanció sus visitas y uno de esos días mandó a Doramas y a su hermana a llevarles agua. Cuando llegaron a la cueva, dejaron los bernegales y en el momento de marcharse, los hombres se abalanzaron sobre ellos. El capitán, supuestamente el más enfermo, milagrosamente fue el más rápido y ágil y entre dos cogieron a la muchacha en volandas y se adentraron con ella en el mar, mientras el otro trató de inmovilizar a Doramas, que se revolvía ante los lamentos de su hermana.
Inútil resistencia. Pronto una barca a remos se acercó a la orilla. Cuando los raptores y la joven estuvieron en su interior, el otro dejó libre al chico y se dio a la fuga. Impotente, Doramas lanzó los callaos que tenía en la mano abriéndole una brecha en la cabeza cuando, a nado, estaba a punto de alcanzar la barca.
Los llantos y chillidos quedaron ahogados por el rumor de las olas. Con el mar como telón de fondo se consumó la tragedia. Jamás volvería a ver a su hermana.
Impactado por el dolor y el sufrimiento que aquella amarga traición causó a su familia, en su alma ya no tuvo cabida el perdón.


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