Un mes después de lo sucedido, decidí escaquearmeEscaquearme Escaquearme: Evadirme o ausentarme de un lugar o una responsabilidad. un poco de mis labores docentes de las tardes y acercarme una vez más a los cultivos de Paco. Y allí, en esa explanadaExplanada Explanada: Espacio abierto y despejado, generalmente pavimentado., volví a quedarme quieto, sin hacer un sonido, como rindiendo mi propio homenaje. Mi vida se sentía extrañamente vacía ahora que Jesús no estaba. No solo mi casa estaba vacía, sino que ahora no sabía con qué llenar mi mente. Ni siquiera el trabajo o mi reciente amistad con Begoña eran capaces de satisfacer ese algo, ese sentimiento inconclusoInconcluso Inconcluso: Que no ha sido terminado o completado.. Sabía que las cosas no eran igual que antes de llegar a Arucas, que algo dentro de mí había cambiado. Pero también sentía que algo fundamental, algo inherente, se me había escapado de entre los dedos como una lección que no había terminado de aprender.
Mientras me encontraba allí parado, perdido en estas reflexiones, escuché de repente un sonido de pasos que se acercaba cada vez más. «¿Jesús?». Me di la vuelta rápidamente para ver de quién se trataba. Pero cuando mis ojos se fijaron en la persona desconocida, me di cuenta de que no era nadie que conociera. La persona detrás de mí era una anciana vestida con un atuendoAtuendo Atuendo: Conjunto de ropa y complementos que se llevan puestos. especialmente refinadoRefinado Refinado: Que muestra elegancia y buen gusto. que incluía un abrigo rojo de marca y unas gafas oscuras que protegían sus ojos del sol. Su mano derecha se apoyaba en un bastón que la ayudaba a mantenerse en pie. Ver a alguien tan llamativo como ella en aquel lugar me cogió desprevenido.
—Vaya por Dios —habló de repente—, no pensé que me encontraría a alguien por aquí. ¿Qué haces aquí, mi niño?
Lo cierto es que no sabía qué decirle porque ni yo lo tenía claro, pero aun así lo intenté.
—Aquí mataron a un hombre.
La señora asintió varias veces y se acercó un poco más hasta colocarse a mi lado.
—Sí, sí. ¿Vienes por él?
Yo también asentí.
—Estoy viviendo en la que fue su casa.
En cuanto dije esto, la doña se quitó las gafas de sol y me miró a los ojos con una pequeña sonrisa en sus labios.
—¡Ay! Estás viviendo en mi casa entonces. Aunque hace ya más de sesenta años que esa casa no es mía.
Me quedé en tranceTrance Trance: Situación crítica o decisiva. durante unos segundos antes de comprender a qué se refería. Pero, cuando me di cuenta, me quedé sin palabras. Si había entendido bien lo que había dicho, esa señora no podía ser otra que María Candelaria, la misma que había estado desaparecida durante todos esos años. Como leyéndome la mente, la señora me contó que ella había sido la mujer del fallecido más de sesenta años atrás. Pero ¿qué hacía allí?
—Hacía años que no regresaba a la isla. Esta vez fue en contra de mi voluntad, se me murió un hermano hace unos días —me explicó.
Tuve que forzarme para darle el pésamePésame Pésame: Expresión de condolencia ante una pérdida o fallecimiento. y, aunque puede sonar mal decirlo, sentí alivio y satisfacción cuando me dijo que Pedro había muerto.
Tras una breve introducción, me di cuenta de que María era exactamente lo que Soraya, la vecina, me había contado de ella más de un mes atrás: una señora encantadora. Y a los pocos minutos pude sentirme lo suficientemente cómodo como para revelarle mi interés por la vida de Paco, algo a lo que ella accedió a contribuir con gusto. No pude evitar sentirme mal cuando recordé que por un corto tiempo había sospechado que ella podía haber tenido algo que ver con su muerte. Por su parte, María comenzó a contarme sobre su vida de casados, su amistad e incluso sobre la relación de Paco y Jesús, puesto que, tal y como Paqui me había confirmado en su momento, María sabía muy bien quién era objeto de los afectos de su esposo.
—Paco era un gran hombre —me dijo—. Trabajador, cariñoso, un poco tímido. Yo siempre fui fría y al principio nos costaba hablar, pero lo quería mucho. Siempre me hacía regalos, como para compensarme. Y nos lo contábamos todo. Me hablaba de Jesús, de las ganas que tenía de llevárselo de viaje, de dejar las tierras de lado y mudarse con él a otro país, donde nadie los buscara ni los conociera. Era su sueño. Jesús estaba aquí cuando lo mataron porque iban a pasar el verano juntos en su casa de la costa. Pobre muchacho. Nunca supe qué fue de él.
Un nudo se formó en mi estómago cuando me di cuenta de que yo sabía muy bien cuál era la verdad, pero no podía decírsela. No tenía el corazón para darle un disgusto más a esa señora que, por lo poco que había llegado a saber de ella, ya bastante había sufrido. No quería ser el que le destrozara la única parte de su vida que había aparentado ser totalmente sincera: el cariño de su hermano. Y aunque María moriría creyendo una mentira, una fachada, pensaba que eso era lo mejor.
—Recuerdo que la Policía tocó a nuestra puerta aquel día. El cuerpo lo encontró uno de sus trabajadores. Cuando les dije que era mi marido, me dieron esto. —Del interior de su camisa María sacó el resto del colgante que colgaba de su cuello. Mis ojos se abrieron como platos al darme cuenta de que lo que pendía de ese cordón de plata era un anillo perfectamente limpio y cuidado—. Yo sabía que no era nuestra alianza porque él nunca la llevaba, pero recordaba perfectamente el día que me contó que Jesús se lo había regalado con sus ahorros. A partir de entonces, siempre lo llevaba puesto, aunque tuviera que mentir cuando la gente le preguntaba. Yo lo guardé pensando que Jesús se pasaría por casa algún día para recogerlo, pero nunca vino. Y como no quería abandonarlo para que cualquiera se lo quedara, me lo llevé conmigo a Alemania. Así está tan bonito como está, casi setenta años después.
Mi corazón se estrujó como un trapo, fuertemente conmovido por las acciones de esa noble señora que, aunque nadie se lo había pedido, se aseguró de proteger lo único que quedaba del amor de su esposo, nacido y muerto en un tiempo tan convulso para ellos, como también lo habría sido para mí. Un impulso interior, nacido de esas profundidades de mi corazón a las que nunca nadie llegaba, me animó a confesarle mis sentimientos personales.
—Yo hace poco perdí al que creía que era el amor de mi vida. Yo también fantaseaba con casarnos, aunque en nuestro caso él simplemente decidió que ya no me quería en su vida. Ahora me avergüenzo por sentirme mal por ello. Si cualquiera de ellos dos me escuchara…
María, lejos de ofenderse, me miró con piedad.
—Ay, cariño, cada uno carga con su propia cruz. También eran tiempos diferentes, pero hoy en día es difícil quedarse solo.
Mis ojos se llenaron de lágrimas. Si tan difícil es, ¿por qué es lo único que siento? ¿Qué sentido tiene entonces la soledad? ¿Qué sentido tiene la muerte?
—Pero es que ha sido así toda mi vida, desde que era pequeño. Ni mi familia quiere saber nada de mí. Y sé que es estúpido, pero vivir en casa de Paco me ayudaba a no sentirme solo dentro de lo malo. Y ahora que sé que ni él ni Jesús están ya, no entiendo qué puedo sacar de todo esto. La vida sigue, pero ¿quién me asegura que las cosas van a mejorar cuando a veces solo van a peor? Ellos creían que lo estaban haciendo bien y aun así no pudieron evitar ese destino.
María suspiró y tomó mis manos en las suyas.
—Nadie puede prometer nada nunca, a veces las cosas nos pasan porque sí. Muchas veces no tienen sentido y eso hace que pensemos que hemos venido al mundo a sufrir, pero, en el fondo, yo creo que son esas cosas, esas peculiaridades, esos rasgos, los que nos ayudan a sacar lo mejor de la vida. Yo me casé con diecisiete años y con un marido que no me quería, pero al final no todo fue tan malo. Cuando sientas que estás solo o que las cosas no van a mejorar, acuérdate de ellos dos. No podían verse siempre que querían, pero cuando lo hacían eran felices; no podían decirles la verdad a sus familias porque podían repudiarles; no podían ir juntos por la calle porque podían atacarles. Pero nunca se rindieron. Puede que su historia no acabara bien, pero la tuya no tiene por qué ser así. Y si yo fuera alguno de ellos, me sentiría muy orgulloso de que alguien como tú estuviera viviendo en mi casa.
Me sequé un poco las lágrimas antes de asentir. Era una lección fundamental, tal vez básica, pero yo no había tenido la capacidad de entenderla. Entonces recordé los rechazos que sufrí durante toda mi vida por mi condición. ¿Habían tenido sentido? Lo cierto es que no por sí solos. Nunca pedí poder ver fantasmas, nunca pedí estar solo; y por mucho tiempo, eso me hizo daño. Pero ese mismo don era el que me había permitido conocer la historia de Francisco y Jesús; la historia de sus vidas, de sus muertes, de su afecto. También me había permitido reconectar con mi pasado de una manera que nunca esperé y hasta conseguir una nueva amiga, la primera de muchas amistades que podía ganar. Tal y como María había dicho, no todo tenía por qué ser negativo. Por lo tanto, eso debía significar que siempre había, por muy pequeña que fuera, una esperanza. Miré a los ojos a la anciana y le dediqué una pequeña sonrisa.
—A mí me llena de orgullo haberlo conocido a él —respondí.
María entonces se quitó el collar que traía puesto, desenganchó el pequeño mecanismo y sacó el anillo. Acto seguido, lo puso en mi mano derecha y cerró sus manos sobre las mías, haciendo que lo agarrara con fuerza.
—Yo ya tengo que irme —dicho esto, estrujó cariñosamente mi hombro.
Yo asentí, entendiendo perfectamente qué intención tenía al dejarme el anillo. Tras despedirse de mí se fue, pero yo me quedé allí unos minutos más. Cuando me puse mis gafas y me fijé en los detalles del anillo, me di cuenta de que en el interior tenía una pequeña inscripción con un nombre: Jesús. Decidí sacar el otro anillo que me había traído en el bolsillo y colocarlos uno al lado del otro para compararlos. El desgaste en uno y el cuidado en el otro eran más que evidentes, así como sus respectivas inscripciones: Jesús y Francisco.
Tras unos segundos meditándolo, decidí arrodillarme y abrir un agujero en la tierra, exactamente en el mismo lugar donde un día el corazón de un buen hombre dejó de latir. Con delicadeza, coloqué ambos anillos en el fondo y los tapé con la misma tierra que había excavado. Hecho esto, me levanté y guardé silencio durante unos minutos, esperando que desde cualquier lugar alguien pudiera apreciar lo que acababa de hacer. Y en el fondo yo sabía que así era.
Me despedí de ellos sin saber si alguna vez volvería a ese lugar, pero con un aire renovado y una nueva esperanza. Después de recorrer ese sendero abandonado en dirección a la salida, me metí en el coche e inicié el camino de vuelta a casa. Mientras conducía, recordé las clases que debía preparar y los contenidos que debía repasar para las próximas semanas. Me preguntaba qué hora debía de ser y si tal vez estaba a tiempo de saludar a don Gourié y preguntarle cómo estaba en el momento en que pasara por el Parque Municipal, tal y como hacía todos los días.
Cap.18
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