—¿Este eres tú? ¿Francisco? —pregunté, aunque estaba bastante seguro de la respuesta. Pude escuchar una aspiración especialmente profunda que vino de él tras mencionar el nombre, como con necesidad. Pero pronto comprendí que lograr que saliera de la casa no iba a ser tan simple como recordarle su identidad. Al fin y al cabo, si me había guiado hasta el almacén, eso significaba que debía saber dónde estaba y, por tanto, quién era, aunque no estuviera seguro de qué tanto de su propia vida recordaba. Y aunque no terminaba de entender el motivo de su espeluznante forma ni de la humedad que dejaba cuando se arrastraba, algo me decía que esa ambigüedad negra y amorfa que conformaba su cuerpo era una especie de recordatorio, el residuo de una conciencia a medio abandonar. Fuera lo que fuere, todo indicaba claramente que había un motivo por el que no podía irse en paz.
Mis ojos volvieron a dirigirse a la crónica, pero sobre todo a ese párrafo final, el que hablaba de la imposibilidad de ponerle nombre al asesino. Giré la cabeza para mirar otra vez al espectroEspectro Espectro: Aparición de una persona fallecida., que ahora se había desparramado en el otro extremo del sofá, como esperando a que le dijera lo que pensaba hacer.
—No vas a irte hasta que lo sepas, ¿verdad?
Francisco (ahora sabía que ese era su nombre) no respondió, pero dejó que su forma se asentara un poco más en el sofá, creando un derrame que se extendía hasta el suelo. Volví a mirar el periódico, esta vez haciendo cálculos. Seamos sensatos, ¿qué clase de loco habría accedido a satisfacer las peticiones de un fantasma que ni siquiera había pronunciado una palabra? ¿Qué tanta credibilidad podía tener un bicho sin forma propia, que se había aparecido de la nada en mi casa, como si hubiera estado esperando la oportunidad perfecta para pillarme a solas?
Sin embargo, una parte de mí se sentía conmovida. No solo por la cruel naturaleza de toda su situación, sino por el hecho de que podía ver, sentir y hasta oler el residuo de una persona que ya solo existía en mi plano, de una humanidad que le habían arrancado. ¿Había sido Francisco una buena persona? ¿Tenía hijos, familia, amigos? ¿Era un jefe cruel? ¿Se merecía morir? No lo sabía. Lo único que sabía con seguridad era que estaba a mi lado.
La manera desesperada en la que se había acercado a mí, probablemente por ser la primera vez que lograba contactar con alguien en más de sesenta años, me recordaba al motivo original por el que ahora me encontraba en esa casa: mi deseo de una metamorfosis, un cambio, un borrón que me ayudara a dejar atrás el oscuro y solitario abismo del que venía. Se había expuesto ante mí y me había revelado el horror de su muerte con la misma valentía con la que yo había decidido abandonar mi vida anterior.
Me quedé sentado unos minutos más hasta que por fin logré soltar un suspiro de determinación. Tras doblar cuidadosamente el periódico y dejarlo a un lado, cogí mis llaves de nuevo y me dirigí a la entrada, dispuesto a traer todas las pertenencias y materiales que había dejado en el coche. Sabía que, si quería recuperar mi casa y ayudar a ese hombre en el proceso, iba a tener que aferrarme a mi maldición involucrándome en un acertijo que me llevaba directamente a los brazos de la Parca. Pero, por primera vez en mucho tiempo, estaba dispuesto a indagar. Si había alguna posibilidad de darle paz a esa persona que había caminado por los pasillos que ahora yo recorría, dormido en la habitación que ahora yo habitaba y vivido bajo mi mismo techo, valía la pena cortar el problema de raíz. Y si yo podía encontrar una solución, un desenlace para esa historia que parecía haberse fusionado con la mía, tal vez yo hallaría mi propia paz, la que necesitaba para empezar de cero.
Cap.6
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